Al concluir la fiesta, que recaudó el equivalente a treinta mil libras (incluida una modesta donación de Bond a cargo de la tarjeta de crédito de Gene Theron), Bond y Felicity Wilhing se encaminaron hacia el aparcamiento situado detrás del Lodge Club.
Se acercaron a una amplia camioneta, junto a la cual había docenas de cajas de cartón grandes. La joven se subió el dobladillo del vestido, se agachó como un estibador del muelle y pasó una pesada caja a través de la puerta lateral abierta del vehículo.
De pronto, Bond comprendió la referencia a su estado físico.
—Permítame —dijo.
—Lo haremos entre ambos.
Empezaron a trasladar las cajas, que olían a comida.
—Sobras —comentó Bond.
—¿No le parece bastante irónico que se sirvieran canapés exquisitos en una campaña dirigida a recoger dinero para los hambrientos? —preguntó Felicity.
—Pues sí.
—Si hubiera ofrecido galletas de lata y queso procesado, lo habrían devorado todo. Pero con cosas más refinadas (tuve que extorsionar a unos cuantos restaurantes de tres estrellas para que las donaran), no osaron pasarse. Quería que sobrara mucho.
—¿Adónde vamos a entregar las sobras?
—Hay un banco de alimentos no lejos de aquí. Es una de las entidades con las que trabaja mi organización.
Cuando acabaron de cargar, subieron a la furgoneta. Felicity se puso al volante y se quitó los zapatos para conducir descalza. Después, se alejaron en la noche, traqueteando sobre el asfalto sembrado de baches, mientras la mujer atormentaba el embrague y la caja de cambios.
Al cabo de un cuarto de hora llegaron al Centro del Banco de Alimentos Interconfesional de Ciudad del Cabo. Felicity se puso los zapatos, abrió la puerta lateral y descargaron juntos las gambas rebozadas, pasteles de cangrejo y pollos a la jamaicana, que los empleados llevaron dentro.
Cuando la furgoneta quedó vacía, Felicity indicó con un ademán a un hombre grande con pantalones caqui y camiseta que se acercara. Parecía inmune al frío de mayo. Vaciló, y después se reunió con ellos, al tiempo que miraba a Bond con curiosidad.
—¿Sí, señorita Wilhing? Gracias, señorita Wilhing. Esta noche ha habido un montón de comida buena para todos. ¿Ha echado un vistazo al centro de acogida? Está abarrotado.
Ella hizo caso omiso de sus preguntas, que a Bond le sonó a cháchara hueca,
—Joso, la semana pasada desapareció un cargamento. Cincuenta kilos. ¿Quién se la llevó?
—No oí nada…
—No te he preguntado si oíste algo. Te he preguntado quién se lo llevó.
El rostro del hombre era una máscara, pero de repente se vino abajo.
—¿Por qué me lo pregunta a mí, señorita Wilhing? Yo no hice nada.
—Joso, ¿sabes a cuánta gente se puede alimentar con cincuenta kilos de arroz?
—Yo…
—Dímelo, ¿a cuánta gente?
El hombre era mucho más alto que ella, pero Felicity no se arredró. Bond se preguntó si se había referido a esto cuando comentó su buena forma física. Quería que alguien la apoyara. Pero sus ojos revelaban que, para ella, Bond no estaba presente. Era una cuestión entre Felicity y un transgresor que había robado comida a aquellos a quienes ella había jurado proteger, y ella sola era muy capaz de encargarse de él. Sus ojos le recordaron a los de él cuando se enfrentaba a un enemigo.
—¿A cuánta gente? —repitió.
El hombre, acongojado, cambió al zulú o al xhosa.
—No —corrigió ella—. Más todavía.
—Fue un accidente. Me olvidé de cerrar la puerta. Era tarde. Estaba trabajando…
—No fue un accidente. Alguien te vio abrir la puerta antes de irte. ¿Quién tiene el arroz?
—No, tiene que creerme.
—¿Quién? —insistió ella con frialdad.
El hombre se vino abajo.
—Un hombre de los Flats. De una banda. Oh, por favor, señorita Wilhing, si se lo dice al SAPS, ese hombre descubrirá que fui yo. Sabrá que yo se lo conté. Vendrá a por mí y mi familia.
La mandíbula de Felicity se tensó, y Bond no pudo sacudirse de encima la impresión que había experimentado antes, la de un felino a punto de atacar.
—No acudiré a la policía —dijo sin la menor compasión—. Esta vez no. Pero se lo contaré al director. Y él decidirá si te quedas o no.
—Es mi único trabajo —protestó el hombre—. Tengo una familia. Mi único trabajo.
—Que pusiste en peligro alegremente. Bien, ve a decírselo al reverendo y a Van Groot. Pero si te permiten continuar y tiene lugar otro robo, acudiré a la policía.
—No volverá a pasar, señorita Wilhing.
El hombre dio media vuelta y desapareció en el interior.
Bond se quedó impresionado por la forma fría y eficaz que Felicity había empleado para solucionar el incidente. También observó que eso aumentaba todavía más su atractivo.
Ella se fijó en la expresión de Bond y su rostro se suavizó.
—En esta guerra que estoy librando, a veces no sabes muy bien quién es el enemigo. Podría ser uno de los tuyos.
«Eso lo sé muy bien», pensó Bond.
Volvieron a la camioneta. Felicity se agachó para quitarse los zapatos de nuevo.
—Yo conduciré —se apresuró a decir Bond—. No hace falta que se los quite.
Ella rió. Subieron y se pusieron en marcha.
—¿Cena? —preguntó ella.
Bond casi se sentía culpable, después de haberla escuchado perorar sobre el hambre.
—Si todavía le apetece.
—Oh, por supuesto.
—¿La habrían matado si usted hubiera acudido a la policía? —preguntó Bond mientras conducía.
—No. El SAPS se habría reído de la idea de investigar el robo de cincuenta kilos de arroz. Pero los Cape Flats son peligrosos, eso es verdad, y si alguien pensara que Joso los había traicionado, lo más probable sería que acabara muerto. Esperemos que haya aprendido la lección. —Su voz volvió a adoptar un tono frío—. La indulgencia puede ganarte aliados. También puede ser una cobra.
Felicity le guió hasta Green Point. Como el restaurante que había sugerido estaba cerca del hotel Table Mountain, Bond dejó la furgoneta allí y fueron caminando. Bond observó varias veces que Felícity miraba hacia atrás, con el rostro alerta y los hombros tensos. La calle estaba desierta. ¿Cuál era la amenaza que presentía Felicity?
Se relajó en cuanto llegaron al vestíbulo del restaurante, que estaba adornado con tapices, y los apliques eran de madera oscura y latón. Los ventanales daban al mar, sobre el que bailaban luces. Cientos de velas color crema aportaban la mayor parte de la iluminación del interior. Cuando los acompañaron a la mesa, Bond reparó en que el ajustado vestido brillaba bajo la luz y parecía cambiar de color a cada paso que daba, de azul marino a cerúleo pasando por azul celeste. Su piel destellaba.
El camarero la saludó por el nombre, y después sonrió a Bond. Ella pidió un Cosmopolitan, y Bond, a quien le apetecía un combinado, pidió la bebida que había tomado con Philly Maidenstone.
—Whisky Royal Crown, doble, con hielo. Media medida de triple seco, dos gotas de angostura. Un rizo de limón.
—No conocía eso —dijo Felicity cuando el camarero se alejó.
—Lo he inventado yo.
—¿Lo ha bautizado?
Bond sonrió para sí, y recordó que el camarero del Antoine’s de Londres también le había preguntado lo mismo.
—Todavía no. —Le vino una inspiración a partir de la conversación con M de unos días antes—. Aunque creo que ya lo sé. La llamaré carta blanca. En su honor.
—¿Por qué? —preguntó la mujer, con el ceño fruncido.
—Porque si anima a sus donantes a beber los suficientes, le otorgarán libertad absoluta para aceptar su dinero.
Ella se rió y le apretó el brazo, y después levantó la carta.
Ahora que estaba sentado cerca de ella, Bond comprobó que se había aplicado el maquillaje con mucha destreza, acentuando los ojos felinos y la fuerza de sus pómulos y mandíbula. Se le ocurrió una idea: la belleza de Philly Maidenstone era tal vez más clásica, pero se trataba de una belleza pasiva; la de Felícity era mucho más agresiva y contundente.
Se censuró por la comparación, cogió la carta y empezó a estudiarla. Descubrió que el restaurante, Celsius, era famoso por su horno especial, que alcanzaba los 950 grados centígrados.
—Pida por los dos —dijo Felicity—. Cualquier cosa de entrante, pero mi segundo tiene que ser un filete. No hay nada como la carne asada de Celsius. Dios mío, Gene, no serás vegetariano, ¿verdad?
—No lo creo.
Cuando llegó el camarero, Bond pidió sardinas a la brasa, y a continuación un entrecote para los dos. Preguntó al camarero si podrían asarlo con el hueso, lo que en los Estados Unidos llamaban el «corte vaquero».
El camarero comentó que la carne se servía con salsas exóticas como el chimichurri argentino, el café indonesio, a la pimienta de Madagascar, al madeira o con anticuchos peruanos, fuese eso lo que fuese. Bond las rechazó todas. Creía que los filetes tenían sabor suficiente, y sólo había que consumirlos con sal y pimienta.
Felicity asintió para informar que estaba de acuerdo.
Después, Bond eligió una botella de vino tinto sudafricano, un cabernet Rustenberg Peter Barlow de 2005.
Llegó el vino y era tan bueno como cabía esperar. Entrechocaron las copas de nuevo y bebieron.
El camarero les llevó el primer plato y comieron. Bond, a quien Gregory Lamb había dejado sin comer, estaba hambriento.
—¿A qué te dedicas, Gene? Severan no lo dijo.
—Trabajo en seguridad.
—Ah.
Se impuso una leve frialdad. Felicity era sin duda una mujer de negocios avezada, y reconoció el eufemismo. Supondría que, probablemente, estaría implicado en muchos conflictos de África. Como había dicho durante su discurso, la guerra era una de las principales causas de la hambruna.
—Tengo empresas que instalan sistemas de seguridad y proporcionan guardias.
Ella dio la impresión de que creía, al menos en parte, en sus palabras.
—Nací en Sudáfrica y vivo aquí desde hace cuatro o cinco años. La he visto cambiar. El crimen no representa un problema tan grande como antes, pero todavía se necesita personal de seguridad. En la organización contamos con algunos. Es preciso. Dedicarnos a la caridad no nos exime de peligros. Me gusta regalar comida. No voy a permitir que me la roben.
Para evitar que le hiciera más preguntas sobre él, Bond se interesó por su vida.
Felicity se había criado en el monte, en la Provincia Occidental del Cabo, hija única de padres ingleses. Su padre era ejecutivo de una compañía minera. La familia había regresado a Londres cuando ella tenía trece años. Confesó que se sentía como una marginada en el internado:
—Tal vez habría encajado mejor si no hubiera hablado de cómo se destripan las gacelas después de cazarlas…, sobre todo en el comedor.
Después, fue a la London Business School y pasó un tiempo en un importante banco de inversiones de la City, donde le había ido «bien». Su modestia despectiva sugería que le había ido extremadamente bien.
Pero el trabajo no la había satisfecho.
—Era demasiado fácil para mí, Gene. No existían retos. Necesitaba una montaña más empinada. Así que, hace cuatro o cinco años decidí rehacer mi vida. Me tomé un mes de vacaciones y pasé cierto tiempo aquí. Vi lo generalizada que estaba el hambre. Y decidí hacer algo al respecto. Todo el mundo me decía que no me tomara la molestia. Era imposible cambiar las cosas. Y lo que me dijeron fue como agitar un trapo rojo delante de un toro.
—Felicity «Testaruda».
Ella sonrió.
—Así es. Y aquí estoy, intimidando a donantes para que nos den dinero y luchando contra las megagranjas europeas y estadounidenses.
—«Agrópolis». Un término muy inteligente.
—Lo acuñé yo. Están destruyendo el continente —soltó—. No voy a permitir que se salgan con la suya.
La conversación se interrumpió cuando el camarero apareció con la carne chisporroteando sobre una bandeja de hierro. Estaba churruscada por fuera y suculenta por dentro. Comieron en silencio durante un rato. En un momento dado, Bond cortó un pedazo de carne crujiente, pero tomó un sorbo de vino antes de llevárselo a la boca. Cuando devolvió la atención a su plato, descubrió que el trozo había desaparecido y Felicity estaba masticando con aire travieso.
—Lo siento. Tengo la costumbre de hacer lo que me apetece.
Bond rió.
—Muy lista, robar en las mismas narices de un experto en seguridad.
Llamó con un ademan al sumiller, y apareció una segunda botella de cabernet. Bond encaminó la conversación hacia Severan Hydt.
Le decepcionó averiguar que ella no parecía saber nada que pudiera resultarle útil sobre aquel hombre. Mencionó los nombres de varios de sus socios, que habían donado dinero para el grupo, y los aprendió de memoria. Felícity no conocía a Niall Dunne, pero sabía que Hydt contaba con un ayudante brillante, un mago de la tecnología.
—Acabo de darme cuenta —dijo ella, al tiempo que enarcaba una ceja—. Es a ti a quien emplea.
—¿Perdón?
—Para la seguridad de la planta de Green Way que hay al norte de la ciudad. Yo nunca he ido, pero uno de mis ayudantes fue a recoger una donación que hizo. Toda clase de detectores de metales y escáneres. No puedes entrar en ese lugar ni con un clip, no te digo ya con un teléfono móvil. En la puerta lo controlan todo. Como en esas antiguas películas del Oeste: dejas las pistolas antes de entrar en el bar.
—No, no trabajo para él. Hydt dio ese contrato a otra empresa. Yo me encargo de otros trabajos.
La información dejó preocupado a Bond: albergaba la intención de entrar en el edificio de Green Way con mucho más que un clip y un teléfono móvil, pese al desdén de Bheka Jordaan por la vigilancia ilegal. Tendría que meditar sobre las implicaciones.
La comida fue menguando y terminaron el vino. Eran los últimos clientes del restaurante. Bond pidió la cuenta y pagó.
—Mi segunda donación —comentó.
Volvieron a la entrada, donde ella recogió su chaqueta de cachemira negra y se la puso sobre los hombros. Salieron a la acera y los tacones de aguja de sus zapatos repiquetearon sobre el hormigón. Volvió a inspeccionar las calles. Después, se relajó, le tomó del brazo y lo apretó con fuerza. Bond era muy consciente de su perfume y la presión de su pecho contra el brazo.
Se acercaron al hotel de Bond. Éste buscó la llave en el bolsillo. Felicity caminó más despacio. El cielo estaba despejado y tachonado de estrellas.
—Una noche muy agradable —dijo Felicity—. Gracias por ayudarme a entregar las sobras. Estás más en forma de lo que pensaba.
—¿Otra copa de vino? —se descubrió preguntando Bond. Los ojos verdes se clavaron en los de él.
—¿A ti te apetece una?
—Sí —respondió con firmeza Bond.
Al cabo de diez minutos estaban en su habitación del hotel Table Mountain, sentados en el sofá, que habían acercado a la ventana. Sostenían en la mano copas de pinotage Stellenbosch y contemplaban las luces parpadeantes del muelle, amarillas y blancas, como insectos benévolos que revolotearan impacientes.
Felicity se volvió hacia él, tal vez para decir algo, o no, y él se inclinó hacia delante y le dio un beso suave en los labios. Después, retrocedió un poco para ver su reacción, echó la cabeza hacia delante y volvió a besarla, con más intensidad, y luego se perdió en el contacto, el sabor, el calor. Sintió el aliento de la mujer en la mejilla, y los brazos de Felicity lo rodearon, mientras se apoderaba de su boca con la de ella. Después, ella lo besó en el cuello y mordisqueó la base donde se encontraba con el firme hombro. Su lengua se deslizó a lo largo de una cicatriz que describía un arco sobre el antebrazo.
Los dedos de Bond se hundieron en su pelo y la acercó más. Estaba extraviado en el acre aroma almizclado de su perfume.
Un momento similar tiene lugar en el esquí: cuando te detienes en lo alto de una hermosa pero peligrosa cuesta abajo. Puedes lanzarte o no. Siempre tienes la posibilidad de soltarte las correas y bajar a pie la montaña. Pero, de hecho, Bond nunca se enfrentaba a este dilema: cuando se hallaba en el borde, era imposible no ceder a la seducción de la gravedad y la velocidad. La única elección verdadera que queda es controlar la aceleración del descenso.
Como en ese momento.
Bond le quitó el vestido, y la tela azul insustancial cayó despacio al suelo. Entonces, Felicity tiró de él hasta que los dos quedaron tendidos en el sofá, ella debajo de él. Empezó a mordisquearle el labio inferior. Él abarcó su nuca de nuevo y le acercó la cara, mientras apoyaba las manos sobre los riñones y la masajeaba con fuerza. Felicity se estremeció, inhaló aire, y él comprendió que, por lo que fuera, le gustaba que la tocara allí. También sabía que ella deseaba sentir sus manos por debajo de la cintura. Así se comunican los amantes, y él recordaría ese lugar, los delicados huesos de la columna vertebral.
Por su parte, Bond se sentía subyugado por todo su cuerpo, por todos sus aspectos: los labios voraces, los muslos fuertes e inmaculados, los pechos encerrados en tirante de seda negra, el cuello y la garganta delicados, de los cuales surgía un gemido susurrado, el espeso pelo que enmarcaba su rostro, el suave vello de otros lugares.
Se besaron una y otra vez, y después ella se separó y clavó en los ojos enfervorizados de él los suyos, cuyos párpados, espolvoreados de una tenue luminiscencia verde, se entornaron. Rendición mutua, victoria mutua.
Bond la levantó con facilidad. Sus labios se encontraron de nuevo apenas un momento, y después se la llevó a la cama.