Despertó sobresaltado de una pesadilla que no pudo recordar. Curiosamente, lo primero en lo que pensó Bond fue en Philly Maidenstone. Experimentaba la absurda sensación de haberle sido infiel, aunque su contacto más íntimo había consistido en rozarse la mejilla, apenas medio segundo.
Dio la vuelta. El otro lado de la cama estaba vacío. Miró el reloj de su teléfono móvil. Eran las siete y media. Percibió el perfume de Felicity en las sábanas y las almohadas.
La noche anterior había empezado como un ejercicio de averiguar algo sobre su enemigo y el propósito de éste, pero se había convertido en algo más. Había sentido una fuerte empatía con Felicity Wilhing, una mujer dura que había conquistado la City, y estaba ahora dedicando sus recursos a una batalla más noble. Llegó a la conclusión de que, a su manera, ambos eran caballeros andantes.
Y deseaba verla de nuevo.
Pero lo primero era lo primero. Saltó de la cama y se puso un albornoz. Vaciló un momento, y luego se dijo que había que hacerlo.
Se acercó a su ordenador portátil, que estaba en la sala de estar de la suite. Rama Q había modificado el aparato para incorporar una cámara que se activaba con el movimiento y funcionaba con poca luz. Bond conectó la máquina y miró la grabación. La cámara apuntaba a la puerta principal y la silla, donde Bond había tirado su chaqueta y los pantalones, que contenían el billetero, el pasaporte y los móviles. Alrededor de las cinco y media de la mañana, según el registro, Felícity, vestida, había pasado junto a su ropa, sin demostrar el menor interés por el teléfono, sus bolsillos o el ordenador portátil. Hizo una pausa y miró hacia la cama. ¿Sonriente? Creyó que sí, pero no estaba seguro. Dejó algo sobre la mesa contigua a la puerta y se fue.
Bond se levantó y caminó hacia la mesa. La tarjeta de la mujer descansaba junto a la lámpara. Había escrito un número de móvil debajo del de la organización. Guardó la tarjeta en el billetero.
Se cepilló los dientes, se duchó y afeitó, y después se puso unos pantalones vaqueros y una camisa Lacoste negra holgada, elegida para ocultar la Walther. Rió para sí, se puso la pulsera y el reloj horteras y deslizó en su dedo el anillo con el grabado EJT.
Echó un vistazo a sus mensajes de texto y correos electrónicos, y descubrió uno de Percy Osborne-Smith. El hombre continuaba fiel a sus costumbres reformadas, y le proporcionaba un sucinto resumen de cómo iba la investigación en Inglaterra, aunque pocos progresos se habían efectuado. Concluía:
Nuestros amigos de Whitehall están obsesionados con Afganistán. Ya te digo, tanto mejor para nosotros, James. Ardo en deseos de compartir una George Cross contigo, cuando veamos a Hydt esposado.
Mientras desayunaba en la habitación, Bond reflexionó sobre su inminente desplazamiento a la planta de Green Way, pensó en todo lo que había visto y oído anoche, sobre todo lo tocante a la férrea seguridad. Cuando terminó, llamó a Rama Q y pidió que le pusieran con Sanu Hirani. Oyó voces infantiles a lo lejos, y supuso que habían pasado la llamada al móvil del director de la rama y se encontraba en casa. Hirani tenía seis hijos. Todos jugaban al cricket, y su hija mayor era una bateadora excepcional.
Bond le habló de lo que necesitaba en materia de armas y comunicaciones. Hirani tenía algunas ideas, pero no estaba seguro de encontrar una solución con rapidez.
—¿Para cuándo lo necesitas, James?
—De aquí a dos horas.
Oyó que el hombre exhalaba el aire, pensativo, a diez mil quinientos kilómetros de distancia.
—Necesitaré un enlace en Ciudad del Cabo. Alguien que conozca la zona y tenga acceso a información privilegiada. ¿Sabes de alguien que reúna los requisitos?
—Sí, creo que sí.
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A las diez y media, Bond, con cazadora gris, se encaminó hacia la dirección general de policía, donde le acompañaron hasta la oficina de la División de Represión e Investigación del Crimen.
—Buenos días, comandante —dijo sonriente Kwalene Nkosi.
—Suboficial.
Bond saludó con un cabeceo. Sus ojos se encontraron con una mirada de complicidad.
—¿Ha visto las noticias de la mañana? —preguntó Nkosi, al tiempo que daba unos golpecitos sobre el Cape Times—. Una trágica historia. Anoche mataron a una familia con una bomba incendiaria en el asentamiento urbano de Primrose Gardens.
Frunció el ceño de manera exagerada.
—Eso es terrible —dijo Bond, y reflexionó que, pese a sus ambiciones de acabar en el West End, Nkosi no era un buen actor.
—Sin duda.
Echó un vistazo al despacho de Bheka Jordaan, y ella le indicó por señas que entrara.
—Buenos días —dijo Bond, y reparó en unas zapatillas de deporte gastadas que había un rincón de la oficina. Ayer no se había fijado en ellas—. ¿Suele ir a correr?
—A veces. En mi trabajo, es importante estar en forma.
Cuando estaba en Londres, Bond dedicaba al menos una hora cada día a hacer ejercicio y correr, utilizando el gimnasio del ODG y corriendo por los senderos de Regent’s Park.
—A mí también me gusta. Tal vez si el tiempo lo permite podría enseñarme algunos senderos para correr. Seguro que hay algunos encantadores en la ciudad.
—Estoy segura de que el hotel le proporcionará un plano —replicó ella en tono desdeñoso—. Su reunión en el Lodge Club ¿se saldó con éxito?
Bond le resumió lo sucedido en la fiesta.
—¿Y después? —Preguntó Jordaan—. ¿La señorita Wifling le resultó… útil?
Bond arqueó una ceja.
—Pensaba que no creía en la vigilancia ilegal.
—Procurar que la gente goce de seguridad en las vías públicas y en las calles no es ilegal. El suboficial Nkosi le habló de las cámaras de seguridad instaladas en el centro de la ciudad.
—Bien, en respuesta a su pregunta, sí, me fue de ayuda. Me facilitó cierta información sobre la seguridad exagerada de Green Way. Menos mal que lo hizo —dijo, tenso—. Por lo visto, nadie lo sabía. En caso contrario, mi desplazamiento de hoy habría podido terminar en un desastre.
—Qué suerte, en efecto —dijo Jordaan.
Bond le dio los nombres de los tres donantes que Felicity había mencionado, los hombres a los que Hydt la había presentado.
Jordaan sabía que dos de ellos eran hombres de negocios legales. Nkosi investigó al tercero y descubrió que carecía de antecedentes policiales. En cualquier caso, los tres vivían fuera de la ciudad. Bond supuso que ninguno de ellos le sería útil.
Bond miró a la policía.
—¿No le cae bien Felicity Wilhing?
—¿Cree que estoy celosa?
Su rostro proclamaba: justo lo que creería un hombre.
Nkosi dio media vuelta. Bond miró en su dirección, pero no prestó ayuda a Inglaterra en aquella disputa internacional.
—Nada más lejos de mi mente. Pero sus ojos me dicen que no le cae bien. ¿Por qué?
—No la conozco en persona. Lo más probable es que sea una mujer encantadora. Simplemente no me gusta lo que representa.
—¿Y qué representa?
—Una extranjera que viene aquí para darnos palmaditas en la cabeza y repartir limosnas. El imperialismo del siglo XXI. La gente explotaba África para conseguir esclavos y diamantes. Ahora la explotan por su capacidad de purgar la culpabilidad de los occidentales ricos.
—A mí me parece que no se puede progresar cuando reina el hambre —replicó Bond—. Da igual de dónde proceda la comida, ¿verdad?
—La caridad hace mella. Hay que luchar para salir de la opresión y la privación con tus propios medíos. Podemos hacerlo solos. Tal vez más despacio, pero lo conseguiremos.
—No les causa ningún problema que Inglaterra o los Estados Unidos impongan embargos de armas a los señores de la guerra. El hambre es tan peligrosa como lanzacohetes o minas terrestres. ¿Por qué no podemos ayudar a terminar también con eso?
—Es diferente. Eso es obvio.
—Yo no lo veo así —repuso Bond con frialdad—. Además, Felicity podría respaldarla más de lo que usted sospecha. Se ha granjeado enemigos entre las grandes multinacionales de Europa, los Estados Unidos y Asia. Cree que se están entrometiendo en los asuntos de África y que deberían dejar en paz a la gente de aquí. —Recordó su nerviosismo durante el breve paseo hasta el restaurante de anoche—. Creo que, al decir eso, se ha puesto en peligro. Por si le interesa saberlo.
Pero estaba claro que a Jordaan no le interesaba. Era una mujer de lo más irritante.
Bond contempló su enorme reloj Breitling.
—Debería irme a Green Way cuanto antes. Necesito un coche. ¿Alguien puede alquilar uno a nombre de Theron?
Nkosi asintió con entusiasmo.
—Sin duda. ¿Le gusta conducir, comandante?
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Ayer, camino del aeropuerto, miró con cierto interés un Maserati, una moto Guzzi y un Mustang estadounidense con el volante a la izquierda.
—Muy observador, suboficial.
—Lo intento. Aquel Ford era estupendo. Algún día tendré un Jaguar. Es mi objetivo.
Una voz potente saludó desde el pasillo.
—¡Hola, hola!
A Bond no le sorprendió que perteneciera a Gregory Lamb. El agente del MI6 irrumpió en el despacho y saludó con la mano a todo el mundo. Era evidente que Bheka Jordaan pasaba de él, tal como Lamb había admitido ayer, aunque daba la impresión de que Nkosi y él se llevaban bien. Conversaron un momento sobre un partido de fútbol reciente.
El hombretón rubicundo lanzó una mirada cautelosa a Jordaan y se volvió hacia Bond,
—He venido a por usted, amigo mío. Recibí un mensaje de Vauxhail Cross para echarle una mano.
Lamb era el enlace del que Bond había hablado de mala gana a Hírani un rato antes. No se le había ocurrido ninguna otra persona con tan poca antelación, y al menos el hombre había sido sometido a investigación.
—Me puse en acción, y hasta me he saltado el desayuno, amigo mío, debo decírselo. Hablé con un tipo de Rama Q de su oficina. ¿Siempre está tan contento a esas horas de la mañana?
—Pues sí —reconoció Bond.
—Estuve hablando un rato con él y le he comentado que tengo algunos problemas de navegación con mis fletamentos. Los piratas interfieren los mensajes. ¿Qué fue de los parches en el ojo y las patas de palo? Bien, este tal Hirani dice que existen aparatos capaces de interferir a los que interfieren. Sin embargo, no me ha enviado ninguno. ¿Puedo tener alguna esperanza de que pueda interceder por mí?
—Usted ya sabe que nuestra organización no existe oficialmente, Lamb.
—Todos jugamos en el mismo equipo —rezongó Lamb—. Voy a recibir un enorme cargamento dentro de uno o dos días. Gigantesco.
Contribuir a la lucrativa carrera que constituía la tapadera de Lamb era lo último que Bond deseaba en aquel momento.
—¿Y su misión de hoy? —preguntó en tono severo.
—Ah, sí. —Lamb tendió a Bond una cartera negra que cargaba como si contuviera las joyas de la corona—. Debo decir con toda modestia que la mañana ha sido un éxito rotundo. Absolutamente brillante. He corrido como un loco de aquí para allá. He tenido que repartir propinas a diestro y siniestro. Me reembolsará los gastos, ¿verdad?
—Estoy seguro de que podremos solucionarlo. —Bond abrió la cartera y contempló el contenido. Examinó un objeto con detenimiento. Era un pequeño tubo de plástico con la etiqueta: «Alivio. Para problemas de congestión causados por el asma».
Hirani era un genio.
—Un inhalador. ¿Tiene problemas pulmonares? —preguntó Nkosi—. Mi hermano también. Trabaja en una mina de oro.
—La verdad es que no.
Bond lo guardó en el bolsillo, junto con los demás objetos que Lamb le había entregado.
Nkosi descolgó un teléfono que sonaba.
—Tengo un bonito coche para usted, comandante —dijo cuando colgó—. Un Subaru. Tracción en las cuatro ruedas.
Un Subaru, pensó Bond, escéptico. Un monovolumen de zona residencial.
—Gracias, suboficial —respondió no obstante, debido a la sonrisa radiante de Nkosi—. Ardo en deseos de conducirlo.
—Consume poca gasolina —dijo entusiasmado Nkosi.
—Estoy seguro de eso.
Bond se encaminó hacia la puerta.
Gregory Lamb le detuvo.
—Bond —dijo en voz baja—, a veces no estoy seguro de que los poderes fácticos de Londres me tomen en serio. Ayer exageré un poco, acerca del Cabo, me refiero. La verdad es que lo peor que sucede por aquí es que un señor de la guerra venga del Congo a tomar las aguas. O que un tipo de Hamas haga escala en el aeropuerto. Sólo quiero darle las gracias por incluirme, amigo mío. Yo…
—Lamb —le interrumpió Bond—, demos por sentado que soy su amigo. Así no tendrá que repetirlo. ¿Qué le parece?
—Me parece razonable, am… Muy razonable.
Una sonrisa se esparció sobre el rostro obeso.
Bond salió de allí pensando: «Próxima parada, el infierno».