—Bien —dijo Bond, mientras abría el cerrojo del rifle y tiraba el arma a Dunne—. ¿Están satisfechos?
El irlandés atrapó sin dificultad el arma con sus grandes manos. Permaneció tan impasible como siempre. No dijo nada. Sin embargo, Hydt parecía complacido.
—Bien —dijo—. Vamos al despacho a tomar una copa para celebrar nuestra sociedad… y para permitirme que le pida disculpas.
—Por obligarme a matar a un hombre.
—No, por obligarle a creer que estaba matando a un hombre.
—¿Cómo?
—¡William!
El hombre a quien Bond había disparado se puso en pie de un salto con una amplia sonrisa en la cara.
Bond giró en redondo hacia Hydt.
—Yo…
—Balas de cera —explicó Dunne—. La policía las usa para los entrenamientos, y los cineastas en las escenas de acción.
—¿Una maldita prueba…?
—… que nuestro amigo Niall ingenió. Era buena, y usted la ha superado.
—¿Se ha creído que soy un colegial? Váyase al infierno.
Bond se volvió y caminó a grandes zancadas hacia la puerta del jardín.
—Espere, espere. —Hydt le siguió con el ceño fruncido—. Somos hombres de negocios. Era algo necesario. Teníamos que estar seguros.
Bond escupió una obscenidad y continuó andando por el sendero, mientras abría y cerraba los puños.
—Puede marcharse —dijo Hydt en tono perentorio—, pero le comunico, Theron, que no sólo se está alejando de mí, sino de un millón de dólares, que serán suyos mañana si se queda. Y habrá muchos más.
Bond se detuvo. Dio media vuelta.
—Volvamos al despacho y hablemos. Seamos profesionales.
Bond miró al hombre al que había disparado, quien continuaba sonriendo muy alegre.
—¿Un millón? —preguntó a Hydt.
Hydt asintió.
—Serán suyos mañana.
Bond permaneció inmóvil un momento, mirando al otro lado de los jardines, que en verdad eran magníficos. Después, volvió hacia Hydt y lanzó una fría mirada a Dunne, quien estaba descargando el rifle y limpiándolo con sumo cuidado, mientras acariciaba las piezas metálicas.
Bond procuró conservar una expresión indignada en la cara, interpretando el papel de parte ofendida.
Porque todo era una ficción; ya que había imaginado que se trataba de balas de cera. Nadie que haya disparado un arma con una carga normal de pólvora y una bala de plomo se deja engañar por una bala de cera, que provoca mucho menos retroceso que un proyectil real. (Dar una bala de fogueo a un soldado de un pelotón de fusilamiento es absurdo: sabe que su bala no es real en cuanto dispara). Unos momentos antes le habían dado la pista a Bond cuando el «ladrón» se tapó los ojos. La gente que está a punto de morir fusilada no se cubre nada con las manos. Por lo tanto, había reflexionado Bond, tenía miedo de quedarse ciego, no de morir. Lo cual sugería que la bala era o bien de fogueo o bien de cera.
Había disparado al follaje para calibrar el retroceso, y enseguida descubrió que las balas no eran letales.
Supuso que el hombre se ganaría una paga extra por sus esfuerzos. Daba la impresión de que Hydt cuidaba a sus empleados, con independencia de lo que pudiera decirse de él. Eso se había confirmado. Hydt sacó unos cuantos rands y se los dio al hombre, que se acercó a Bond y le estrechó vigorosamente la mano.
—¡Hola, señor! Usted buen disparo. Me alcanzó en un punto bendito. ¡Mire, justo aquí! —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Un hombre me disparó más abajo, ya sabe dónde. Era un hijo de puta. Oh, me dolió muchos días. Y mi señora se queja mucho.
De nuevo en el Range Rover, los tres hombres volvieron en silencio a la planta, y los hermosos jardines dieron paso a la espantosa calle de la Desaparición, a la cacofonía de las gaviotas y los gases.
Gehenna…
Dunne aparcó delante del edificio principal y se despidió de Bond con un cabeceo.
—Iré a buscar a nuestros socios al aeropuerto —dijo a Hydt—. Llegarán a eso de las siete. Los acomodaré, y después volveré.
De modo que Dunne y Hydt iban a trabajar hasta bien avanzada la noche. ¿Eso sería positivo o negativo para un futuro reconocimiento de Green Way? Una cosa estaba clara: Bond tenía que entrar en Investigación y Desarrollo ya.
Dunne se alejó, mientras Bond y Hydt continuaban hacia el edificio.
—¿Me va llevar de gira? —preguntó Bond a Hydt—. Hace más calor…, y no hay tantas gaviotas.
Hydt rió.
—No hay mucho que ver. Iremos a mi despacho.
Sin embargo, no ahorró a su nuevo socio los trámites en el puesto de seguridad de la puerta trasera, aunque los guardias pasaron por alto el inhalador una vez más. Cuando entraron en el pasillo principal, Bond vio de nuevo el letrero de Investigación y Desarrollo. Bajó la voz.
Bien, no me iría mal una gira por los lavabos.
—Por allí —señaló Hydt, y después sacó el móvil para hacer una llamada. Bond se alejó a toda prisa por el pasillo. Entró en el desierto lavabo de caballeros, agarró un montón de toallas de papel y las tiró en un retrete. Cuando tiró de la cadena, el papel atascó el desagüe. Se acercó a la puerta y miró hacia el lugar donde Hydt estaba esperando. El hombre tenía la cabeza gacha, pues estaba concentrado en su llamada. Bond comprobó que no había cámaras de seguridad, de modo que se alejó de Hydt, mientras pensaba en la historia que iba a contar.
«Ah, un cubículo estaba ocupado y el otro embozado, así que fui a buscar otro. No quise molestarlo, porque estaba hablando por teléfono».
Negación plausible…
Bond recordó dónde había visto el letrero cuando había entrado. Corrió por un pasillo desierto.
INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO. PROHIBIDO EL PASO
( ( (
Un teclado numérico accionaba la puerta metálica de seguridad, en combinación con un lector de tarjeta llave. Bond sacó el inhalador y tomó varias fotos, incluidos primeros planos del teclado.
«Vamos —animó a un desprevenido cómplice del interior—, alguien ha de estar pensando en visitar el lavabo, o en ir a buscar café a la cantina».
Pero nadie lo ayudó. La puerta continuó cerrada y Bond decidió que debía volver con Hydt. Giró sobre sus talones y recorrió el pasillo a toda prisa. Gracias a Dios, Hydt seguía hablando por el móvil. Alzó la vista cuando Bond ya había dejado atrás la puerta de los lavabos. Para él, Bond acababa de salir.
Desconectó.
—Venga por aquí, Theron.
Guío a Bond por un pasillo hasta llegar a una estancia grande que hacía las veces de despacho y vivienda. Un enorme escritorio estaba encarado hacia un ventanal que daba al imperio de Hydt. Había un dormitorio a un lado. Bond observó que la cama estaba deshecha. Hydt le alejó de ella y cerró la puerta. Indicó con un gesto a Bond un sofá y una mesita auxiliar de un rincón.
—¿Quiere beber algo?
—Whisky. Escocés. De malta.
—¿Auchentoshan?
Bond conocía la destilería, a las afueras de Glasgow.
—Bien. Una gota de agua.
Hydt sirvió una generosa cantidad en un vaso, añadió el agua y se lo dio. Él se sirvió una copa de Constantia de Sudáfrica. Bond conocía el vino dulce como la miel, una reciente versión recuperada de la bebida favorita de Napoleón. El depuesto emperador guardaba cientos de litros que le habían enviado en barco a Santa Elena, donde pasó exiliado sus últimos años. Lo había tomado en su lecho de muerte.
La tétrica habitación estaba llena de antigüedades. Mary Goodnight siempre le informaba entusiasmada de las gangas que encontraba en el mercado de Portobello Road, en Londres, pero ninguno de los objetos que albergaba el despacho de Hydt parecía muy valioso. Estaban rayados, abollados, torcidos. Fotografías, cuadros y bajorrelieves antiguos colgaban de las paredes. Losas descoloridas albergaban imágenes de dioses griegos y romanos, aunque Bond ignoraba cuáles eran.
Hydt se sentó y entrechocaron sus vasos. Hydt dirigió una mirada de afecto a las paredes.
—Casi todo procede de edificios que mis empresas han demolido. Para mí son como reliquias de santos. Que también me interesan, por cierto. Poseo varias, aunque es un hecho que ignoran los de Roma. —Acarició la copa de vino—. Todo lo que sea antiguo o desechado me complace. No sabría decirle por qué. Tampoco es que me interese saberlo. Yo creo, Theron, que casi todo el mundo desperdicia demasiado tiempo preguntándose por qué es como es. Hay que aceptar la propia naturaleza y satisfacerla. Me encantan la decadencia, el deterioro…, las cosas que los demás rechazan. —Hizo una pausa—. ¿Le gustaría saber cómo empecé en este negocio? Es una historia informativa.
—Sí, por favor.
—En mi juventud padecí ciertas dificultades. Y quién no, por supuesto. Pero me vi obligado a empezar a trabajar desde muy joven. Fue en una empresa de recogida de basuras. Yo fui basurero en Londres. Un día, mis compañeros y yo estábamos tomando té, a la hora del descanso, cuando el conductor señaló un piso que había en la misma calle. Dijo: «Ahí vive uno de los tipos de Clerkenwell».
Clerkenwell era tal vez el sindicato del crimen más grande y con más éxito de la historia de Inglaterra. Ya lo habían desmantelado, pero durante veinte años sus miembros habían impuesto su brutal ley en los alrededores de Islington. Eran los responsables oficiales de veinticinco asesinatos.
—Yo estaba intrigado —continuó Hydt con ojos centelleantes—. Después de la pausa, continuamos nuestras rondas, pero sin que los demás se enteraran escondí la basura de aquel piso cercano. Volví por la noche y recogí la bolsa, me la llevé a casa y la examiné. Repetí la maniobra durante semanas seguidas. Examinaba cada carta, cada lata, cada factura, y cada envoltorio de condones. Casi todo era inútil. Pero descubrí algo interesante. Una nota con una dirección de East London. «Aquí», era todo cuanto decía. Pero me hice una idea de su significado. En aquellos tiempos, me sacaba un sobresueldo como detector de metales. ¿Sabe lo que son? Esos tipos que pasean por las playas de Brighton o Eastbourne en busca de monedas y anillos caídos en la arena, después de que los turistas se hayan marchado. Yo tenía un buen detector de metales, de modo que el fin de semana siguiente fui a la propiedad mencionada en la nota. Tal como imaginaba, estaba desocupado. —Hydt estaba muy animado, se lo estaba pasando en grande—. Tardé diez minutos en encontrar la pistola. Compré un kit de huellas dactilares y, aunque no era un experto, me pareció que las huellas de la pistola y de la nota coincidían. No sabía muy bien para qué habían utilizado la pistola, pero…
—Pero ¿para qué enterrarla, si no la habían utilizado para asesinar a nadie?
—Exacto. Fui a ver al hombre de Clerkenwell. Le dije que mi abogado guardaba la pistola y la nota. No existía tal abogado, por supuesto, pero me eché un buen farol. Le dije que, si no llamaba antes de una hora, enviaría todo a Scotland Yard. ¿Me arriesgué? Por supuesto. Pero de una forma calculada. El hombre palideció y me preguntó de inmediato qué quería. Mencioné una cifra. Pagó en metálico. Me dispuse a fundar una pequeña empresa de recogida de basuras. A la larga, se convirtió en Green Way.
—Eso concede todo un nuevo significado a la palabra «reciclar», ¿verdad?
—En efecto. —El comentario pareció divertir a Hydt. Bebió el vino y miró los terrenos, las esferas de llamas que brillaban en la distancia—. ¿Sabe que hay tres fenómenos obra del hombre que pueden verse desde el espacio exterior? La Gran Muralla china, las Pirámides… y el antiguo vertedero de Fresh Kills, en Nueva Jersey.
Bond no lo sabía.
—Para mí, la eliminación de residuos es algo más que un negocio —dijo Hydt—. Es una ventana a nuestra sociedad… y a nuestras almas. —Se inclinó hacia delante—. En la vida, podemos adquirir algo sin querer, ya sea mediante un regalo, un descuido, una herencia, el destino, un error, la codicia, la pereza…, pero cuando desechamos algo, casi siempre es intencionado.
Tomó un pequeño sorbo de vino.
—Theron, ¿sabe qué es la entropía?
—No.
—La entropía es la verdad esencial de la naturaleza —explicó Hydt, mientras hacía entrechocar sus largas uñas amarillentas—. Es la tendencia hacia la descomposición y el desorden, en la física, en la sociedad, en el arte, en los seres vivos…, en todo. Es el camino a la anarquía. —Sonrió—. Eso suena pesimista, pero no lo es. Es lo más maravilloso del mundo. Nunca puede equivocarse si es fiel a la verdad. Y eso es verdad.
Sus ojos se posaron en un bajorrelieve.
—Me cambié el nombre, ¿lo sabía?
—No —dijo Bond, y pensó: «Maarten Holt».
—Me lo cambié porque mi apellido era el de mi padre, y fue él quien eligió mi nombre de pila. No deseaba tener la menor relación con esa persona. —Una sonrisa fría—. Elegí «Hydt» porque era un eco del lado oscuro del protagonista de El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, que había leído en el colegio y me había gustado mucho. Creo que todos tenemos un lado público y un lado oscuro. Ese libro me lo confirmó.
—¿Y «Severan»? Es poco común.
—No pensaría eso si hubiera vivido en Roma en los siglos II y III después de Cristo.
—¿No?
—Estudié historia y arqueología en la universidad. Si habla de la antigua Roma, Theron, ¿en qué piensa casi todo el mundo? En la dinastía Julio-Claudia de los emperadores. Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Piensan en eso, al menos, si han leído Yo, Claudio o han visto a Derek Jacobi en la brillante serie de la BBC. Pero la dinastía duró un tiempo breve, poco más de un siglo. Sí, sí, mare nostrum, la guardia pretoriana, películas protagonizadas por Russell Crowe… Todo muy decadente y dramático. «¡Dios mío, Calígula, con tu propia hermana!». Pero para mí, la verdad de Roma se reveló mucho después, en una dinastía familiar diferente, los emperadores severianos, una dinastía fundada por Septimio Severo muchos años después del suicidio de Nerón. Presidieron la decadencia del Imperio romano. Su reinado culminó en lo que los historiadores llamaron el período de la Anarquía.
—Entropía —dijo Bond.
—Exacto —sonrió Hydt—. He visto una estatua de Septimio Severo y me parezco un poco a él, de modo que adopté su apellido. —Miró a Bond—. ¿Está nervioso, Theron? No se preocupe. No ha firmado un contrato con Ahab. No estoy loco.
Bond rió.
—No he pensado que lo estuviera. La verdad, estaba pensando en el millón de dólares del que habló.
—Por supuesto. —Estudió a Bond con detenimiento—. Mañana cristalizará el primero de los proyectos en los que estoy comprometido. Mis principales socios estarán presentes. Usted también vendrá. Después comprenderá cuáles son nuestros planes.
—Por un millón, ¿qué quiere que haga? —Frunció el ceño—. ¿Matar a alguien con balas de verdad?
Hydt se mesó la barba de nuevo. Parecía un auténtico emperador romano.
—Mañana no tendrá que hacer nada. El proyecto está terminado. Sólo veremos los resultados. Y lo celebraremos, espero. Su millón será lo que cobra por firmar el contrato. Después estará muy ocupado.
Bond forzó una sonrisa.
—Es un placer que me haya incluido.
En aquel momento, sonó el móvil de Hydt. Miró la pantalla, se levantó y dio media vuelta. Bond supuso que habrían surgido algunas dificultades. Hydt no se enfadó, pero su tirantez indicaba que no estaba contento. Desconectó.
—Lo siento. Un problema en París. Inspectores. Sindicatos. Es un problema de Green Way. Nada que ver con el proyecto de mañana.
Bond no quería despertar las sospechas de aquel hombre, de modo que cambió de tema.
—De acuerdo. ¿A qué hora debo estar aquí?
—A las diez de la mañana.
Al recordar el mensaje interceptado que la GCHQ había descodificado, además de las pistas que había descubierto en March acerca de la fecha en que el ataque tendría lugar, Bond comprendió que le quedaban unas doce horas para descubrir qué era Gehenna y abortarlo.
Una figura apareció en el umbral. Era Jessica Barnes. Llevaba lo que parecía su indumentaria habitual: falda negra y recatada camisa blanca. A Bond nunca le habían gustado las mujeres que abusaban del maquillaje, pero se preguntó de nuevo por qué no se aplicaba un mínimo.
—Jessica, te presento a Gene Theron —dijo Hydt con aire ausente. Había olvidado que se habían conocido la noche anterior.
La mujer no se acordaba de él.
Bond le estrechó la mano. Ella lo saludó con un tímido y seco movimiento de cabeza.
—Las pruebas de los anuncios no han llegado —dijo a Hydt—. No estarán aquí hasta mañana.
—Las podrás revisar, ¿verdad?
—Sí, pero no tengo nada más que hacer. Estaba pensando en que me gustaría volver a Ciudad del Cabo.
—Ha surgido algo. Me quedaré unas horas. Si puedes esperar…
Sus ojos se desviaron hacia la habitación tras la cual Bond había visto la cama.
Ella vaciló.
—De acuerdo —dijo.
Un suspiro.
—Yo vuelvo a la ciudad —dijo Bond—. Puedo acompañarla en el coche, si quiere.
—¿De veras? ¿No es demasiada molestia?
Su pregunta, sin embargo, no iba dirigida a Bond, sino a Hydt. El hombre estaba examinando su móvil. Alzó la vista.
—Muy amable por su parte, Theron. Hasta mañana. Se estrecharon la mano.
—Totsiens.
Bond se despidió en afrikáner, cortesía de la Escuela de Idiomas Bheka Jordaan.
—¿A qué hora llegarás a casa, Severan? —preguntó Jessica a Hydt.
—Cuando llegue —replicó el hombre distraído, al tiempo que tecleaba un número en el teléfono.
Cinco minutos después, Jessica y Bond se encontraban ante el puesto de seguridad principal, donde tuvo que pasar de nuevo por el detector de metales. Pero antes de que pudiera recuperar la pistola y el móvil, un guardia se le acercó.
—¿Qué es eso, señor? —preguntó—. Veo algo en su bolsillo. El inhalador. ¿Cómo demonios había detectado el pequeño bulto en la cazadora?
—No es nada.
—Quiero verlo, por favor.
—No he robado nada de ningún depósito de chatarra, si está pensando en eso.
—Nuestras normas son muy claras, señor —dijo el hombre con paciencia—. Si no lo veo, tendré que llamar al señor Dunne o al señor Hydt.
Sigue tu tapadera hasta la tumba…
Con mano firme, Bond sacó el tubo de plástico negro y se lo enseñó.
—Es un medicamento.
—¿De veras?
El hombre cogió el adminículo y lo examinó con detenimiento. La lente de la cámara estaba escondida, pero Bond pensó que cualquiera podría verla. El guardia estaba a punto de devolvérselo, pero cambió de opinión. Levantó el tapón articulado, dejó al descubierto el émbolo y apoyó el pulgar encima.
Bond echó un vistazo a su Walther, que descansaba en una de las casillas. Se encontraba a tres metros de distancia, y dos guardias armados se interponían.
El guardia oprimió el émbolo… y liberó una fina neblina de alcohol desnaturalizado en el aire, cerca de su cara.
Sanu Hirani, por supuesto, había inventado el juguete con premeditación. El mecanismo del atomizador era real, aunque el producto químico que contenía no lo fuera. La cámara estaba ubicada en la parte inferior de la base. El olor a alcohol era intenso. El guardia arrugó la nariz y sus ojos estaban anegados en lágrimas cuando devolvió el artilugio.
—Gracias, señor. Espero que no necesite tomar con frecuencia este medicamento. Parece muy desagradable.
Bond guardó en el bolsillo el inhalador sin contestar, y recogió su arma y el teléfono.
Se encaminó hacia la puerta principal, que se abrió a la tierra de nadie que separaba las dos vallas. Casi había llegado, cuando un claxon de alarma resonó y las luces empezaron a destellar.