El Lodge Club no impresionó a Bond.
Tal vez en sus buenos tiempos, cuando era un enclave de cazadores ataviados con pantalones de montar y chaquetas embellecidas con soportes que alojaban municiones para sus grandes rifles, habría sido más elegante, pero la atmósfera actual era la de un salón de recepciones que acogiera banquetes de boda simultáneos. Bond ni siquiera estaba seguro de que la cabeza de búfalo que le miraba desde cerca de la puerta principal fuera de verdad o hubiera sido fabricada en China.
Dijo a una de las atractivas jóvenes de la puerta que se llamaba Gene Theron. Era rubia y voluptuosa, y llevaba un vestido carmesí muy ceñido con un vertiginoso escote. Las demás azafatas eran de ascendencia zulú o xhosa, pero de igual tipo y atavío. Bond comprendió que el responsable de la organización que celebraba la fiesta para recaudar fondos sabía cómo atraer al grueso de los donantes, que debían ser mayoritariamente hombres, fuera cual fuera su raza.
—Invitado del señor Hydt —añadió.
—Ah, sí —dijo la mujer de pelo dorado, y le dejó entrar en la sala apenas iluminada donde deambulaban unas cincuenta personas. Se ofrecían vino, champán y refrescos, y Bond se decidió por el espumoso.
Bond había seguido la sugerencia de Hydt en lo tocante a la indumentaria, y el mercenario de Durban iba vestido con pantalón gris claro, chaqueta deportiva negra y camisa azul claro, sin corbata.
Bond paseó la vista a su alrededor, sujetando la copa de champagne. El grupo que organizaba la fiesta era la Organización Internacional Anti Hambre, radicada en Ciudad del Cabo. Fotos apoyadas sobre caballetes plasmaban a trabajadores entregando grandes sacos a felices destinatarios, sobre todo mujeres, aviones Hercules en pleno proceso de descarga y barcos atiborrados de sacos de arroz o trigo. Pero no había fotos de niños demacrados y hambrientos. Una solución de buen gusto para todos los implicados. La intención era que los donantes se sintieran un poco preocupados, pero no demasiado. Bond supuso que en el mundo del altruismo se debía proceder con tanta cautela como con la política de Whitehall.
Los altavoces del techo aportaban una adecuada banda sonora a la fiesta, con las armonías de Ladysmith Black Mambazo y las inspiradas canciones de Verity, la cantante de Ciudad del Cabo.
El acto consistía en una subasta silenciosa. Las mesas estaban llenas de toda clase de objetos donados por partidarios del grupo: una pelota de fútbol firmada por los jugadores de los Bafana Bafana, la selección nacional de fútbol sudafricana, un crucero de avistamiento de ballenas, una escapada de fin de semana en Stellenbosch, una escultura zulú, unos pendientes de diamantes y muchas cosas más. Los invitados daban vueltas a la sala y escribían sus pujas para cada objeto en una hoja de papel. El que hubiera ofrecido la puja más alta cuando terminara la subasta ganaría el artículo. Severan Hydt había donado una cena para cuatro personas por valor de ocho mil rand (unas setecientas libras, calculó Bond) en un restaurante de primera clase.
El vino fluía con generosidad y los camareros circulaban con bandejas de plata llenas de vistosos y elaborados canapés.
Diez minutos después de que Bond llegara, apareció Severan Hydt con su acompañante femenina del brazo. No vio a Niall Dunne por ninguna parte. Saludó con un cabeceo a Hydt, que iba vestido con un traje azul marino de corte impecable, probablemente de confección estadounidense, si interpretaba bien los hombros inclinados. La mujer (cuyo nombre, recordó, era Jessica Barnes) lucía un vestido negro sencillo, pero iba muy enjoyada, con cantidad de diamantes y platino. Sus medias eran de un blanco inmaculado. No exhibía ni una pizca de color, ni siquiera un toque de carmín. Se reafirmó en su primera impresión: estaba demacrada, pese a su figura y rostro atractivos. Su austeridad la envejecía de manera considerable, lo cual la dotaba de un aspecto espectral. Bond sintió curiosidad: todas las demás mujeres de la edad de Jessica habían dedicado varias horas a arreglarse.
—Ah, Theron —tronó Hydt, y avanzó hacia él, separándose de Jessica, quien le siguió. Cuando Bond le estrechó la mano, la mujer le miró con una sonrisa evasiva. Se volvió hacia ella. Las labores de espionaje exigen un esfuerzo constante, con frecuencia agotador. Tienes que mantener una expresión de leve curiosidad cuando conoces a una persona con la que estás familiarizado sólo mediante la vigilancia. Se habían perdido vidas debido a un simple desliz: «Ah, me alegro de volver a verlo», cuando nunca os habíais visto cara a cara.
Bond dirigió una mirada neutra a Hydt cuando se la presentó.
—Ésta es Jessica. —Se volvió hacia ella—. Gene Theron. Estamos haciendo negocios juntos.
La mujer asintió y, aunque sostuvo su mirada, tomó su mano de manera vacilante. Era una señal de inseguridad, concluyó Bond. Otra indicación era el bolso, que llevaba colgado del hombro y apretado entre el brazo y la caja torácica.
Hablaron un rato de cosas sin importancia. Bond recitó fragmentos de las lecciones de Jordaan sobre el país, con cuidado de ser exacto, pues suponía que Jessica repetiría su conversación a Hydt. Dijo en voz baja que el Gobierno sudafricano debería dedicarse a asuntos más importantes que bautizar Pretoria como Tshwane. Se alegraba de que la situación sindical se hubiera calmado. Sí, le gustaba vivir en la costa este. Las playas cercanas a su casa de Durban eran particularmente agradables, sobre todo ahora que habían colocado las redes antitiburones, aunque él nunca había tenido problemas con los escualos, que de vez en cuando despedazaban a alguien. Hablaron de la flora y la fauna. Jessica había visitado hacía poco la famosa reserva de caza Kruger, y había visto a dos elefantes adolescentes arrancar árboles y matorrales. Le había recordado las bandas de Sommerville, en Massachussets, al norte de Boston, adolescentes que destrozaban parques públicos. Oh, sí, había pensado que su acento era estadounidense,
—¿Ha estado alguna vez en mi país, señor Theron?
—Llámeme Gene, por favor —dijo Bond, mientras repasaba mentalmente la biografía escrita por Bheka Jordaan y Rama 1—. No, pero espero hacerlo algún día.
Bond miró a Hydt. Su lenguaje corporal había cambiado. Estaba emitiendo señales de impaciencia. Una mirada a Jessica sugirió que deseaba estar a solas con Theron. Bond pensó en los malos tratos que Bheka Jordaan había padecido a manos de sus compañeros de trabajo. Esto era diferente sólo hasta cierto punto, Un momento después, la mujer se excusó para ir a «empolvarse la nariz», una expresión que Bond hacía años que no oía. Pensó en lo irónica que resultaba utilizar aquella expresión, teniendo en cuenta que probablemente no lo haría.
—He seguido pensando en su propuesta, y me gustaría seguir adelante —dijo Hydt cuando estuvieron solos.
—Bien. —Una atractiva y joven afrikáner les volvió a llenar las copas—. Dankie —dijo Bond, y se recordó que no debía exagerar su interpretación.
Hydt y él se retiraron a un rincón de la sala. De paso, el hombre de mayor edad fue repartiendo saludos y apretones de manos. Cuando estuvieron solos, bajo la cabeza de una gacela o antílope colgada en la pared, Hydt ametralló a Bond con preguntas sobre el número de tumbas, las hectáreas de terreno, los países donde se hallaban, y si las autoridades estaban cerca de descubrir los campos de exterminio. Mientras Bond improvisaba las respuestas, se quedó impresionado por la minuciosidad del hombre. Daba la impresión de que había estado toda la tarde meditando sobre el proyecto. Tuvo el cuidado de recordar lo que decía a Hydt, y tomó nota mental de apuntarlo más tarde, para ser coherente en el futuro.
—Bien —dijo Bond al cabo de un cuarto de hora—, hay algunas cosas que me gustaría saber. En primer lugar, me gustaría ver sus instalaciones de aquí.
—Creo que sería pertinente.
—¿Qué le parece mañana? —preguntó Bond, al ver que no sugería fechas.
—Tal vez sea difícil, si tenemos en cuenta mi gran proyecto del viernes.
Bond asintió.
—Algunos de mis clientes están ansiosos por empezar. Usted es mi primera opción, pero si se producen aplazamientos tendré que…
—No, no. Por favor. Mañana me va bien.
Bond empezó a sondear un poco más, pero justo entonces las luces disminuyeron de intensidad y una mujer subió a la plataforma elevada, cerca de donde estaban Hydt y Bond.
—Buenas noches —dijo, con voz grave de acento sudafricano—. Bienvenidos todos. Gracias por venir a nuestra fiesta.
Era la directora ejecutiva de la organización, y su nombre divirtió a Bond: Felicity Wilhing.
No era, en opinión de Bond, hermosa como una chica de portada, al estilo de Philly Maidenstone. Sin embargo, su rostro era intenso, impresionante. Maquillado con pericia, proyectaba una cualidad felina. Sus ojos eran de un verde profundo, como las hojas de finales de verano cuando las baña el sol, y llevaba el pelo rubio oscuro echado hacia atrás y recogido sobre la cabeza, lo cual acentuaba los ángulos de su nariz y barbilla. Llevaba un vestido de fiesta azul marino ajustado, escotado delante y más todavía en la espalda. Sus zapatos plateados tenían tirillas finas y tacones precarios. Perlas de un rosa tenue brillaban en su garganta, y exhibía un anillo, también con una perla, en el dedo índice derecho. Llevaba las uñas cortas y sin pintar.
Antes de hablar la directora examinó al público con una mirada penetrante, casi retadora.
—Debo hacerles una advertencia… —dijo. La tensión aumentó—. En la universidad me llamaban Felicity Willful[5], un nombre apropiado, como verán después, cuando les salude personalmente. Les aconsejo, por su propio bien, que tengan preparados sus talonarios.
Una sonrisa reemplazó a la expresión implacable.
Cuando las carcajadas se apagaron, Felicity empezó a hablar de los problemas del hambre.
—África tiene que importar el veinticinco por ciento de lo que come… Mientras la población ha aumentado, las cosechas se mantienen igual que en 1980… En lugares como la República Centroafricana, casi un tercio de los hogares no tienen la comida asegurada… En África, la carencia de yodo es la causa número uno de lesiones cerebrales, la carencia de vitamina A es la primera causa de la ceguera… Casi trescientos millones de personas no tienen comida suficiente en África… Una cifra equivalente a la población de los Estados Unidos…
África, por supuesto, no estaba sola en la necesidad de ayuda alimenticia, continuó, y su organización estaba atacando la plaga en todos los frentes. Gracias a la generosidad de los donantes, incluidos muchos de los presentes, en fechas recientes el grupo había pasado de ser una organización benéfica exclusivamente sudafricana a saltar al plano internacional, tras abrir delegaciones en Yakarta, Puerto Príncipe y Bombay, además de otras sedes en ciernes.
Pronto, añadió, el mayor cargamento de maíz, sorgo, leche en polvo y otros alimentos básicos se entregaría en Ciudad del Cabo y se distribuiría por todo el continente.
Felícity agradeció los aplausos. Después, su sonrisa se desvaneció y miró de nuevo a la multitud con ojos penetrantes, para luego hablar en voz baja, casi amenazadora, sobre la necesidad de que los países más pobres se independizaran de las «agrópolis» occidentales. Clamó contra la política imperante de los Estados Unidos y Europa para acabar con el hambre: megagranjas de propiedad extranjera se introducían por la fuerza en naciones tercermundistas y explotaban a los agricultores locales, la gente que mejor sabía cómo aprovechar la tierra. Esas empresas utilizaban África y otras naciones como laboratorios para experimentar con métodos y productos inéditos, como fertilizantes sintéticos y semillas de ingeniería genética.
—La inmensa mayoría de las grandes agroindustrias internacionales sólo están interesadas en los beneficios económicos, pero aliviar el sufrimiento de la gente no es precisamente su prioridad. Y esto es inaceptable, así de sencillo.
Por fin, después de haber lanzado su andanada, Felicity sonrió y nombró a los donantes, Hydt entre ellos. Respondió a los aplausos con un saludo. Sonrió también, pero sus palabras susurradas contaron a Bond una historia diferente.
—Si desea adulación, done dinero. Cuanto más desesperados estén, más lo querrán.
Estaba claro que habría preferido abstenerse de acudir a la fiesta.
Felícity bajó de la plataforma para moverse entre los invitados, mientras éstos continuaban pujando en silencio.
—No sé si tiene planes —dijo Bond—, pero estaba pensando que podríamos ir a cenar. Invito yo.
—Lo siento, Theron, pero he de reunirme con un socio que acaba de llegar a la ciudad y debo tratar con él asuntos importantes sobre el proyecto del que le he hablado.
Gehenna… Bond deseaba conocer a aquel hombre.
—Sería un placer invitar también a su socio.
—Me temo que esta noche no será posible —dijo Hydt con aire ausente, al tiempo que sacaba el iPhone y consultaba los mensajes o las llamadas perdidas. Alzó la vista y vio a Jessica parada delante de la mesa sobre la que descansaban los objetos de la subasta. Cuando le miró, Hydt le indicó con un gesto impaciente que se acercara.
Bond intentó pensar en otra forma de improvisar una invitación, pero decidió dejarlo correr antes de despertar las sospechas de Hydt. La seducción en el espionaje es como la seducción en el amor: funciona mejor si consigues que el objeto de tu deseo acuda a ti. Nada estropea más deprisa tus esfuerzos que una persecución desesperada.
—Mañana, pues —dijo Bond, fingiendo estar distraído, al tiempo que echaba un vistazo a su teléfono.
—Sí, estupendo. —Hydt alzó la vista—. ¡Felicity!
Con una sonrisa, la directora ejecutiva de la organización benéfica se desprendió de un hombre gordo y calvo, vestido con un polvoriento esmoquin. Había retenido su mano mucho más tiempo de lo que la cortesía dictaba. Se reunió con Hydt, Jessica y Bond.
—Severan, Jessica.
Se rozaron las mejillas.
—Un socio, Gene Theron. Es de Durban, y ha venido a pasar unos días a la ciudad.
Felicity asió la mano de Bond. Éste formuló las preguntas de rigor acerca de su organización y los cargamentos de alimentos que llegarían pronto, con la esperanza de que Hydt cambiara de opinión sobre la cena.
Pero el hombre volvió a consultar su iPhone.
—Creo que tenemos que irnos —dijo.
—Severan —dijo Felicity—, creo que mis comentarios no han transmitido bien toda nuestra gratitud. Nos has presentado a donantes importantes. No sé cómo darte las gracias.
Bond tomó nota de aquello. De modo que ella sabía los nombres de algunos socios de Hydt. Se preguntó cuál sería la mejor forma de explotar aquel contacto.
—Es un placer para mí ayudaros —dijo Hydt—. Siempre he tenido suerte. Quiero compartir esa buena fortuna. —Se volvió hacia Bond—. Hasta mañana, Theron. A eso del mediodía, si le va bien. Póngase ropa y zapatos cómodos. —Se acarició la barba rizada con un dedo índice cuya uña curva captó un reflejo de luz amarillenta—. La visita será agotadora.
Después de que Hydt y Jessica se marcharan, Bond se volvió hacia Felicity Wilhing.
—Esas estadísticas son preocupantes. Tal vez estaría interesado en colaborar.
Al estar cerca de ella, percibió su perfume, un aroma almizclado.
—¿Tal vez?
Bond asintió.
Felicity conservó la sonrisa en su rostro, pero no llegó hasta sus ojos.
—Mire, señor Theron, por cada donante que extiende un cheque para colaborar en nuestra causa, hay dos más que dicen estar «interesados», pero yo nunca veo ni un rand. La verdad es que prefiero que me digan a la cara que no quieren dar nada. Después, yo puedo seguir con lo mío. Perdone si soy demasiado directa o un poco brusca, pero aquí estamos librando una guerra.
—Y usted no concede cuartel.
—No —replicó la joven, y esta vez su sonrisa fue sincera. Felicity Willful…
—En tal caso, contribuiré con algo —dijo Bond, mientras se preguntaba qué diría Rama A cuando descubriera en Londres una donación a sus expensas. No estoy seguro de poder estar a la altura de la generosidad de Severan.
—Un rand que se dona es un rand que nos acerca más a la solución del problema.
Bond hizo una pausa sensata.
—Se me acaba de ocurrir una idea: Severan y Jessica no estaban disponibles para ir a cenar, y estoy solo en la ciudad. ¿Le importaría reunirse conmigo después de la subasta?
Felicity reflexionó.
—No veo por qué no. Parece razonablemente en forma.
Dio media vuelta, como una leona dispuesta a lanzarse sobre un rebaño de gacelas.