El afrikáner vaciló un momento, y después indicó con un gesto brusco a los dos hombres que entraran. Obedecieron. Fuera no había letrero, pero sí una modesta placa en la pared: EJT Services, Durban, Ciudad del Cabo, Kinshasa.
La oficina era pequeña y sólo había tres empleados, cuyos escritorios estaban cubiertos de expedientes y documentación, el sostén principal de tales guaridas empresariales en todo el mundo, ya sean nobles u oscuros sus productos o servicios.
—Pensamos en ahorrarle la molestia —dijo Dunne.
—¿De veras? —replicó Theron.
Hydt sabía que el mercenario entendía aquella visita sorpresa como una falta de confianza en él. Por otra parte, Theron se dedicaba a una profesión en la que la confianza era tan peligrosa como los explosivos inestables, de modo que su disgusto era mínimo. Al fin y al cabo, Theron habría hecho lo mismo, investigar las credenciales de Hydt con los camboyanos y demás, antes de abordarle con su propuesta. Así funcionaban los negocios.
Paredes y ventanas rayadas ofrecían una vista deprimente de un patio, lo cual recordó a Hydt que hasta las actividades ilegales de Theron no eran necesariamente tan lucrativas como las películas y los medios plasmaban. El despacho más grande, situado en la parte de atrás, era el de Theron, pero incluso ése era modesto.
Un empleado, un africano alto, estaba examinando un catálogo en línea de armas automáticas. Algunas iban engalanadas con estrellas, que indicaban un diez por ciento de descuento. Otro empleado estaba tecleando ante un ordenador, utilizando tan sólo ambos dedos índice. Ambos hombres vestían camisas blancas y corbatas estrechas.
Una secretaria estaba sentada a un escritorio delante del despacho de Theron. Hydt vio que era atractiva, pero también joven, y por lo tanto carecía de interés para él.
Theron la miró.
—Mi secretaria estaba imprimiendo algunos de los archivos de los que habíamos hablado.
Un momento después, imágenes de fosas comunes empezaron a salir de la impresora en color.
Sí; son buenas, pensó Hydt mientras las miraba. Muy buenas, en realidad. Las primeras imágenes habían sido tomadas poco después de las matanzas. Hombres, mujeres y niños habían sido ametrallados o asesinados a golpes de machete. Algunos habían sufrido amputaciones (las manos, o incluso los brazos por encima del codo), una técnica popular utilizada por los señores de la guerra y dictadores de África para castigar y controlar al pueblo. Había unos cuarenta en la fosa. El marco era subsahariano, pero resultaba imposible decir exactamente dónde. Sierra Leona, Liberia, Costa de Marfil y la República Centroafricana. Existían muchas posibilidades en aquel continente torturado.
Siguieron más fotografías, que plasmaba diferentes fases de putrefacción. Hydt se demoró en éstas.
—¿ERS? —preguntó Dunne, mientras las examinaba con mirada cínica.
Fue el empleado alto y delgado quien contestó.
—El señor Theron no trabaja con el Ejército de Resistencia del Señor.
El grupo rebelde, que operaba en Uganda, la República Centroafricana y en ciertas partes de Congo y Sudán, abrigaba una filosofía, por decir algo, de extremismo religioso y místico, una especie de milicia cristiana muy violenta. Había cometido atrocidades indecibles y era conocido, entre otras cosas, por emplear a niños soldados.
—Hay donde elegir —observó Theron.
Su sentido de la moralidad divirtió a Hydt.
Otra media docena de fotografías salió de la impresora. Las últimas mostraban un gran campo del que sobresalían huesos y cuerpos mutilados con la piel seca.
Hydt enseñó las fotos a Dunne.
—¿Qué opinas? —Se volvió hacía Theron—. Niall es ingeniero.
El irlandés las examinó unos minutos.
—Las tumbas no parecen muy profundas. Será fácil sacar los cuerpos. El truco consiste en encubrir el hecho de que estaban allí. En función del tiempo que lleven enterrados, se producirán diferencias cuantificables en la temperatura del suelo. Eso perdura durante muchos meses. Se detecta con el equipo adecuado.
—¿Meses? —preguntó Theron con el ceño fruncido—. No tenía ni idea. —Miró a Dunne—. Es bueno —dijo a Hydt.
—Yo le llamo el hombre que piensa en todo.
—Sería conveniente plantar vegetación que crezca con rapidez. Y hay algunos pulverizadores que eliminan los residuos de ADN. Hay que pensar en muchas más cosas, pero nada parece imposible —dijo Dunne.
Una vez comentados los aspectos técnicos, Hydt se concentró de nuevo en las imágenes.
—¿Puedo quedármelas?
—Por supuesto. ¿Quiere también copias digitales? Serán más nítidas.
Theron las guardó en un USB y se lo entregó a Hydt, quien consultó su reloj.
—Me gustaría seguir hablando de esto. ¿Estará libre más tarde?
—Es posible.
Pero Dunne frunció el ceño.
—Esta tarde tienes la reunión, y por la noche está la fiesta para recaudar fondos.
Hydt puso mala cara.
—Una de las organizaciones benéficas a las que dono fondos celebra una fiesta. Debo estar presente, pero… si está libre…, ¿por qué no nos encontramos allí?
—¿Tengo que dar dinero? —preguntó Theron.
Hydt no supo si estaba bromeando.
—No es necesario. Tendrá que escuchar algunos discursos y beber vino.
—De acuerdo. ¿Dónde es?
Hydt miró a Dunne.
—En el Lodge Club. A las siete de la tarde.
—Debería ponerse chaqueta —añadió Hydt—, pero no es necesario que lleve corbata.
—Hasta entonces.
Theron les estrechó la mano.
Salieron de su oficina a la calle.
—Es legal —dijo Hydt, casi para sí.
Iban en dirección a la oficina de Green Way, cuando Dunne recibió una llamada telefónica. Colgó al cabo de unos minutos.
—Era acerca de Stephan Diamini —explicó.
—¿Quién?
—El empleado del departamento de mantenimiento que tenemos que eliminar. El que tal vez vio los correos electrónicos sobre el viernes.
—Ah. De acuerdo.
—Nuestra gente descubrió su chabola en Prirnrose Gardens, al este de la ciudad.
—¿Cómo vas a organizarlo?
—Al parecer, su hija adolescente se quejó de un traficante de drogas de los alrededores. Amenazó con matarla. Lo montaremos de manera que parezca que es el responsable de la muerte de Diamini. Ya ha puesto bombas incendiarias en otras ocasiones.
—Así que Diamini tiene familia.
—Mujer y cuatro hijos —explicó Dunne—. También tendremos que matarlos. Podría haber contado a su mujer lo que vio. Y si vive en una chabola, la familia sólo tendrá una o dos habitaciones, de modo que cualquiera pudo enterarse. Utilizaremos granadas antes de las bombas incendiarias. Creo que la hora de cenar será lo más apropiado. Todos estarán juntos en una habitación. —Dunne echó una mirada al hombre alto—. Morirán deprisa.
—No me preocupa que sufran —replicó Hydt.
—A mí tampoco. Sólo quería decir que será una forma sencilla de matarlos con celeridad. Práctica, ya sabes.
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Después de que los hombres se marcharan, el suboficial Kwalene Nkosi se levantó del escritorio donde había estado examinando listas de precios de armas automáticas y cabeceó en dirección a la pantalla.
—Es asombroso lo que se puede comprar en línea, ¿verdad, comandante Bond?
—Supongo.
—Si compramos nueve ametralladoras, nos regalan la décima —bromeó al sargento Mbalula, el que tecleaba sin cesar con dos dedos.
—Gracias por intervenir con lo del ERS, suboficial —dijo Bond.
No había reconocido la abreviatura del Ejército de Resistencia del Señor, un grupo con el que cualquier mercenario de África estaría familiarizado. La operación habría podido concluir en un desastre.
La «secretaria» de Bond, Bheka Jordaan, miró por la ventana.
—Se van. No veo gente de seguridad.
—Creo que los hemos engañado —dijo el sargento Mbalula.
Daba la impresión de que el truco había tenido éxito. Bond estaba convencido de que uno de los hombres (el astuto Dunne, lo más probable) querría ver su delegación de Ciudad del Cabo.
Creía que un sólido decorado sería fundamental para seducir a Hydt y conducirle a creer que era un mediador afrikáner que debía desprenderse de muchos cuerpos.
Mientras Bond telefoneaba a Hydt para conseguir entrar en Green Way, Jordaan había descubierto una pequeña oficina gubernamental alquilada por el Ministerio de Cultura, pero que se hallaba en desuso. Nkosi había impreso algunas tarjetas con la dirección, y antes de que Bond se reuniera con Hydt y Dunne, los agentes del SAPS se habían desplazado al edificio.
—Usted será mi socia —había dicho Bond a Jordaan con una sonrisa—. Será una buena tapadera para mí tener una socia inteligente… y atractiva.
Ella se había encrespado.
—Para resultar creíble, una oficina necesita una secretaria, y debe ser una mujer.
—Como quiera.
—No quiero —repuso ella, tensa—, pero así tendrá que ser.
Bond había imaginado que los hombres se presentarían de improviso, pero no que Hydt querría ver fotos de los campos de exterminio, aunque lo sospechaba. En cuanto Hydt entró en la oficina, había llamado a Jordaan para decirle que buscara fotos de fosas comunes en África, en los archivos de ejércitos y cuerpos de policía. Por desgracia, había sido de lo más fácil, y ya había bajado una docena cuando Bond regresó de la oficina de Hydt.
—¿Puede quedarse alguien aquí durante uno o dos días? —Preguntó Bond—. Por si Dunne vuelve.
—Puedo desprenderme de un agente —contestó la mujer—. Sargento Mbalula, usted se quedará de momento.
—Sí, capitana.
—Informaré a un patrullero de la situación para que le sustituya. —Se volvió hacia Bond—. ¿Cree que Dunne volverá?
—No, pero es posible. Hydt es el jefe, pero se distrae con frecuencia. Dunne está más concentrado y es más suspicaz. En mi opinión, eso lo convierte en alguien más peligroso.
—Comandante. —Nkosi abrió un gastado maletín—. Esto se lo ha enviado el cuartel general.
Sacó un grueso sobre. Bond lo abrió. Dentro encontró diez mil rands en billetes de banco usados, un pasaporte falso de Sudáfrica, tarjetas de crédito y una tarjeta monedero, todo a nombre de Eugene J. Theron. La Rama 1 había obrado su magia una vez más.
También había una nota:
Reserva para estancia abierta en hotel Table Mountain, habitación con vistas al mar.
Bond se lo guardó todo en los bolsillos.
—¿Cómo es el Lodge Club, donde tengo que reunirme con Hydt esta noche?
—Demasiado caro para mí —respondió Nkosi.
—Es un restaurante y sala de fiestas —explicó Jordaan—. No he ido nunca. Antes era un club de caza privado. Sólo para hombres blancos. Después de las elecciones de 1994, cuando el Congreso Nacional Africano, el CNA, llegó al poder, los propietarios prefirieron disolver el club y vender el edificio antes que abrirlo a todo el mundo. A la junta no le preocupaba admitir hombres negros o de color, pero no quería mujeres. Estoy segura de que no existe ese tipo de clubes en su país, ¿verdad, James?
Bond no admitió que, en realidad, sí existía ese tipo de establecimientos en el Reino Unido.
—En mi club favorito de Londres verá lo que es la auténtica democracia en funcionamiento. Cualquiera es libre para hacerse socio… y perder dinero en las mesas de juego. Como me pasa a mí. Con cierta frecuencia, debería añadir.
Nkosi rió.
—Si alguna vez visita Londres, sería un placer enseñárselo —dijo Bond a Jordaan.
De nuevo, la oficial pareció considerar sus palabras un flirteo descarado, porque hizo caso omiso del comentario.
—Lo llevaré en coche al hotel. —El agente de policía alto estaba muy serio—. Creo que dejaré el SAPS si me puede conseguir empleo en Inglaterra, comandante.
Para trabajar en el ODG o en el MI6, había que ser ciudadano británico e hijo de un ciudadano, como mínimo, o de alguien que tuviera lazos importantes con Inglaterra. También se exigía residir en el país.
—Después de mi gran trabajo de espía —el brazo de Nkosi barrió la habitación—, ahora sé que soy un actor morrocotudo. Iré a Londres y trabajaré en el West End. Es ahí donde están los teatros famosos, ¿verdad?
—Pues, sí.
Aunque hacía años que Bond no iba a ninguno de manera voluntaria.
—Estoy seguro de que triunfaré —dijo el joven—. Siento debilidad por Shakespeare. David Mamet también es muy bueno. Sin duda.
Bond supuso que, trabajando para una jefa como Bheka Jordaan, Nkosi no disponía de muchas posibilidades de ejercitar su sentido del humor.