A James Bond le hizo gracia la pequeña broma de Kwalene Nkosi.
Sí, el coche que había conseguido para que el agente lo utilizara era un pequeño vehículo japonés. Sin embargo, no se trataba de un aburrido monovolumen, sino de un Subaru Impreza WRX azul metálico, el modelo STI, con un motor turbo de 305 caballos, seis marchas y un alerón alto. El garboso cochecito estaría mucho más en su ambiente en circuitos de carreras que en un aparcamiento de supermercado, y, cuando se acomodó en el asiento del conductor, Bond no pudo refrenarse. Dejó dos marcas de goma cuando subió a toda velocidad por Buitenkant Street, en dirección a la autovía.
Durante la siguiente media hora se dirigió hacia el norte de Ciudad del Cabo, guiado por el GPS, y por fin salió de la N7 y siguió hacia el este por una carretera cada vez más desierta, dejó atrás una cantera insondable y se internó en un sucio paisaje de colinas bajas, verdes algunas, otras marrón, teñidas de otoño. Esporádicos bosquecillos rompían la monotonía del paisaje.
El cielo de mayo estaba encapotado y el aire era húmedo, pero se levantaba polvo de la carretera, agitado por los camiones de Green Way que transportaban desperdicios en la dirección que seguía Bond. Además de los típicos camiones, había otros mucho más grandes, pintados con el nombre de Green Way y el inconfundible logo de la hoja (o daga) verde. En ambos costados, unos letreros indicaban que procedían de delegaciones de la empresa repartidas por toda Sudáfrica. A Bond le sorprendió ver un camión de la delegación de Pretoria, la capital administrativa del país, situada a muchos kilómetros de distancia. ¿Por qué gastaría Hydt dinero para llevar basura a Ciudad del Cabo, cuando podía abrir un depósito de reciclaje dondequiera que lo necesitara?
Bond cambió de marcha y adelantó a una hilera de camiones a toda velocidad. Estaba disfrutando muchísimo con aquel brioso vehículo. Tendría que contárselo a Philly Maidenstone.
Una enorme señal de carretera, en blanco y negro muy contrastados, desfiló en dirección contraria.
Gevaar! ¡PELIGRO!
Privaat Eíendom
PROPIEDAD PRIVADA
Después de salir de la N7, llevaba recorridos varios kilómetros cuando la carretera se dividió, y los camiones se desviaron a la derecha. Bond tomó el ramal izquierdo, donde había un letrero con una flecha:
Hoofkantoor
OFICINA PRINCIPAL
Atravesó un espeso bosque (los árboles eran altos, pero los habían plantado hacía poco), llegó a una elevación y pasó como una exhalación, sin hacer caso del límite de cuarenta kilómetros por hora, y pisó los frenos cuando vio a lo lejos Green Way International. La repentina parada no fue debida a un obstáculo o a una curva cerrada, sino a la visión desconcertante que recibió.
La inmensa extensión de las instalaciones abarcaba todo el horizonte y desaparecía entre una niebla humeante y polvorienta a lo lejos. Los fuegos anaranjados de algún sistema de cremación se veían a unos dos kilómetros de distancia.
El infierno, en efecto.
Delante de él, al otro lado de un aparcamiento abarrotado, estaba el edificio principal. También era siniestro, a su manera. Aunque no muy grande, el edificio era austero e imponente. El búnker de hormigón sin pintar, de un piso de alto, contaba con muy pocas ventanas, pequeñas y cerradas, al parecer. Todo el recinto estaba rodeado por dos vallas metálicas de tres metros de altura, ambas coronadas por alambre de espino que centelleaba a la tenue luz. Las barreras estaban separadas por una distancia de nueve metros, lo cual recordó a Bond un perímetro similar: la zona que rodeaba la prisión norcoreana de la que había rescatado a un agente del MI6 el año anterior.
Bond frunció el ceño al ver las vallas. Uno de sus planes se había ido al traste. Gracias a Felicity sabía que había detectores de metales y escáneres, y muy probablemente una imponente valla de seguridad. Pero había pensado en una sola barrera. Había pensado en entrar de macuto parte del equipo que le había proporcionado Hirani (un aparato de comunicaciones un arma, en miniatura e impermeables) a través de la valla y ocultarlo entre los arbustos del otro lado para recuperarlo una vez hubiera entrado. Pero no podría hacerlo con dos vallas y una gran distancia entre ambas.
Cuando avanzó de nuevo, vio que la entrada estaba protegida por un grueso portón de acero, sobre el cual había un letrero:
REDUCE, REUTILIZA, RECICLA
El lema de Green Way estremeció a Bond. No las palabras, sino la configuración: una media luna de letras metálicas negras. Le recordó el letrero colocado sobre la entrada del campo de concentración nazi de Auschwitz, la garantía espantosamente irónica de que el trabajo liberaría a los prisioneros:
«ABEJT MACHT FLE».
Bond aparcó. Bajó, sin desprenderse de la Walther ni del móvil, con el fin de comprobar hasta qué punto era eficaz la seguridad. También llevaba en el bolsillo el inhalador contra el asma que le había facilitado Hirani. Había escondido debajo del asiento delantero los demás artilugios que Lamb le había dado un rato antes: el arma y el aparato de comunicaciones.
Se acercó a la primera caseta de la valla exterior. Un hombretón uniformado le saludó con un cabeceo breve. Bond dijo su nombre. El hombre hizo una llamada, y un momento después otro individuo, también corpulento y serio, vestido con un traje oscuro se acercó.
—Señor Theron, acompáñeme, por favor —dijo.
Bond le siguió a través de la tierra de nadie que separaba ambas vallas. Entraron en un cuarto donde estaban sentados tres guardias, mirando un partido de fútbol. Se levantaron de inmediato.
El guarda de seguridad se volvió hacia Bond.
—Bien, señor Theron, aquí tenemos normas muy estrictas. El señor Hydt y sus socios llevan a cabo casi todo el trabajo de investigación y desarrollo para sus empresas en estas instalaciones. Debemos proteger nuestros secretos a toda costa. No permitimos la entrada de móviles ni de radios. Cámaras y buscas, tampoco. Tendrá que entregarlos.
Bond estaba mirando un tablero grande, con compartimientos para guardar las llaves, como los que hay en la recepción de los hoteles desfasados. Había cientos, y casi todos ellos contenían teléfonos. El guardia se dio cuenta.
—La normativa se aplica también a nuestros empleados.
Bond recordó que René Mathis le había contado lo mismo sobre las instalaciones de Hydt en Londres, que ningún SIGINT entraba o salía de la empresa.
—Bien, supongo que cuentan con líneas terrestres. Tendré que mirar mis mensajes.
—Hay algunas, pero todas van a parar a la centralita del departamento de seguridad. Un guardia podría hacer la llamada por usted, pero carecería de privacidad. Casi todos los visitantes esperan hasta que salen. Lo mismo se aplica a correos electrónicos y el acceso a Internet. Si desea llevar encima algo metálico, tendrá que pasar por los rayos X.
—Debería decirle que voy armado.
—Sí. —Como mucha gente que visitaba Green Way—. Por supuesto…
—¿También tendré que entregar mi arma?
—Exacto.
Bond dio gracias en silencio a Felicity Wilhing por informarle sobre la seguridad de Hydt. De lo contrario, le habrían pillado con alguna de las habituales cámaras de video o vigilancia de Rama Q ocultas en un bolígrafo o un bolsillo de la chaqueta, lo cual habría hecho saltar por los aires su credibilidad…, y tal vez desencadenado una pelea a puñetazo limpio.
En su papel de rudo mercenario, frunció el ceño ante aquella molestia, pero entregó la pistola y el teléfono, programado para revelar tan sólo información sobre su identidad ficticia de Gene Theron, si alguien lo descodificaba. Después, se desprendió del cinturón y el reloj, y los dejó con sus llaves en una bandeja que sería sometida a rayos X.
Pasó el detector a toda prisa y se reunió con sus posesiones…, después de que el guardia comprobara que el reloj, las llaves y el cinturón no albergaban cámaras, armas ni aparatos de grabación.
—Bien, señor por aquí —dijo el hombre de seguridad. Bond se sentó donde le indicaron.
El inhalador estaba en su bolsillo. Si le hubieran cacheado, incautado y desmontado el aparato, habrían descubierto que se trataba de una cámara sensible sin ninguna pieza metálica. Uno de los contactos de Hirani en Ciudad del Cabo había logrado localizar o montar el artilugio aquella mañana. El obturador era de fibra de carbono, al igual que los resortes que lo ponían en funcionamiento.
El medio que almacenaba imágenes era muy interesante, insólito en la actualidad: microfilm anticuado, como el que utilizaban los espías durante la guerra fría. La cámara tenía una lente de foco fijo, y Bond podía hacer una foto apretando la base, para luego girarla con el fin de avanzar la película. Podía tomar treinta fotos. En la era digital, el pasado sembrado de telarañas también tenía sus ventajas.
Buscó el letrero de Investigación y Desarrollo, que contenía cierta información sobre Gehenna, según lo que había dicho Stephan Diamini, pero no lo vio.
Bond estuvo sentado cinco minutos, hasta que Severan Hydt apareció, silueteado pero inconfundible: la elevada estatura, la gigantesca cabeza enmarcada por el pelo rizado y la barba, el traje a medida. Se detuvo en el umbral.
—Theron.
Sus ojos negros se clavaron en los de Bond.
Se estrecharon la mano, y Bond procuró hacer caso omiso de la grotesca sensación experimentada cuando las largas uñas de Hydt se deslizaron sobre la palma y la muñeca de su mano.
—Acompáñeme —dijo Hydt, y lo condujo al interior del edificio principal, mucho menos austero de lo que la fachada insinuaba. El lugar estaba bastante bien terminado, con buenos muebles, obras de arte y antigüedades caras, así como espacios de trabajo cómodos para el personal. Parecía la típica empresa de tamaño mediano. El vestíbulo delantero estaba amueblado con las butacas y el sofá preceptivos, una mesa con revistas profesionales y un periódico de Ciudad del Cabo. En las paredes colgaban fotos de bosques, campos de cereales ondulados, ríos y mares.
Y por todas partes, el espeluznante logo: la hoja que parecía un cuchillo.
Mientras recorrían los pasillos, Bond seguía buscando con la mirada el departamento de Investigación y Desarrollo. Por fin, hacia la parte posterior del edificio, vio un letrero que lo señalaba y memorizó el emplazamiento.
Pero Hydt fue en dirección contraria.
—Venga. Vamos a hacer la gira de los cincuenta rands.
En la parte posterior del edificio, entregaron a Bond un casco verde oscuro. Hydt también se encasquetó uno. Se encaminaron hacia una puerta, donde a Bond le sorprendió ver un segundo puesto de seguridad. Allí se examinaba a los trabajadores que entraban en el edificio, procedentes del vertedero. Hydt y él salieron a un patio que dominaba hileras de edificios bajos. Los camiones y las carretillas elevadoras entraban y salían de ellos, como abejas de una colmena. Se veían por todas partes trabajadores con cascos y uniformes.
Los cobertizos, erigidos en pulcras filas como barracones, recordaron a Bond de nuevo una prisión o un campo de exterminio.
«ARBEIT MACHT FREI…».
—Por aquí —dijo Hydt en voz muy alta.
Atravesó a grandes zancadas un paisaje abarrotado de maquinaria de construcción, contenedores, bidones de aceite, palés que contenían balas de papel y cartón. Un ruido sordo vibraba en el aire, y daba la impresión de que la tierra temblaba, como si enormes hornos o máquinas subterráneas estuvieran en funcionamiento, contrapunto a los chillidos agudos de las gaviotas que se lanzaban en picado para recoger restos, siguiendo a los camiones que entraban por una puerta situada a medio kilómetro hacia el este.
—Le impartiré una breve lección sobre el negocio —dijo Hydt.
Bond asintió.
—Se lo ruego.
—Hay cuatro maneras de deshacerse de los desperdicios. Tirarlos en algún lugar alejado, ahora en vertederos o basureros sobre todo, pero los mares todavía gozan de popularidad. ¿Sabía que el Pacífico contiene cuatro veces más plástico que zooplancton? El mayor vertedero del mundo es la llamada Sopa de Plástico del Pacífico, que circula entre Japón y Norteamérica. Mide el doble del tamaño de Texas, como mínimo, y podría ser tan grande como todos los Estados Unidos. Nadie lo sabe con certeza. Pero una cosa es segura: está aumentando de tamaño.
»La segunda manera es quemar los desechos, lo cual es muy caro y puede producir cenizas peligrosas. La tercera es reciclar, la especialidad de Green Way. Por fin, tenemos la minimización, lo cual significa procurar que se creen y vendan los menos materiales desechables posibles. ¿Conoce las botellas de agua de plástico?
—Por supuesto.
—Ahora son mucho más delgadas que antes.
Bond aceptó su palabra.
—Se llama «aligeramiento». Mucho más fácil de compactar. Por lo general, los productos no plantean ningún problema a la hora de eliminarlos. Es el embalaje el responsable de casi todo el volumen. La eliminación se llevaba a cabo sin problemas hasta que pasamos a ser una sociedad consumidora de bienes y empezamos a producir en masa mercancías. ¿Cómo llevar los productos a las manos de la gente? Embalándolos en porespán, metiéndolos en una caja de cartón, y después, por el amor de Dios, introduciéndolos en una bolsa de plástico para llevártelos a casa. Ah, y si es un regalo, hay que envolverlo con papel de colores y una cinta. Navidad es un huracán absoluto de desperdicios.
Hydt continuó, mientras contemplaba su imperio.
—Casi todas las plantas de eliminación de basuras abarcan entre veinte y treinta hectáreas. La nuestra es de cuarenta. Tengo otras tres en Sudáfrica y docenas de estaciones de transferencia, donde los camiones que ve en las calles llevan todos los desechos a ser compactados y enviados a centros de tratamiento. Yo fui el primero en instalar estaciones de transferencia en municipios de chabolas sudafricanos. Al cabo de seis meses, la campiña estaba entre un sesenta y un setenta por ciento más limpia. Ames llamaban a las bolsas de plástico la «flor nacional de Sudáfrica». Ya no. Yo me he encargado de eso.
—Vi camiones que transportaban basura desde Pretoria y Port Elizabeth hasta aquí. ¿Por qué desde tan lejos?
—Material especializado —replicó Hydt en tono despectivo.
¿Serían sustancias altamente peligrosas?, se preguntó Bond.
—Hay que emplear el vocabulario correcto, Theron —continuó su anfitrión—. Nosotros llamamos a los desechos húmedos «desperdicios», sobras de comida, por ejemplo. «Basura» significa materiales secos, como cartón, polvo y latas. Aquello que los camiones de basura recogen delante de casas y oficinas se denomina «residuos sólidos municipales». También reciben el nombre de «desechos» o «residuos». «C» y «D» son escombros de construcción y demolición. Los residuos institucionales, comerciales e industriales son «ICI». El término más global es «basura», pero yo prefiero «desechos».
Señaló hacia el este.
—Todo lo que no es reciclable va a parar allí, a la parte que funciona del basurero, donde se entierra en capas de forro de plástico para impedir que bacterias y contaminación se filtren en el suelo. Es fácil saber dónde está con sólo mirar las aves.
Bond siguió su mirada hacía las gaviotas.
—Al basurero lo llamamos «la calle de la Desaparición».
Hydt guío a Bond hasta la puerta de un largo edificio. Al contrario que los otros cobertizos de trabajo, aquél tenía unas puertas impresionantes, que estaban cerradas a cal y canto. Bond miró a través de las ventanas. Los trabajadores estaban desmontando ordenadores, discos duros, televisores, radios, buscas, teléfonos móviles e impresoras. Había contenedores rebosantes de baterías, bombillas, discos duros, circuitos impresos, cables y chips. El personal llevaba más ropa protectora que los demás empleados: mascarillas de protección, pesados guantes y gafas o máscaras que tapaban toda la cara.
—Nuestro departamento de chatarra electrónica. A esta zona la llamamos «la calle del Silicio». La chatarra electrónica representa más del diez por ciento de las sustancias mortíferas de la tierra. Metales pesados, litio de las baterías… Piense en los ordenadores y los móviles. Tienen una esperanza de vida de dos o tres años, como máximo, de modo que la gente se limita a tirarlos. ¿Ha leído alguna vez el cuadernillo de advertencia que suele acompañar a los ordenadores portátiles o los móviles, «Deshágase de él como es debido»?
—Pues no.
—Claro que no. Nadie lo hace. Pero, en comparación, los ordenadores y los teléfonos constituyen los residuos más mortíferos de la tierra. En China se limitan a quemarlos o enterrarlos. Están matando a su población al hacer eso. Voy a inaugurar unas nuevas instalaciones para solucionar ese problema: separar los componentes de los ordenadores procedentes de las empresas de mis clientes, para luego deshacerme de ellos como es debido. —Sonrió—. Dentro de unos años, serán las instalaciones más lucrativas.
Bond recordó el artilugio cuyo funcionamiento había demostrado Al Fulan en sus instalaciones, cerca del compactador que había acabado con la vida de Yusuf Nasad.
Hydt señaló con una larga uña amarillenta.
—Y en la parte posterior de este edificio se encuentra el departamento de Recuperación de Materiales Peligrosos. Uno de los servicios que nos reporta más beneficios. Nos ocupamos de todo, desde pintura a aceite de motor, pasando por arsénico y polonio.
—¿Polonio? —Bond emitió una fría carcajada. Era el material radiactivo utilizado para asesinar al espía ruso Alexander Lítvinenko, expatriado en Londres, hacía unos años. Una de las sustancias más tóxicas de la tierra—. ¿Lo tiran sin más? Eso debe de ser ilegal.
—Ah, pero la eliminación de residuos gira en torno a eso, Theron. La gente tira una máquina antiestática de aspecto inocente que contiene polonio. Pero nadie lo sabe.
Guió a Bond hasta un aparcamiento donde esperaban varios camiones, de unos seis metros de largo. Llevaban en el costado el nombre y el logo de la empresa, junto con las palabras Servicios de Destrucción de Documentos con Seguridad.
Hydt siguió la mirada de Bond.
—Otra de nuestras especialidades: alquilamos trituradoras a empresas y oficinas gubernamentales, pero las organizaciones más pequeñas prefieren también contratarnos a nosotros para ello.
»¿Sabe que cuando los estudiantes iraníes ocuparon la embajada estadounidense en los años setenta fueron capaces de recomponer documentos secretos de la CIA que habían sido cortados en trocitos? Descubrieron las identidades de casi todos los agentes secretos destacados en el país. Unas tejedoras nativas se encargaron del trabajo.
Todos los miembros de la comunidad del espionaje conocían aquel hecho, pero Bond fingió sorpresa.
—En Green Way procedemos a destruir documentos tipo industrial de nivel seis. Básicamente, nuestras máquinas convierten el papel en polvo. Hasta las instalaciones gubernamentales más secretas nos contratan.
A continuación, guió a Bond hasta el edificio más grande de la planta. Era un edificio de tres pisos de altura y doscientos metros de largo. Una ristra continua de camiones entraba por una puerta y salía por otra.
—La instalación de reciclaje principal. A esta zona la llamamos «la calle de la Resurrección».
Entraron. Un interminable chorro de papel, cartón, botellas de plástico, porespán, chatarra, madera y muchos más artículos alimentaba tres enormes aparatos.
—Los clasificadores —gritó Hydt. El ruido era ensordecedor. Al otro extremo, los materiales separados eran cargados en camiones para ser enviados a otros lugares: latas, cristal, plástico, papel y otros materiales.
—El del reciclaje es un negocio curioso —chilló Hydt—. Tan sólo unos pocos productos, metales y cristal sobre todo, pueden reciclarse de manera indefinida. Todo lo demás se descompone al cabo de un tiempo, y hay que enterrarlo o trasladarlo a un vertedero. El aluminio es el único reciclable aprovechable. La mayoría de productos son mucho más baratos, limpios y fáciles de fabricar a partir de materias primas que de recicladas. Los camiones son necesarios para transportar materiales de reciclaje, y el proceso de reciclaje en sí, aumentan la contaminación de combustible fósil. Y la remanufacturación a partir de material reciclado utiliza más energía que la producción inicial, y todo eso agota los recursos. Rió y concluyó su explicación:
—Pero reciclar es políticamente correcto…, de modo que la gente acude a mí.
Bond siguió a su guía al exterior y vio que Niall Dunne se acercaba sobre sus largas piernas, con andares desgarbados y patizambo. El flequillo de pelo rubio colgaba sobre sus ojos azules, tan inmóviles como guijarros. Bond aparcó el recuerdo del cruel trato infligido por Dunne a los hombres de Serbia y el asesinato del ayudante de Al Fulan en Dubái, sonrió con cordialidad y le estrechó la mano.
—Theron. —Dunne cabeceó, con expresión muy poco amistosa. Miró a Hydt—. Deberíamos irnos.
Parecía impaciente.
Hydt indicó a Bond que entrara en un Range Rover cercano y lo invitó a sentarse en el asiento del copiloto. Bond se percató de la impaciencia de ambos hombres, como si hubieran trazado algún plan que estuviera a punto de llevarse a la práctica. Su sexto sentido le dijo que tal vez algo había salido mal. ¿Habrían descubierto su identidad? ¿Se había delatado?
Cuando los otros dos hombres subieron, el serio Dunne se puso al volante. Bond reflexionó que no había mejor lugar para deshacerse clandestinamente de un cadáver.
Calle de la Desaparición…