Desde la cuneta, James Bond vio que la locomotora y los vagones continuaban su camino, aminorando la velocidad cuando arremetieron contra la tierra blanda, levantando vías y arena, polvo y piedras por todas partes. Por fin salió de la zanja y examinó la situación. Había contado con muy pocos minutos para pensar en cómo evitar la calamidad que arrojaría la sustancia mortífera al Danubio. Después de frenar el coche, había cogido dos de las granadas que habían llevado los serbios, y después saltado a las vías para colocar los explosivos.
Tal como había calculado, la locomotora y los vagones habían conservado el equilibrio y no habían caído al río. Había preparado el descarrilamiento donde el terreno era todavía liso, al contrario que el lugar donde el irlandés había tramado el sabotaje. Por fin, entre silbidos, chirridos y crujidos, el tren paró no lejos del irlandés y su socio, aunque Bond no podía verlos a causa del polvo y el humo.
Habló por la radio del móvil.
—Aquí Líder Uno. ¿Están ahí? —Silencio—. ¿Están ahí? —gruñó—. Respondan.
Bond se masajeó el hombro, donde un fragmento de metralla al rojo vivo había rasgado su chaqueta e interesado la piel.
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Un chasquido. Por fin:
—¡El tren ha descarrilado! —Era la voz del serbio de mayor edad—. ¿Lo ha visto? ¿Dónde está?
—Escúcheme con atención.
—¿Qué ha pasado?
—¡Escuche! No nos queda mucho tiempo. Creo que intentarán volar o ametrallar los contenedores de sustancias peligrosas. Es la única forma de derramar el contenido. Voy a disparar contra ellos y obligarlos a retroceder hacia su coche. Esperen a que el Mercedes llegue a la zona embarrada que hay cerca del restaurante, y entonces disparen a los neumáticos para retenerlos allí.
—¡Deberíamos ir a por ellos ahora!
—No. No hagan nada hasta que estén cerca del restaurante. Dentro del Mercedes no podrán defenderse. Tendrán que rendirse. ¿Me entiende?
La radio enmudeció.
¡Maldita sea! Bond se abrió paso entre el polvo hacia el lugar donde el tercer vagón, el que contenía la sustancia peligrosa, esperaba a ser destripado.
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Niall Dunne intentaba reconstruir lo sucedido. Ya sabía que debería improvisar, pero no había contado con aquello: un ataque preventivo de un enemigo desconocido.
Miró con cautela desde su posición privilegiada, un bosquecillo de arbustos cercano al lugar donde la locomotora había parado, soltando humo, chasquidos y silbidos. El atacante era invisible, oculto por la oscuridad de la noche, el polvo y los gases. Tal vez el hombre había muerto aplastado. O había huido. Dunne cargó la mochila al hombro y rodeó la locomotora hasta el otro lado, donde los vagones descarrilados lo protegerían del intruso…, si todavía estaba vivo y merodeaba por los alrededores.
Curiosamente, Dunne se había sentido aliviado de su torturante angustia. Se había evitado la matanza. Estaba preparado para ella, se había armado de valor para afrontar la situación (cualquier cosa por su jefe, por supuesto), pero la intervención del otro hombre había zanjado el asunto.
Mientras se acercaba a la diesel, no pudo reprimir su admiración por la enorme máquina. Era una Dash 8-40 de la General Electric estadounidense, vieja y abollada, como las que solían verse en los Balcanes, pero de una belleza clásica, y cuatro mil caballos de potencia. Observó las planchas de acero, las ruedas, conductos de ventilación, cojinetes y válvulas, las ballestas, manguitos y tubos… Todo tan hermoso, tan elegante en su sencilla funcionalidad. Era un alivio que…
Se sobresalió al ver a un hombre que avanzaba tambaleante hacia él, suplicando ayuda. Era el maquinista. Dunne le pegó dos tiros en la cabeza.
Era un alivio que no se hubiera visto obligado a causar la muerte de aquella maravillosa máquina, como había temido. Pasó la mano por el costado de la locomotora, como un padre acariciaría el pelo de un niño enfermo cuya fiebre acabara de remitir. La diesel volvería a estar en servicio dentro de pocos meses.
Niall Dunne se cargó la mochila al hombro y se deslizó entre los vagones para ponerse manos a la obra.