El hombre le llevaba una ventaja de diez metros, pero Bond empezó a acortar distancias mientras ambos corrían por el callejón. Gatos airados y perros sarnosos huyeron, un niño con facciones redondas malasias se interpuso en el camino de Bond y una mano paterna lo tiró hacia atrás.
Estaba a unos cinco metros del hombre al que perseguía, cuando su instinto le advirtió: Bond cayó en la cuenta de que el hombre tal vez le había tendido una trampa para poder escapar sin problemas. Bajó la vista. ¡Sí! El perseguidor había tendido un cable a largo del callejón, a unos treinta centímetros del suelo, casi invisible en la oscuridad. El hombre sabía dónde estaba (un fragmento de loza indicaba el lugar), y había saltado por encima. Bond no pudo detenerse a tiempo, pero se preparó para la caída.
Lanzó el hombro hacia delante, y cuando su aceleración elevó sus piernas, dio media voltereta en el aire. Aterrizó sobre el suelo con fuerza y se quedó aturdido un momento, mientras se maldecía por permitir que el hombre escapara.
Salvo que no había escapado.
No había colocado el cable para frustrar su persecución, sino para que Bond resultara más vulnerable.
El hombre saltó sobre él al cabo de un instante, proyectando un hedor a cerveza, humo rancio de tabaco y carne sucia. Extrajo de la funda la Walther de Bond. Bond saltó hacia arriba, enlazó el brazo derecho del hombre y le retorció la muñeca hasta que la Walther cayó al suelo. El atacante dio una patada a la pistola, que quedó lejos del alcance de Bond. Éste, jadeante, continuó aferrando el brazo derecho del hombre y propinó violentos golpes a la hoja que sujetaba con la otra mano.
Miró hacia atrás, por si Bheka Jordaan había hecho caso omiso de su consejo y salido tras él, provista de su arma reglamentaria. El callejón desierto le miró.
Su atacante retrocedió para golpearle con la frente, pero cuando Bond se giró para esquivarlo, el hombre rodó sobre el suelo, dando una voltereta hacia atrás como un gimnasta. Una finta brillante. Bond se acordó de las palabras de Felix Leiter.
«Tío, ese hijo de puta es un experto en artes marciales…».
Bond se puso en pie de cara al hombre, que había adoptado una postura de combate, el cuchillo en la mano, la hoja sobresaliendo hacia abajo, con el filo aguzado encarado al enemigo. La mano izquierda, abierta y con la palma hacia abajo, flotaba distraída, dispuesta a agarrar la ropa de Bond y tirar de ella para matarlo a puñaladas.
Bond describió un círculo de puntillas.
Desde sus tiempos en Fettes (Edimburgo), había practicado diversos tipos de combate cuerpo a cuerpo, pero el QDG enseñaba a sus agentes un estilo peculiar de lucha sin armas, tomado prestado de un antiguo (o no tan antiguo) enemigo, los rusos. La Spetsnaz, la rama de fuerzas especiales de la inteligencia militar de la GRU, había puesto al día una antigua arte marcial de los cosacos, el systema.
Los practicantes del systema muy pocas veces utilizaban los puños. Palmas abiertas, codos y rodillas eran las armas principales. No obstante, el objetivo consiste en golpear lo menos posible. Es preferible cansar al enemigo, para luego atraparlo con una llave en el hombro, muñeca, brazo o tobillo. Los mejores luchadores de systema nunca entran en contacto con su oponente…, hasta el momento final, cuando el agotado atacante se encuentra casi indefenso. Entonces, el vencedor le tira al suelo y hunde la rodilla en su pecho o garganta. Si así lo prefiere, asesta un golpe debilitador o fatal.
Bond adoptó instintivamente la coreografía del systema y esquivó el ataque del hombre.
Elude, elude, elude… Utiliza su energía contra él.
Bond salió bien librado, pero en dos ocasiones la navaja pasó a escasos centímetros de su cara.
El hombre se lanzó con celeridad, haciendo girar sus enormes manos, con el fin de poner a prueba a Bond, quien se echó a un lado, al tiempo que analizaba los puntos fuertes de su contrincante (era muy musculoso y avezado en el combate cuerpo a cuerpo, y estaba preparado psicológicamente para matar) y los puntos débiles (daba la impresión de que el tabaco y la bebida estaban cobrando su tributo).
La defensa de Bond estaba frustrando al hombre. Asió el cuchillo para apuñalar y empezó a cargar contra su enemigo, casi desesperado. Exhibía una sonrisa diabólica, y sudaba pese al frío de la atmósfera.
Bond presentó un objetivo vulnerable, la parte inferior de la espalda, y avanzó hacia su Walther, pero era una finta. Antes incluso de que el hombre atacara, Bond retrocedió, desvió la hoja del cuchillo con el antebrazo y asestó un golpe con la palma abierta sobre la oreja izquierda del hombre. Ahuecó la mano en el momento de establecer contacto y notó la presión que dañaría, si no lo reventaba, el tímpano de su atacante. El hombre lanzó un aullido de dolor, enfurecido, y atacó sin tomar precauciones. Bond levantó con facilidad el brazo que asía el cuchillo, agarró la muñeca con ambas manos, una llave sólida, y la dobló hacía atrás hasta que el cuchillo cayó al suelo. Evaluó la fuerza y la loca determinación de su atacante. Tomó una decisión: le retorció la muñeca hasta partirla.
El hombre gritó y cayó de rodillas, y después se sentó, desencajado. Su cabeza cayó a un lado y Bond alejó el cuchillo de una patada. Cacheó al hombre con cuidado y sacó una pequeña pistola automática del bolsillo, junto con un rollo de cinta adhesiva. «¿Una pistola? ¿Y por qué no me ha disparado, y punto?», se preguntó Bond.
Guardó la pistola en su bolsillo y recogió su Walther. Se apoderó del teléfono del hombre. ¿A quién habría enviado la foto de él y Bheka Jordaan? Si sólo había sido a Dunne, ¿podría Bond localizar y neutralizar al irlandés antes de que informara a Hydt?
Examinó las llamadas y textos de mensaje. Gracias a Dios, no había enviado nada. Sólo había estado grabando en vídeo a Bond.
¿Cuál era su objetivo?
Entonces, obtuvo su respuesta.
—¡Yebie se! —escupió su atacante.
La obscenidad balcánica lo explicaba todo.
Bond examinó los papeles del hombre y confirmó su pertenencia a la JSO, el grupo paramilitar serbio. Se llamaba Nicholas Rathko. Se puso a gemir, acunando el brazo.
—¡Usted dejó morir a mi hermano! ¡Lo abandonó! Era su compañero de misión. Nunca debes abandonar a tu compañero.
El hermano de Rathko era el agente de la BIA más joven que había acompañado a Bond aquella noche, cerca de Novi Sad.
Bond sabía ahora que el hombre le había localizado en Dubái. Para conseguir la colaboración de la BIA en Serbia, el ODG y Seis habían revelado a los responsables de la seguridad de Belgrado el nombre verdadero y la misión de Bond. Después de que su hermano muriera, Rathko y sus camaradas de la JSO habrían montado una operación a gran escala para encontrar a Bond, utilizando contactos de la OTAN y Seis. Habían averiguado que Bond iba camino de Dubái. Por supuesto, se dio cuenta Bond, había sido Rathko, no Osborne-Smith, quien había llevado a cabo aquellas sutiles investigaciones sobre los planes de Bond en el MI6, a principios de semana. Entre los papeles de Rathko encontró una autorización para volar en un avión militar desde Belgrado a Dubái. Lo cual explicaba porque había llegado antes que Bond al emirato. Un mercenario local, revelaban los documentos, había puesto a disposición del agente de la JSO un coche imposible de rastrear, el Toyota negro.
¿Y el propósito?
No debía ser la detención y el envío a un centro clandestino. Lo más probable era que Rathko hubiera planeado grabar en video a Bond mientras confesaba o pedía disculpas…, o quizá su muerte y tortura.
—¿Te llaman Nicholas o Nick? —preguntó Bond, acuclillado.
—Yebie se —fue la única respuesta.
—Escúchame: siento que tu hermano perdiera la vida. Pero no servía para estar en la BIA. Era descuidado y no obedecía las órdenes. Él tuvo la culpa de que perdiéramos a nuestro objetivo.
—Era joven.
—Eso no es excusa. No sería excusa para mí, y no lo fue para ti cuando estuviste con los Tigres de Arkan.
—Sólo era un crío.
Brillaron lágrimas en los ojos del hombre, ya fuera por el dolor de la muñeca rota o por la pena que sentía por su hermano muerto. Bond no supo decirlo.
Bond miró hacia el final del callejón y vio que Bheka Jordaan y algunos agentes del SAPS corrían hacia él. Se agachó, recogió el cuchillo del hombre y cortó el cable.
Se acuclilló al lado del serbio.
—Te llevaremos a un médico.
—¡Alto! —oyó que gritaba una voz.
Miró a Bheka Jordaan.
—No pasa nada. Tengo sus armas.
Pero entonces se dio cuenta de que le estaba apuntando con su pistola. Frunció el ceño y se levantó.
—¡Déjele en paz! —gritó la mujer.
Dos agentes del SAPS se interpusieron entre Bond y Rathko.
Uno vaciló, y después le quitó con cautela el cuchillo de la mano.
—Es un agente de la inteligencia serbia. Intentaba matarme. Es el que asesinó al colaborador de la CIA en Dubái el otro día.
—Eso no significa que lo tenga que degollar.
La mujer entornó sus ojos oscuros a causa de la ira.
—¿De qué está hablando?
—Está en mi país. ¡Obedecerá la ley!
Los demás agentes le estaban mirando, observó Bond, algunos con clara irritación. Miró a Jordaan y se alejó, indicándole que le siguiera.
Jordaan obedeció.
—Usted ha ganado —dijo cuando no pudieron oírles—. Estaba en el suelo, no significaba ninguna amenaza. ¿Por qué iba a matarle?
—No lo iba a hacer.
—No le creo. Me dijo que me quedara en casa con la abuela. No quiso que llamara a mis agentes porque no quería testigos mientras le torturaba y asesinaba.
—Supuse que pediría refuerzos. No quería que abandonara a su abuela por si el hombre tenía cómplices.
Pero Jordaan no le estaba escuchando.
—Viene aquí —rugió—, a nuestro país con esa licencia 00. ¡Oh, sí. Sé todo lo que hace usted!
Por fin, Bond comprendió el origen de la rabia que sentía contra él. No tenía nada que ver con sus intentos de flirteo, ni con el hecho de que representara al macho prepotente. Despreciaba su desvergonzada indiferencia por la ley, las misiones de Nivel 1 en representación del ODG.
Avanzó un paso y murmuró por lo bajo, sin apenas poder controlar su furia:
—En algunos casos, cuando no ha existido otra forma de proteger a mi país, sí, me he cobrado vidas. Y sólo si me lo han ordenado. No lo hago porque me apetezca. No me gusta. Lo hago para salvar a gente que merece ser salvada. Puede llamarlo pecado, pero es un pecado necesario.
—No había necesidad de matarlo —replicó la mujer.
—No iba a hacerlo.
—El cuchillo… Vi…
—Dejó una trampa. Un cable para que tropezara. —Lo señaló—. Lo corté para que nadie cayera. En cuanto a él —movió la cabeza en dirección al serbio—, le estaba diciendo que vamos a llevarle a un médico. No suelo llevar al hospital a alguien si estoy a punto de matarle. —Se volvió y dejó atrás a los dos policías que le bloqueaban el camino. Sus ojos los desafiaron a intentar detenerlo—. Necesito que revelen esa película cuanto antes —dijo sin mirar atrás—. Y la identidad de todas las personas que acompañarán a Hydt mañana.
Se alejó por el callejón.
No tardó en subir al Subaru, dejó atrás las casas pintadas de colores de Bo-Kaap, conduciendo a mayor velocidad de lo prudente a través de las sinuosas y pintorescas calles.