—¡Hayi Hayi!
El aullido de la mujer hendió la noche cuando contempló su cabaña en llamas, su hogar, mientras las lágrimas resbalaban sobre su rostro.
Ella y sus cinco hijos se encontraban congregados detrás del infierno. La puerta de atrás estaba abierta, lo cual permitía vislumbrar las llamas voraces que destruían todas las posesiones de la familia. Se debatió para entrar a rescatar lo que pudiera, pero su marido, Stephan Diamini, la agarró con fuerza. Ella habló en un idioma que James Bond pensó que debía de ser xhosa.
Una gran multitud se había reunido, habían improvisado un cuerpo de bomberos. Se pasaban cubos de agua en un inútil intento de extinguir las llamas.
—Tenemos que irnos —dijo Bond al hombre alto parado a su lado junto a una furgoneta del SAPS camuflada.
—Sin duda —contestó Kwalene Nkosi.
Bond se refería a que debían sacar a la familia del asentamiento urbano antes de que Dunne se diera cuenta de que seguían con vida.
Sin embargo, Nkosi sentía una preocupación diferente. El suboficial estaba observando la multitud, cada vez más numerosa, que miraba al hombre blanco. La mirada colectiva no era cordial.
—Exhiba su placa —dijo Bond.
Los ojos de Nkosi se abrieron de par en par.
—No, no, comandante, no es una buena idea. Vámonos. Ya.
Condujeron a Stephan Diamini al interior de la camioneta. Bond entró en la parte de atrás con ellos y Nkosi se sentó al volante, puso en marcha el motor y se alejaron en la noche.
Dejaron atrás a la confusa y encolerizada multitud, y a las llamas tumultuosas…, pero sin una sola herida.
Había sido una auténtica carrera hasta la línea de meta para salvar a la familia.
Después de averiguar que Dunne se proponía matar a Diamini, y que vivía prácticamente en el anonimato de un enorme asentamiento urbano, Bond se había esforzado por localizarle. La GCHQ y el MI6 no encontraron un móvil a su nombre ni documentos personales en el censo o en los sindicatos de Sudáfrica. Se había arriesgado y llamado a Kwalene Nkosi.
—Voy a decirle algo, suboficial, y espero que pueda confiar en que no se lo diga a nadie.
Siguió una pausa.
—Adelante —dijo con cautela el joven.
Bond había expuesto el problema, incluido el hecho de que la vigilancia había sido ilegal.
—Su mensaje se ha desconfigurado, comandante. Me he perdido esa última parte.
Bond había reído.
—Pero hemos de averiguar dónde vive ese tal Stephan Diamini. Ya.
Nkosi suspiró.
—Va a ser difícil. Primrose Gardens es enorme. Pero tengo una idea.
Por lo visto, las empresas de minitaxis sabían más sobre municipios de chabolas y lokasies que el gobierno local. El suboficial empezó a llamarlas. Bond y él se habían reunido, y después corrido en coche a Primrose Gardens, mientras Nkosi continuaba con el móvil la búsqueda de la choza de la familia. Cerca de las seis de la tarde, estaban atravesando el asentamiento urbano cuando un taxista les había informado de que sabía dónde vivía Diamini. Había explicado a Bond y Nkosi cómo llegar.
Cuando se acercaron, vieron otra camioneta delante, con un rostro blanco asomado.
—Dunne —dijo Nkosi.
Bond y él se desviaron y aparcaron detrás de la choza. Entraron por la puerta de atrás y la familia fue presa del pánico, pero Nkosi les explicó en su idioma que habían ido a salvarles. Tenían que marchar de inmediato. Stephan Diamini no estaba en casa, pero llegaría de un momento a otro.
Unos minutos después, Diamini entró por la puerta en compañía de su hijo pequeño, y Bond, consciente de que el ataque era inminente, no tuvo otro remedio que desenfundar su pistola y obligarlos a salir por la puerta de atrás. Nkosi acababa de explicar el propósito de Bond y el peligro, cuando las granadas estallaron, seguidas de la bomba incendiaria.
Ahora corrían por la NI en dirección oeste. Diamini aferró la mano de Bond y la estrechó. Después, se inclinó hacia el asiento del copiloto de delante y le abrazó. Aparecieron lágrimas en sus ojos. Su esposa estaba acurrucada detrás con los niños y estudiaba a Bond con suspicacia, mientras el agente les explicaba quién estaba detrás del ataque.
—¿El señor Hydt? —Preguntó al fin Diamini, abatido, después de escuchar el relato—. Pero ¿cómo es posible? Es el mejor patrón. Nos trata bien. Muy bien. No lo entiendo.
Bond le explicó que, al parecer, Diamini había descubierto algo acerca de las actividades ilegales en que Hydt y Dunne estaban mezclados.
Los ojos del hombre relampaguearon.
—Sé de qué está hablando.
Su cabeza se meció atrás y adelante. Contó a Bond que era empleado de mantenimiento en la planta de Green Way situada al norte de la ciudad. Aquella mañana, había encontrado abierta la puerta de la oficina de Investigación y Desarrollo de la empresa para permitir la entrada de unos envíos. Los dos empleados que había dentro estaban al fondo de la sala. Diamini había visto un contenedor de basura rebosante. Otra persona se encargaba de tirar la basura, pero aún así decidió vaciarlo.
—Sólo intentaba colaborar. Eso es todo. —Sacudió la cabeza—. Entro y empiezo a vaciar el contenedor, cuando uno de los empleados me ve y empieza a chillarme. ¿Qué vi? ¿Qué estaba mirando? Yo dije, nada. Me ordenó salir.
—¿Vio algo que pudiera preocuparles?
—No creo. En el ordenador que había detrás del contenedor había un mensaje, un correo electrónico, me parece, en inglés. Vi escrito «Serbia». Pero no le presté más atención.
—¿Algo más?
—No, señor.
Serbia…
Por lo tanto, algunos secretos de Gehenna se escondían detrás de la puerta de Investigación y Desarrollo.
—Tenemos que ocultar a la familia —dijo Bond a Nkosi—. Si les damos dinero, ¿hay algún hotel donde puedan quedarse hasta el fin de semana?
—Les encontraré habitaciones.
Bond les dio mil quinientos rands. El hombre parpadeó cuando vio la suma. Nkosi explicó a Diamini que tendrían que estar escondidos unos días.
—Dígale que llame a sus otros familiares y a los amigos íntimos. Debería decirles que la familia y él están bien, pero que durante unos cuantos días deben fingir que han muerto. ¿Puede publicar en los medios algún artículo sobre su fallecimiento?
—Creo que sí. —El suboficial titubeó—. Pero el caso es que me pregunto si…
Enmudeció.
—Lo mantendremos en secreto. La capitana Jordaan no necesita saberlo.
—Será lo mejor, sin duda.
Cuando la gloriosa vista de Ciudad del Cabo apareció ante ellos, Bond consultó su reloj. Tenía que dirigirse hacia el segundo acontecimiento de la noche, que le exigiría utilizar una serie muy diferente de habilidades de su oficio que no fueran esquivar granadas o bombas incendiarias, aunque sospechaba que la tarea no sería menos difícil.