Durante toda la mañana y tarde del jueves se había hablado de amenazas.
Amenazas de los norcoreanos, de los talibanes, de Al Qaeda, los chechenos, la Jihad Islámica, el este de Malasia, Sudán e Indonesia. Se había producido una breve discusión acerca de los iraníes. Pese a la retórica surrealista procedente del palacio presidencial, nadie se los tomaba demasiado en serio. M casi sentía pena por el pobre régimen de Teherán. En otros tiempos, Persia había sido un gran imperio.
Amenazas…
Pero el ataque real, pensó con ironía, estaba teniendo lugar en aquel preciso momento, durante un descanso de la conferencia de seguridad. M cortó su conversación con Moneypenny y se sentó muy tieso en la gastada sala dorada de un edificio de Richmond Terrace, entre Whitehall y el Victoria Embankment. Era uno de aquellos edificios anodinos de edad indeterminada en los que se llevaba a cabo el trabajo de gobernar el país.
El ataque inminente implicaba a dos ministros que ocupaban un asiento en el Comité Conjunto de Inteligencia. Sus cabezas asomaron por la puerta, una junta a otra, rostros provistos de gafas que inspeccionaron la sala hasta que localizaron a su objetivo. En cuanto una imagen de los Dos Ronnies de la tele[6] se formó en su mente, M fue incapaz de expulsarla. Cuando avanzaron, no obstante, no advirtió nada cómico en su expresión.
—Miles —le saludó el de mayor edad. «Sir Andrew» precedía a su nombre, y aquellas dos palabras estaban en perfecta armonía con su rostro distinguido y la cabellera plateada.
El otro, Bixton, ladeó la cabeza, cuya carnosa cúpula reflejó la luz de la polvorienta araña. Respiraba con dificultad. De hecho, lo mismo podía decirse del otro.
No les invitó a sentarse, pero lo hicieron de todos modos, en el sofá eduardiano que había al otro lado de la bandeja del té. Ardía en deseos de sacar un puro del maletín y mordisquearlo, pero decidió reprimirse.
—Iremos directamente al grano —dijo sir Andrew.
—Sabemos que has de volver a la conferencia de seguridad —añadió Bixton.
—Acabamos de estar con el secretario de Asuntos Exteriores. En este momento se encuentra en la Cámara.
Eso explicaba su respiración agitada. No habían podido venir en coche desde la Cámara de los Comunes, puesto que Whitehall, desde Horse Guards Avenue hasta más allá de King Charles Street estaba aislado, como un submarino a punto de sumergirse, con el fin de que la conferencia de seguridad pudiera desarrollarse en paz y tranquilidad.
—¿Incidente Veinte? —preguntó M.
—Exacto —contestó Bixton—. Estamos intentando localizar también al director general de Seis, pero esta maldita conferencia…
Acababa de sumarse a Inteligencia Conjunta, y por lo visto cayó en la cuenta de repente de que tal vez no debía hablar tan mal de quienes le pagaban.
—… es un maldito engorro —gruñó M, y terminó la frase por él. No le causaba ningún problema vapulear a algo o alguien cuando lo merecía.
Sir Andrew intervino.
—Inteligencia de Defensa y la GCHQ informan de una avalancha de SIGINT en Afganistán desde hace unas seis horas.
—El consenso general es que está relacionado con Incidente Veinte.
—¿Algo relacionado con Hydt, Noah, o miles de muertos? —preguntó M—. ¿Niall Dunne? ¿Bases del ejército en March? ¿Artilugios explosivos improvisados? ¿Ingenieros en Dubái? ¿Instalaciones de basura y reciclaje en Ciudad del Cabo?
Me leía todos los mensajes que aterrizaban sobre su escritorio o llegaban a su teléfono móvil.
—No lo sabemos —contestó Bixton—. El Donut aún no ha descifrado los códigos. —La sede central de la GCHQ en Cheltenham tenía forma de círculo grueso—. Los paquetes de encriptado acaban de llegar. Lo cual tiene bloqueado a todo el mundo.
—SIGINT es cíclico por allí —masculló M en tono despectivo. En el MI6 había ascendido a un cargo muy alto, y se había ganado la fama de poseer una habilidad sin paralelo a la hora de extraer información y, lo más importante, pulirla hasta convertirla en algo útil.
—Cierto —admitió sir Andrew—. Demasiado casual que todas esas llamadas y correos electrónicos hayan surgido ahora, el día anterior a Incidente Veinte, ¿no cree?
No necesariamente.
—Y nadie ha descubierto nada que vincule a Hydt con la amenaza —continuó.
«Nadie» se traducía por «007».
M consultó su reloj, que había pertenecido a su hijo, soldado del Real Regimiento de Fusileros. La conferencia de seguridad se reanudaría al cabo de media hora. Estaba agotado, y al día siguiente, viernes, la sesión sería todavía más larga, y culminaría en una pesada cena, a la que seguiría un discurso del ministro del Interior.
Sir Andrew reparó en la nada sutil mirada al manoseado reloj.
—Para abreviar, Miles, el JIC es de la opinión de que este tal Severan Hydt de Sudáfrica es una maniobra de distracción. Tal vez esté implicado, pero no es una pieza clave en Incidente Veinte. La gente de Cinco y Seis cree que los auténticos actores están en Afganistán, donde tendrá lugar el ataque: se trata de militares, cooperantes y contratistas.
Eso era lo que decían, por supuesto, con independencia de lo que pensaran. La aventura de Kabul había costado miles de millones de libras y demasiadas vidas. Cuanta más maldad encontraran para justificar la incursión, mejor. M lo había sabido desde el principio de la operación Incidente Veinte.
—En cuanto a Bond…
—Es bueno, lo sabemos —interrumpió Bixton, echando un vistazo a las galletas de chocolate que M no había pedido con el té, pero que de todos modos habían llegado.
Sir Andrew frunció el ceño.
—Es que no ha descubierto gran cosa —continuó Bixton—. A menos que existan detalles que no hayan circulado todavía.
M no dijo nada, sino que se limitó a mirar a ambos hombres con frialdad.
—Bond es una estrella, por supuesto —dijo sir Andrew—. Creemos que sería positivo para todos que lo enviáramos a Kabul cuanto antes. Esta noche, si fuera posible. Enviarlo a una zona caliente, junto con un par de docenas de chicos de Seis de primera fila. También meteremos a la CIA. No nos importa compartir la gloria.
Y la culpabilidad, pensó M, si se equivocaban.
—Es lógico —añadió Bixton—. Bond estuvo destinado en Afganistán.
—Se supone que Incidente Veinte ocurrirá mañana —dijo M—. Tardará toda la noche en llegar a Kabul. ¿Cómo puede impedir que suceda algo?
—Creemos que… —Sir Andrew guardó silencio, al darse cuenta, supuso M, de que había repetido su irritante latiguillo verbal—. No estamos seguros de poder impedirlo.
Se hizo un desagradable silencio, como una ola contaminada con residuos hospitalarios.
—Nuestro planteamiento es que su hombre y los demás reúnan un equipo de autopsias. Para averiguar cuál fue la causa. Decidir la respuesta más adecuada. Hasta podría encabezar el grupo.
M sabía lo que estaba sucediendo, por supuesto: los dos Ronníes estaban ofreciendo al ODG una forma de salvarla cara. La organización podía ser una estrella en el noventa y cinco por ciento de las ocasiones, pero si se equivocaba una sola vez, con el resultado de grandes pérdidas, uno podría aparecer en el despacho un lunes por la mañana y descubrir que le han desmantelado la organización o, peor aún, la han convertido en una agencia de investigación.
Y el Grupo de Desarrollo Exterior pisaba terreno resbaladizo, para empezar, por albergar en su seno a la Sección 00, a la que mucha gente se oponía. Cometer un traspiés con Incidente Veinte sería un tropiezo muy serio. Al enviar a Bond a Afganistán deprisa y corriendo, el ODG tendría al menos un peón en juego, aunque llegara un poco tarde.
—Tomo nota de su recomendación, caballeros —dijo M tirante—. Permítanme hacer algunas llamadas telefónicas.
Bixton sonrió. Pero sir Andrew no había terminado todavía. Su insistencia era uno de los motivos de que M estuviera convencido de que las futuras audiencias con él se celebrarían en el 10 de Downing Street.
—¿Bond gozará de toda la ayuda necesaria?
La amenaza implícita en la pregunta era que sí 007 se quedaba en Sudáfrica, desafiando las órdenes de M, sir Andrew dejaría de proteger a Bond, My el QDG.
La ironía de conceder carta blanca a un agente como 007 consistía en que debía ejercerla cuando lo considerara necesario, lo cual significaba que no siempre contaría con toda la ayuda pertinente. M pensó que no se puede tener todo.
—Como ya he dicho, efectuaré algunas llamadas.
—Bien. Será mejor que nos vayamos.
Cuando salieron, M se levantó y atravesó las puertas cristaleras para salir al balcón, donde reparó en un agente de la Policía Metropolitana Especializada en Protección, armado con una ametralladora. Después de un examen y un cabeceo al recién llegado al turno, el hombre volvió a mirar la calle, nueve metros más abajo.
—¿Todo tranquilo? —preguntó M.
—Sí, señor.
M caminó hasta el extremo del balcón y encendió un puro, al que dio una profunda calada. Reinaba un silencio espectral en las calles. Las barricadas no eran tan sólo las vallas metálicas tubulares que se veían delante del Parlamento, sino que también se trataba de bloques de cemento, de metro veinte de altura, lo bastante sólidas para detener un coche lanzado a toda velocidad. Las aceras estaban patrulladas por guardias armados, y M se fijó en varios tiradores que se apostaban en los tejados de los edificios cercanos. Miró con aire ausente el Victoria Enbankment, siguiendo Richmond Terrace.
Sacó el móvil y llamó a Moneypenny.
Sonó una sola vez antes de que ella contestara.
—¿Sí, señor?
—Necesito hablar con el director ejecutivo.
—Ha bajado a la cantina. Le paso la llamada.
Mientras esperaba, M forzó la vista y lanzó una carcajada ronca. En el cruce, cerca de la barricada, había un camión grande y unos cuantos hombres que movían cubos de basura de un lado a otro. Eran empleados de la empresa de Severan Hydt, Green Way International. Se dio cuenta de que los había estado observando desde hacía unos minutos sin verlos en realidad. Eran invisibles.
—Al habla Tanner, señor.
Los basureros desaparecieron de los pensamientos de M. Se quitó el puro de entre los dientes,
—Bill, tengo que hablar contigo acerca de 007 —dijo.