A las cinco de la tarde de aquel miércoles, el móvil de Bond emitió el tono de llamada reservado para mensajes urgentes. Salió corriendo del cuarto de baño, donde acababa de ducharse, y leyó el correo electrónico encriptado. Era de la GCHQ, e informaba de que el intento de Bond de plantar un micrófono oculto en los dominios de Severan Hydt había culminado con éxito. Sin que la capitana Bheka Jordaan lo supiera, el USB que Bond había dado a Hydt, con las fotos digitales de los campos de exterminio de África, contenía también un pequeño micrófono y transmisor. El alcance compensaba la escasez de resolución auditiva y vida de la batería. Un satélite recogía la señal, la amplificaba y la enviaba a una de las enormes antenas de recepción situadas en Menwith Hill, en la hermosa campiña de Yorkshire.
El aparato había transmitido fragmentos de una conversación que acababan de sostener Hydt y Dunne, después de abandonar la oficina ficticia de EJT Services en el centro de Ciudad del Cabo. Habían descifrado por fin las palabras, un analista había leído el resultado, lo había considerado de suma importancia y lo había enviado a Bond.
Éste leyó la información en bruto y el producto analizado. Daba la impresión de que Dunne planeaba asesinar a uno de los empleados de Hydt, Stephan Diamini, y también a su familia, porque el empleado había visto algo que no debería en una zona secreta de Green Way, tal vez información relacionada con Gehenna. El objetivo de Bond estaba muy claro: salvarle a toda costa.
Propósito… Respuesta.
El hombre vivía en las afueras de Ciudad del Cabo. Fingirían que la muerte había sido obra de una banda. Utilizarían granadas y bombas incendiarias. Y el ataque se llevaría a cabo a la hora de la cena.
Después de eso, sin embargo, la batería se agotó y el aparato dejó de transmitir.
A la hora de cenar. De un momento a otro.
Bond no había logrado rescatar a la mujer de Dubái. No iba a permitir que esta familia muriera. Necesitaba averiguar lo que Diamini sabía.
Pero no podía ponerse en contacto con Bheka Jordaan y contarle lo que había descubierto mediante vigilancia ilegal. Descolgó el teléfono y llamó al conserje.
—¿Sí, señor?
—Quiero hacerle una pregunta —dijo Bond con indiferencia—. Hoy he tenido un problema con el coche, y un ciudadano me echó una mano. No llevaba mucho dinero encima y quería recompensarlo por la molestia. ¿Cómo podría averiguar su dirección? Tengo su nombre y la ciudad donde vive, pero nada más.
—¿De qué ciudad es?
—Primrose Gardens.
Se hizo el silencio.
—Eso es un asentamiento urbano.
Una barriada de chabolas, recordó Bond, gracias al material informativo que Bheka Jordaan le había facilitado. Las chozas casi nunca tenían dirección postal.
—Bien, podría ir allí, preguntar si alguien lo conoce…
Otra pausa.
—Bien, señor, eso podría ser peligroso.
—No me preocupa demasiado.
—Creo que tampoco sería práctico.
—¿Por qué?
—Primrose Gardens tiene una población de unos cincuenta mil habitantes.
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A las cinco y media, mientras descendía el ocaso otoñal, Niall Dunne vio que Severan Hydt abandonaba la oficina de Green Way en Ciudad del Cabo y avanzaba con cierta elegancia hacia su limusina.
Hydt no era patizambo, no andaba encorvado, sus brazos no oscilaban de un lado a otro («¡ Eh, fijaos en ese gilipollas! ¡Niall es una puta jirafa!»).
Hydt iba camino de casa, donde se cambiaría, y después acompañaría a Jessica a la fiesta del Lodge Club.
Dunne estaba parado en el vestíbulo de Green Way, mirando por la ventana. Sus ojos siguieron a Hydt cuando desapareció en la calle, acompañado por uno de los guardias de Green Way.
Cuando lo vio alejarse, camino de su casa y de su compañera, Dunne sintió una punzada.
«No seas ridículo —se dijo—. Concéntrate en el trabajo. El infierno se va a desencadenar el viernes, y será culpa tuya si un sólo diente o engranaje funciona mal. Concéntrate».
Lo hizo.
Dunne salió de Green Way, recogió su coche y salió de Ciudad del Cabo en dirección a Primrose Gardens. Se encontraría con un hombre de seguridad de la empresa y procedería con el plan, que ahora repasó en su mente: el momento fijado, el método, el número de granadas, la bomba incendiaria, la huida…
«Éste es Niall. Es brillante. Es mi diseñador…».
Pero otros pensamientos se interpusieron y sus hombros encorvados se hundieron todavía más cuando imaginó a su jefe en la gala de aquella noche. La punzada se reprodujo.
Dunne suponía que la gente debía preguntarse por qué estaba solo, porque no tenía pareja. Supondrían que la respuesta residía en que era incapaz de sentir nada. En que era una máquina. No comprendían que, según el concepto de la mecánica clásica, había máquinas sencillas (como tornillos, palancas y poleas) y máquinas complejas como los motores, que por definición traducían la energía en movimiento.
Bien, razonó con lógica, las calorías se transformaban en energía, que movía el cuerpo humano. De modo que, sí, era una máquina. Pero también todos los seres de la tierra. Eso no impedía la capacidad de amar.
No, la explicación de su soledad era que el objeto de su deseo no le deseaba a él.
Qué vergonzosamente mundano, ¡y qué vulgar!
Y muy injusto, por supuesto. Dios, era injusto. Ningún delineante diseñaría una máquina en que las dos partes necesarias para crear un movimiento armónico no funcionaran a la perfección, cada uña necesitada de la otra y, a su vez, satisfaciendo la necesidad recíproca. Pero ésa era la situación exacta en que se encontraba. Su jefe y él eran partes mal emparejadas.
Además, pensó con amargura, las leyes de la atracción eran mucho más peligrosas que las leyes de la mecánica. Las relaciones eran complicadas, peligrosas y plagadas de cosas inútiles, y si bien podías mantener los motores en funcionamiento durante cientos de miles de horas, el amor entre los seres humanos chisporroteaba y se detenía con frecuencia después de prender.
Te traicionaba con mucha más frecuencia que una maquinaria.
«Una mierda —se dijo con la versión de la ira según Niall Dunne—. Olvídate de todo esto. Esta noche tienes un trabajo que hacer». Repasó de nuevo el plano, y luego otra vez.
Cuando el tráfico disminuyó, salió por el este de la ciudad en dirección al asentamiento urbano, por carreteras oscuras, arenosas y húmedas como un muelle fluvial.
Se detuvo en el aparcamiento de un centro comercial y apagó el motor. Un momento después, una furgoneta abollada paró detrás de él. Dunne bajó del coche y subió al otro vehículo. Saludó con un cabeceo al hombre de seguridad, que era muy grande e iba vestido con uniforme militar de faena. Sin decir palabra, se pusieron en marcha al instante y, al cabo de diez minutos, estaban atravesando las calles sin letreros de Primrose Gardens. Dunne subió a la parte posterior de la furgoneta, carente de ventanas. Allí destacaba, con el pelo rojo y la estatura. Sobre todo, era blanco, y se destacaría muchísimo en un asentamiento urbano sudafricano después de oscurecer. Era posible que el traficante de drogas que amenazaba a la hija de Diamini fuera blanco o tuviera blancos a su servicio, pero Dunne decidió que era mejor quedarse escondido, al menos hasta que llegara el momento de lanzar granadas y bombas incendiarias a través de las ventanas de la choza.
Siguieron los interminables senderos que hacían las veces de calles en el municipio de chabolas, dejando atrás montones de niños que corrían, perros esqueléticos y hombres sentados a la puerta de su chabola.
—No hace falta GPS —dijo el gigantesco hombre de seguridad, sus primeras palabras. No sonreía, y Dunne no supo si estaba haciendo una broma. El hombre había dedicado dos horas aquella tarde a localizar la choza de Diamini—. Allí está.
Aparcaron al otro lado de la calle. La vivienda era diminuta, un solo piso, como todas las chozas de Primrose Gardens, y las paredes estaban hechas de paneles desiguales de madera contrachapada y metal ondulado, pintadas de rojo, azul y amarillo chillones, como desafiando a la miseria. Un hilo de tender colgaba en el patio a un lado, adornado con colada de una familia que debía oscilar entre los cinco o seis años y la edad adulta.
Un lugar ideal para matar. La choza se encontraba frente a una parcela vacía, de modo que no habría testigos. Tampoco importaba: la camioneta carecía de matrícula, y vehículos blancos de aquel tipo abundaban en la Provincia Occidental del Cabo tanto como las gaviotas en Green Way.
Estuvieron sentados en silencio diez minutos, justo al borde de atraer la atención.
—Allí está —dijo entonces el hombre de seguridad.
Stephan Diamini estaba caminando por la calle polvorienta. Era un hombre alto de pelo grisáceo con una chaqueta descolorida, camiseta naranja y pantalones vaqueros marrones. A su lado iba uno de sus hijos. El chico, que tendría unos once años, cargaba con una pelota de fútbol manchada de barro y llevaba un jersey deportivo de los Springboks, sin chaqueta, pese al frío otoñal.
Diamini y el muchacho se detuvieron fuera para dar unas patadas al balón. Después, entraron en casa. Dunne hizo una señal con la cabeza en dirección al hombre de seguridad. Se pusieron pasamontañas. Dunne inspeccionó la cabaña. Era más grande que la mayoría, pero la granada y la bomba bastarían para no quedar nada en pie. Las cortinas estaban echadas sobre las ventanas, y la tela barata brillaba debido a la luz de dentro. Por algún motivo, Dunne se descubrió pensando de nuevo en su jefe, en la fiesta de aquella noche. Apartó la imagen de sí.
Se concedió cinco minutos más, para asegurarse de que Diamini hubiera utilizado el retrete, si es que había en la choza, y la familia se hubiera sentado a cenar.
—Vamos —dijo Dunne.
El guardia de seguridad asintió. Bajaron de la furgoneta, cada uno provisto de una poderosa granada, llenas de mortífera metralla de cobre. La calle estaba desierta.
Una familia de siete miembros, reflexionó Dunne.
—Ahora —susurró.
Quitaron el seguro de las granadas y las lanzaron por ambas ventanas. En los cinco segundos de silencio que siguieron, Dunne agarró la bomba incendiaria (una lata de petróleo con un pequeño detonador) y la preparó. Cuando las potentes explosiones sacudieron el suelo y volaron los cristales restantes, arrojó la bomba incendiaria por la ventana y los dos hombres saltaron a la furgoneta. El hombre de seguridad puso en marcha el motor y se alejaron.
Exactamente cinco segundos más tarde, brotaron llamas de las ventanas y una llamarada de fuego espectacular, producido por la tubería del horno de la cocina, se elevó a seis metros de altura, lo cual recordó a Dunne los fuegos artificiales que tanto le gustaban de niño en Belfast.