Guiado por el GPS, Bond atravesaba el centro de la Ciudad del Cabo, dejando atrás empresas y residencias. Se encontró en una zona de pequeñas casas pintadas de alegres colores, azul, rosa, rojo y amarillo, encajada bajo Signal Hill. Las calles estrechas estaban casi todas adoquinadas. Le recordaron los pueblos del Caribe, con la diferencia de que minuciosos dibujos árabes adornaban muchas casas. Pasó ante una silenciosa mezquita.
Eran las seis y media de aquella fría noche de jueves, y se dirigía a casa de Bheka Jordaan.
Amiga o enemiga…
Se internó con el coche por las calles sembradas de baches y aparcó cerca. Ella le recibió en la puerta y le saludó con un cabeceo, sin sonreír. Se había quitado la ropa de trabajo y llevaba unos pantalones vaqueros y un jersey rojo oscuro ceñido. Su lustroso pelo negro colgaba suelto, y Bond se quedó cautivado por el intenso perfume a lilas del champú que la mujer había empleado hacía poco.
—Una región muy interesante —dijo—. Agradable.
—Se llama Bo-Kaap. Antes era muy pobre, y la mayoría eran musulmanes, inmigrantes de Malasia. Me mudé con…, bien, con alguien, hace años. Ahora, se está convirtiendo en un lugar muy chic. Antes sólo había bicicletas aparcadas en las calles. Ahora hay Toyotas, pero pronto serán Mercedes. Eso no me gusta. Prefiero lo de antes. Pero es mi hogar. Además, mis hermanas y yo nos turnamos para alojar a Ugogo, y viven cerca, así que nos va bien.
—¿Ugogo?
—Significa «abuela». La madre de nuestra madre. Mis padres viven en Pietermaritzburg, en KwaZulu-Natal, al este de aquí. Bond recordó el plano antiguo de su despacho.
—Así que cuidamos de Ugogo. Es la costumbre zulú.
No le invitó a entrar, de modo que, en el porche, le contó su visita a Green Way.
—Necesito que revelen esta película. —Le entregó el inhalador—. Es de 8 milímetros, y el ISO es 1200. ¿Puede arreglarlo?
—¿Yo? ¿Y por qué no su socio del MI6? —preguntó la mujer en tono mordaz.
Bond no sintió la necesidad de defender a Gregory Lamb.
—Confío en él, pero arrasó mi minibar por un valor de doscientos rands. Me gustaría que se ocupara de ello alguien que tuviera la cabeza despejada. Revelar la película puede resultar difícil.
—Yo me ocuparé.
—Bien, unos socios de Hydt llegan esta noche. Mañana por la mañana se celebrará una reunión en la planta de Green Way. —Pensó en lo que había dicho Dunne—. Llegan a eso de las siete. ¿Puede averiguar sus nombres?
—¿Sabe cuáles son las líneas aéreas?
—No, pero Dunne los va a buscar.
—Bien, pondremos a alguien de vigilancia. Kwalene es bueno en eso. Hace muchas bromas, pero es muy bueno.
Desde luego. Y también discreto, reflexionó Bond.
Una voz de mujer llamó desde dentro.
Jordaan miró hacia atrás.
—Ize balukelile.
Intercambiaron más palabras en zulú.
El rostro de Jordaan siguió impenetrable.
—¿Quiere entrar? Para que Ugogo compruebe que no pertenece a ninguna banda. Ya le he dicho que no es nadie, pero está preocupada.
—¿Nadie?
Bond la siguió al interior del pequeño piso, que estaba amueblado con gusto. Grabados, colgantes y fotos adornaban las paredes.
La mujer anciana que había hablado a Jordaan estaba sentada a una mesa de comedor larga con dos cubiertos. Casi habían terminado de cenar. Era muy frágil. Bond la reconoció gracias a las numerosas fotos que Jordaan tenía en su despacho. Llevaba un vestido holgado naranja y marrón, y zapatillas. Su pelo gris era corto. Empezó a levantarse.
—No, por favor —dijo Bond.
No obstante, se puso en pie y, encorvada, avanzó arrastrando los pies para estrechar la mano de Bond con firmeza.
—Usted es el inglés del que hablaba Bheka. A mí no me parece tan malo.
Jordaan la fulminó con la mirada.
La anciana se presentó.
—Soy Mbale.
—James.
—Voy a descansar. Bheka, dale de comer. Está demasiado delgado.
—Se lo agradezco pero debo irme.
—Tiene hambre. He visto cómo miraba el bobotie. Sabe todavía mejor de lo que aparenta.
Bond sonrió. Había mirado la olla que descansaba sobre los fogones.
—Mi nieta es una cocinera excelente. Le gustará. Tomará cerveza zulú. ¿Ha probado alguna?
—He probado la Birkenhead y la Gilroy’s.
—No, la cerveza zulú es mejor. —Mbali miró a su nieta—. Dale una cerveza y sírvele un plato de bobotie. Y salsa sambal. —Miró con aire crítico a Bond—. ¿Le gustan las especias?
—Sí.
—Estupendo.
—Ugogo —dijo Bheka exasperada—, ha dicho que tiene que marcharse.
—Lo ha dicho por ti. Dale algo de beber y comer. ¡Mira lo delgado que está!
—La verdad, Ugogo…
—Mi abuela es así. Genio y figura.
La mujer cogió una jarra de cerámica de cerveza y entró en un dormitorio. La puerta se cerró.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Bond.
—Cáncer.
—Lo siento.
—Progresa mejor de lo que cabía esperar. Tiene noventa y siete años.
Bond se quedó sorprendido.
—No aparenta más de setenta y pico.
Como temerosa del silencio que pudiera dar pie a una conversación, Jordaan puso un CD. Una voz grave de mujer, con fondo de ritmos hip-hop, surgió de los altavoces. Bond vio la cubierta del CD: Thandiswa Mazwaí.
—Por favor, siéntese —dijo Jordaan, y señaló la mesa.
—No, estoy bien.
—¿Qué quiere decir?
—No hace falta que me dé de comer.
—Si Ugogo se entera de que no le he ofrecido ni cerveza ni bobotie —replicó Jordaan—, se enfadará.
Sacó una olla de arcilla con tapa de ratán y vertió un líquido rosáceo y espumoso en un vaso.
—¿Esto es cerveza zulú?
—Sí.
—¿Casera?
—La cerveza zulú siempre es casera. Se prepara durante tres días, y se bebe mientras aún fermenta.
Bond bebió. Era amarga pero dulce, y no parecía contener mucho alcohol.
A continuación, Jordaan le sirvió un plato de bobotie, al que añadió una cucharada de salsa rojiza. Recordaba un poco al pastel de carne con patatas, con huevo encima en lugar de patata, pero estaba mejor que cualquier pastel que Bond hubiera tomado en Inglaterra. La espesa salsa tenía un sabor excelente, y estaba muy especiada.
—¿No me acompaña?
Bond señaló una silla vacía. Jordaan estaba de pie, apoyada contra el fregadero, con las manos cruzadas sobre sus voluptuosos pechos.
—Ya he terminado de cenar —dijo en tono tenso. Se quedó donde estaba.
Amiga o enemiga…
Bond terminó de comer.
—Debo decir que tiene mucho talento. Una policía inteligente que también prepara una cerveza maravillosa y bóbotie —indicó la olla con un movimiento de cabeza—. Creo que lo he pronunciado bien.
No recibió ninguna respuesta. ¿Tenía ella que considerar insultantes todos sus comentarios?
Reprimió su irritación y se descubrió contemplando las numerosas fotografías de la familia que adornaban las paredes y la repisa de la chimenea.
—Su abuela habrá sido testigo de muchos acontecimientos históricos.
—Ugogo es Sudáfrica —respondió Bheka, al tiempo que lanzaba una mirada afectuosa hacia la puerta cerrada de la habitación—. Su tío resultó herido en la batalla de Kambula, luchando contra los ingleses, pocos meses después de la batalla de la que le hablé, Isandlwana. Ella nació pocos años después de que se formara la Unión Sudafricana, a partir de las provincias del Cabo y Natal. La trasladaron a raíz de la ley de Zonas Reservadas de la década de 1950. Y resultó herida durante las protestas de 1958.
—¿Qué pasó?
—La masacre de Sharpeville. Se encontraba entre los que protestaban contra los dompas. Bajo la férula del apartheid, la gente se clasificaba legalmente en blancos, negros, colorados o indios.
Bond recordó los comentarios de Gregory Lamb.
—Los negros tenían que llevar un pase firmado por sus patrones, los cuales les permitía entrar en zona blanca. Era humillante y horrible. Hubo una manifestación pacífica, pero la policía cargó sin piedad y disparó sobre los manifestantes. Murieron casi setenta personas. Ugogo resultó herida. En la pierna. Por eso cojea.
Jordaan vaciló y, al final, se sirvió un poco de cerveza, y después bebió.
—Ugogo dijo a mis padres cómo debían llamarme, y ellos lo hicieron. Por lo general, se hace lo que Ugogo dice.
—«Bheka» —dijo Bond.
—En zulú significa «la que cuida de la gente».
Una protectora. Por lo tanto, estaba destinada a ser policía. A Bond le estaba gustando mucho la música.
—Ugogo representa a la vieja Sudáfrica. Yo soy la nueva. Una mezcla de zulú y afrikáner. Nos llaman el país del arco iris, sí, pero fíjese en el arco iris y verá colores diferentes, separados entre sí. Tenemos que convertirnos en lo que soy yo, una fusión. Pasará mucho tiempo antes de que eso suceda. Pero sin duda sucederá. —Miró con frialdad a Bond—. Entonces seremos capaces de despreciar a la gente por lo que es en realidad, no por el color de su piel.
Bond le devolvió la mirada.
—Gracias por la cena y la cerveza. Tengo que irme.
Ella le acompañó hasta la puerta. Bond salió.
Fue entonces cuando James Bond vislumbró al hombre que le había perseguido desde Dubái. El mismo hombre de la chaqueta azul y el pendiente de oro, el hombre que había asesinado a Yusuf Nasad en Dubái y había estado a punto de matar a Felix Leiter.
Estaba parado al otro lado de la calle, a las sombras de un edificio cubierto de volutas y mosaicos árabes.
—¿Qué pasa? —preguntó Jordaan.
—Un hostil.
El hombre tenía un móvil, pero no estaba llamando. Estaba tomando una foto de Bond con Jordaan: la prueba de que Bond estaba colaborando con la policía.
—Coja su arma y quédese en casa con su abuela —dijo Bond.
Cruzó a toda prisa la calle, mientras el hombre huía por una estrecha callejuela que conducía a Signal Hill, a la pálida luz del crepúsculo.