Se llamaba Gregory Lamb, confirmado por la aplicación de escáner de iris y huellas dactilares; era el hombre del MI6 en Ciudad del Cabo. El agente que Bill Tanner le había aconsejado evitar.
Estaban en la habitación de Bond, sin cerveza ni emparedado. Consternado, comprobó que, cuando Lamb y él volvieron al primer piso, la bandeja de su comida había sido confiscada de la escalera por algún eficiente empleado del hotel.
—Podría haber conseguido que le matara —masculló Bond.
—No corrí ningún peligro real. Su organización no concede el doble cero a idiotas de gatillo fácil… Bien, amigo mío, no nos encrespemos. Algunos sabemos lo que hace en realidad su Desarrollo Exterior.
—¿Cómo supo que yo estaba en la ciudad?
—Lo deduje, ¿hum? Me enteré de algunos tejemanejes y me puse en contacto con unos amigos de Lambeth.
Una de las desventajas de solicitar los servicios de Seis o DI era que más gente de la deseable se enteraba de tus actividades.
—¿Por qué no se puso en contacto conmigo por mediación de canales seguros? —preguntó Bond con brusquedad.
—Iba a hacerlo, pero justo cuando llegué aquí vi a alguien que le pisaba los talones.
Bond fue todo oídos.
—¿Varón, delgado, y con chaqueta azul? ¿Con pendiente de oro?
—Bien, no vi el pendiente, ¿hum? Mi vista ya no es lo que era. Pero, en general, ha acertado. Remoloneó un rato, y después desapareció como el mantel cuando sale el sol. Ya sabe a qué me refiero: la niebla sobre Table Mountain.
Bond no estaba de humor para charlas sobre viajes. Maldita sea, el hombre que había matado a Yusuf Nasad y casi se había llevado por delante a Felix Leiter había averiguado dónde estaba. Debía de ser el hombre del que Jordaan le había hablado, el que había entrado en el país aquella mañana procedente de Abu Dabi, con un pasaporte británico falso.
¿Quién demonios era?
—¿Consiguió una foto? —preguntó.
—No. El hombre fue veloz como el rayo.
—¿Se fijó en algo que llevara?, ¿el tipo de móvil, posibles armas o un vehículo?
—Nada. Desaparecido. Como un rayo.
Un encogimiento de los anchos hombros, que Bond imaginó pecosos y rubicundos como su cara.
—Usted estaba en el aeropuerto cuando aterricé. ¿Por qué se alejó?
—Vi a la capitana Jordaan. Por algún motivo, nunca le he caído bien. Tal vez crea que soy el gran cazador blanco colonial que ha venido a saquear su país. Me dejó como un trapo hace unos meses, ¿hum?
—Mi director ejecutivo dijo que usted estaba en Eritrea.
—En efecto, allí y en la frontera con Sudán; toda la semana pasada. Parece que están decididos a ir a la guerra, de manera que me las arreglé para que mis tapaderas sobrevivieran al tiroteo. Una vez solucionado eso, me enteré de la operación del QDG. —Sus ojos se apagaron—. Es sorprendente que nadie me hablara de ello.
—La idea era que usted estaba implicado en una operación bastante seria. Delicada —dijo Bond.
—Ah. —Dio la impresión de que Lamb se lo creía—. Bien, en cualquier caso, pensé que sería mejor venir corriendo para ayudarle. Verá usted, El Cabo es engañoso. Parece limpio como una patena y plagado de turistas, pero hay mucho más que eso. Detesto echarme flores, amigo mío, pero necesita a alguien como yo para hurgar bajo la superficie, para decirle lo que está pasando en realidad. Tengo contactos. ¿Conoce a otro agente de Seis que se las haya arreglado para conseguir dinero de un fondo de desarrollo del gobierno local para financiar sus tapaderas? El año pasado, la Corona obtuvo pingües beneficios gracias a mí.
—¿Todo fue a parar a las arcas de Hacienda, no?
Lamb se encogió de hombros.
—Tengo que desempeñar un papel, ¿verdad? Ante el mundo, soy un hombre de negocios con éxito. Si no estás a la altura de tu tapadera, bueno, se introduce un poco de arena en los engranajes, y cuando menos te lo esperas alguien sale gritando: «¡Soy espía!». Escuche, ¿le importa que entremos a saco en su minibar?
Bond lo invitó con un ademán.
—Adelante.
Lamb se sirvió una botellita de Bombay Sapphire y después otra.
—¿No hay hielo? Qué pena. Bien, da igual.
Añadió un poco de tónica.
—¿Cuál es su tapadera?
—Sobre todo, tramito contratos de flete. Una idea brillante, si se me permite decirlo. Me concede la oportunidad de codearme con los malos en los muelles. También toco prospecciones de oro y aluminio, además de otros sectores como construcción de carreteras e infraestructuras.
—¿Y aún le queda tiempo para espiar?
—¡Muy bueno, amigo mío!
Por el motivo que fuera, Lamb empezó a contar la historia de su vida a Bond. Era ciudadano británico, como su madre, y su padre era sudafricano. Había llegado al país con sus padres y decidido que le gustaba más que vivir en Manchester. Después de prepararse en Fort Monckton, había solicitado el regreso. Sólo había trabajado para Estación Z, la única organización para la que le había gustado trabajar. Pasaba casi todo el tiempo en la Provincia Occidental del Cabo, pero viajaba con frecuencia por toda África, en función de las operaciones del Centro de Control de la Red.
Cuando se dio cuenta de que Bond no le escuchaba, dio un trago.
—¿En qué está trabajando exactamente? —preguntó—. ¿Algo acerca de ese tal Severan Hydt? Es un nombre que da que pensar. Incidente Veinte. Me encanta. Suena como algo salido de DI 55, ya sabe, los personajes que investigan ovnis sobre las Midlands.
—Yo trabajé para Inteligencia de Defensa —replicó Bond exasperado—. La División 55 se dedicaba a investigar misiles o aviones que violaban el espacio aéreo británico, no ovnis.
—Ah, sí, sí, estoy seguro… Claro que nunca lo reconocerían en público, ¿verdad?
Bond estuvo a punto de echarlo a patadas. De todos modos, valía la pena sonsacarle.
—Entonces, ha oído hablar del Incidente Veinte. ¿Tiene alguna idea de cómo podría estar relacionado con Sudáfrica?
—Recibí mensajes —admitió Lamb—, pero no presté demasiada atención, porque el mensaje interceptado decía que el ataque iba a producirse en suelo británico.
Bond le recordó la frase exacta, la cual no revelaba el lugar, sino que se limitaba a decir que los intereses británicos se verían «gravemente afectados».
—Podría ser en cualquier parte. No lo había pensado. «O no lo leíste con detenimiento».
—Y ahora, el ciclón ha aterrizado sobre mi terreno. Qué curiosos son los caprichos del destino, ¿hum?
La aplicación del móvil de Bond que había verificado la identidad de Lamb también había dado fe de su autorización de acceso a informaciones reservadas, mayor de la que Bond había supuesto. Ahora se sentía más o menos cómodo hablando del plan Gehenna, Hydt y Dunne.
—¿Se le ha ocurrido que exista alguna relación con este país? —preguntó de nuevo—. Miles de personas en peligro, intereses británicos amenazados, el plan urdido en la oficina de Hydt…
—La verdad es que no sé qué clase de ataque sería el idóneo —respondió pensativo Lamb, con la vista clavada en el vaso—. Tenemos muchos expatriados y turistas ingleses, y un montón de intereses comerciales con ramificaciones en Londres. Pero ¿matar a tanta gente de una sola tacada? Suena a tensiones sociales. Y no se me ocurre que eso pueda suceder en Sudáfrica. Tenemos problemas, no lo voy a negar, la gente de Zimbabue que solicita asilo político, descontento sindical, corrupción, sida…, pero todavía somos el país más estable del continente.
Por una vez, el hombre había proporcionado cierta información a Bond, por nimia que fuera. Esto reforzó la idea de que, aunque las decisiones se tomaran en Sudáfrica, las muertes del viernes podían producirse en cualquier otro lugar.
El hombre había terminado casi toda su ginebra.
—¿Usted no bebe? —Como Bond no contestó, añadió—: Echamos de menos los viejos tiempos, ¿verdad, amigo mío?
Bond no sabía cuáles eran los viejos tiempos, y decidió que sería improbable por su parte echarlos de menos, fueran cuales fueran. También decidió que le desagradaba sobremanera la expresión «amigo mío».
—Dijo que no se había llevado bien con Bheka Jordaan.
Lamb gruñó.
—¿Qué sabe de ella?
—Es muy buena en su trabajo, eso lo admito. Era la agente que condujo aquella investigación de la NIA, la Agencia de Inteligencia Nacional Sudafricana, sobre la vigilancia ilegal a que fueron sometidos unos políticos de aquí. —Lamb emitió una carcajada carente de humor—. Eso no sucede nunca en nuestro país, ¿verdad?
Bond recordó que Bill Tanner había preferido utilizar un contacto del SAPS antes que de Inteligencia Nacional.
—Le dieron el trabajo con la esperanza de que metería la pata —continuó Lamb—. Pero la capitana Jordaan no era de esa pasta Oh, no, de ninguna manera. —Un brillo perverso asomó a sus ojos—. Empezó a hacer progresos en el caso, y los peces gordos se pusieron nerviosos. Su jefe del SAPS le dijo que perdiera las pruebas contra los agentes de la NIA.
—¿Y ella lo detuvo?
—¡A su propio jefe! —Lamb lanzó una carcajada estentórea y yació los últimos restos de su bebida—. Se llevó grandes elogios. ¿La Cruz de Oro al Valor?
—¿Fue maltratada durante la investigación?
—¿Maltratada?
Bond mencionó la cicatriz del brazo.
—En cierto modo. Después, fue ascendida. Fue algo lógico por motivos políticos. Ya sabe cómo son las cosas. Bien, algunos miembros del SAPS que quedaron relegados no se lo tomaron muy bien. Recibió amenazas: las mujeres no deberían aceptar trabajos para hombres, ese tipo de cosas. Alguien arrojó un cóctel Molotov bajo u coche patrulla. Ella había entrado en la comisaría, pero había un prisionero en el asiento de atrás, borracho y durmiendo la mona. Ninguno de los atacantes lo vio. Ella salió corriendo y lo salvó, pero resultó herida. Nunca descubrieron quién lo hizo. Los atacantes estaban enmascarados. Pero todo el mundo sabe que era gente que trabajaba con ella. Es posible que aún sigan en activo.
—Dios.
Bond comprendió ahora la actitud de Jordaan hacia él. Tal vez estaría pensado que su mirada coqueta en el aeropuerto significaba él tampoco se tomaba en serio el que una mujer fuera oficial policía.
Explicó a Lamb su siguiente paso: reunirse con Hydt aquella noche.
—Ah, el Lodge Club. Muy bien. Era muy exclusivo, pero ahora dejan entrar a todo el mundo… Oiga, he visto su mirada. No me refería a lo que usted cree. Sólo es que tengo una pobre opinión del populacho. Hago más negocios con negros y gente de color que con blancos… ¡Otra vez me ha mirado así!
—¿«De color»? —dijo en tono amargo Bond.
—Significaba «mestizos», y aquí es perfectamente aceptable. Nadie se ofendería.
Por la experiencia de Bond, sin embargo, sabía que la gente que utilizaba términos como ése no era la que se ofendía. Pero no pensaba discutir de política con Gregory Lamb. Bond consultó el Breitling.
—Gracias por su colaboración —dijo sin mucho entusiasmo—. Tengo trabajo que hacer antes de reunirme con Hydt.
Jordaan le había enviado material sobre los afrikáneres, la cultura sudafricana y las regiones conflictivas donde Gene Theron habría podido intervenir.
Lamb se levantó con movimientos torpes.
—Bien, estoy dispuesto a ayudarle en lo que sea. Estoy a su servicio. Para lo que necesite.
Parecía lamentablemente sincero.
—Gracias.
Bond experimentó la necesidad absurda de darle un billete de veinte rands.
Antes de marcharse, Lamb volvió al minibar y lo aligeró de dos botellines de vodka.
—No le importa, ¿verdad? M tiene un presupuesto generoso. Todo el mundo lo sabe.
Bond le vio salir.
«Ya era hora», pensó, cuando la puerta se cerró. En comparación con aquel sujeto, Percy Osborne-Smith era un encanto.