El mayor riesgo de James Bond al asumir la tapadera extraoficial de Gene Theron era que tal vez Niall Dunne le había visto en Serbia o en los Fens, o bien había obtenido su descripción en Dubái, si el hombre de la chaqueta azul que le seguía trabajaba para Hydt.
En cuyo caso, cuando Bond entrara con el mayor descaro en la oficina de Green Way en Ciudad del Cabo y propusiera a Hydt una sociedad para deshacerse de los cuerpos ocultos en tumbas secretas repartidas por toda África, Dunne lo mataría en el acto, o bien le trasladaría a su propio campo de exterminio, con el fin de llevar a cabo el trabajo con más eficacia.
Pero ahora, tras haber estrechado la mano del misterioso Severan Hydt, Bond creía que su tapadera aguantaría. De momento. Al principio, Hydt se había mostrado suspicaz, por supuesto, pero había preferido conceder a Theron el beneficio de la duda. ¿Por qué? Porque Bond le había tentado con algo irresistible: muerte y putrefacción.
Aquella mañana, en la sede central del SAPS, Bond se había puesto en contacto Philly Maidenstone y Osborne-Smith (su nuevo aliado), y habían extraído los datos de las tarjetas de crédito de Hydt y de Green Way. Habían averiguado que no sólo había viaja solo a los campos de exterminio de Camboya, sino también a Craovia, en Polonia, donde había visitado varias veces Auschwitz. Entre sus compras de aquel viaje se contaban pilas AA y una segunda memoria flash para la cámara.
Ese hombre ha inventado un nuevo concepto del porno…
Bond decidió que, al irrumpir en la vida de Hydt, le ofrecería la posibilidad de satisfacer aquella lujuria: acceso a los campos de exterminio secretos de toda África y un proyecto de reciclar restos humanos.
Durante las últimas tres horas Bond se había esforzado, bajo la tutela de Bheka Jordaan, en convertirse en un mercenario afrikáner de Durban. Gene Theron gozaría de unos antecedentes poco usuales: tenía antepasados hugonotes en lugar de holandeses, y sus padres preferían utilizar el inglés y el francés cuando era pequeño, lo cual explicaba por qué no hablaba mucho el afrikaans. Una educación inglesa en Kenia explicaría su acento. No obstante, había obligado a Bond a aprender algo de la lengua: si Leonardo Dicaprio y Matt Damon habían dominado la sutil entonación en películas recientes (y eran estadounidenses, por el amor de Dios), él también podía.
Mientras ella le enseñaba los datos que un mercenario sudafricano debía saber, el sargento Mbalula había ido al armario de pruebas y localizado un hortera reloj Breitling perteneciente a un traficante de drogas encarcelado, que reemplazó al elegante Rólex de Bond, además de una pulsera de oro para el boyante mercenario. Después, había ido a una joyería del Garden Shopping Centre, en Mill Street, donde había comprado un anillo de sello de oro y había mandado grabar las iniciales EJT.
Entretanto, el suboficial Kwalene Nkosi había trabajado febrilmente con la Rama 1 del QDG de Londres con el fin de recrear al ficticio Gene Theron, colgando en Internet información biográfica falsa sobre el curtido mercenario, con fotos pasadas por Photoshop y detalles de su empresa ficticia.
Una serie de conferencias sobre identidades ficticias en Fort Monckton podían resumirse en la frase introductoria del monitor: «Si no estás presente en la web, no existes».
Nkosi también había impreso tarjetas de EJT Services Ltd, y el MI6 de Pretoria solicitó la devolución de algunos favores para conseguir registrar la empresa en un tiempo récord, con los documentos antedatados. Esto no le hizo ninguna gracia a Jordaan (para ella, representaba una violación de la sagrada norma de la ley), pero como ni el SAPS ni ella estaban implicados, lo dejó pasar. La Rama 1 creó también una falsa investigación criminal en Camboya sobre el dudoso comportamiento de Theron en Myanmar, que mencionaba turbias actividades en otros países.
El falso afrikáner superó el primer obstáculo. El segundo, y más peligroso, estaba cerca. Hydt llamó por teléfono a Niall Dunne para presentarle a «un hombre de negocios de Durban».
—Una pregunta —dijo Hydt después de colgar, en tono indiferente—: ¿Tiene fotos de los campos? ¿Y de las tumbas?
—Eso podría arreglarse.
—Bien.
Hydt sonrió como un colegial. Se pasó el dorso de la mano sobre la barba.
Bond oyó que la puerta se abría a su espalda.
—Ah, aquí está mi socio, Niall Dunne… Niall, te presento a Gene Theron. De Durban.
Había llegado el momento. Bond se levantó, dio media vuelta y se acercó al irlandés. Le miró a los ojos y le ofreció la tensa sonrisa de un hombre de negocios que se encuentra con otro por primera vez. Cuando se estrecharon las manos, Dunne le lanzó una mirada, un navajazo de los fríos ojos azules.
Sin embargo, no detectó suspicacia en su mirada. Bond estaba convencido de que no lo había reconocido.
El irlandés cerró la puerta y dirigió una mirada inquisitiva a su jefe, quien le entregó la tarjeta de EJT Services. Los hombres se sentaron.
—El señor Theron trae una propuesta —dijo entusiasmado Hydt, que resumió el plan.
Bond se dio cuenta de que Dunne también estaba intrigado.
—Sí —dijo—. Podría estar bien. Hay que pensar en cierta logística, por supuesto.
—El señor Theron conseguirá que veamos algunas fotos de los emplazamientos —continuó Hydt—. Para que nos hagamos una idea mejor de lo que implicaría.
Dunne le dirigió una mirada de preocupación. El irlandés no era suspicaz, pero parecía confuso al respecto.
—Hemos de estar en la planta a las cinco y media —recordó a Hydt—. En cuanto a la reunión, su oficina está a la vuelta de la esquina. —Había memorizado la dirección de un solo vistazo, observó Bond—. ¿Por qué no va a buscar esas fotografías?
—Bien… Supongo que podría —dijo Bond, sorprendido. Dunne lo miró fijamente.
—Estupendo.
Cuando abrió la puerta para que Bond saliera, su chaqueta se abrió y reveló la Beretta que llevaba al cinto, tal vez la utilizada para asesinar a los hombres en Serbia.
¿Era un mensaje? ¿Una advertencia?
Bond fingió no verla. Se despidió de los dos hombres con un cabeceo.
—Volveré dentro de media hora.
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Pero sólo habían transcurrido cinco minutos desde la partida de Gene Theron, cuando Dunne dijo:
—Vámonos.
—¿Adónde?
Hydt frunció el ceño.
—A la oficina de Theron. Ahora.
Hydt notó que el irlandés tenía una de aquellas expresiones en la cara, retadora, malhumorada.
Aquellos celos extravagantes de nuevo. ¿En qué estaría pensando Dunne?
—¿Por qué?, ¿no confías en él?
—No es mala idea —dijo con indiferencia Dunne—. Hemos estado hablando, de deshacernos de cadáveres, pero para lo del viernes da igual. Se me antoja demasiado casual que aparezca así, como caído del cielo. Me pone nervioso.
Como si el frío zapador pudiera albergar tales sentimientos.
Hydt se serenó. Necesitaba tener al lado a alguien que fuera realista, y era verdad que la propuesta de Theron le había seducido mucho.
—Tienes razón, por supuesto.
Recogieron sus chaquetas y salieron del despacho. Dunne le guió hasta la dirección impresa en la tarjeta del hombre.
El irlandés tenía razón, pero Severan Flydt rezó para que Theron fuera legal. Los cadáveres, y las hectáreas de huesos. Ardía en deseos de verlos, respirar el aire que los rodeaba. Y también quería las fotos.
Llegaron al edificio de oficinas donde se hallaba la sucursal de Theron en Ciudad del Cabo. Era típico del distrito comercial de la ciudad, metal y piedra funcionales. Este edificio en concreto parecía medio desierto. Cosa curiosa, no había nadie de guardia en el vestíbulo. Los hombres subieron en ascensor hasta la cuarta planta y buscaron la puerta del despacho, el número 403.
—No hay ningún nombre de la empresa —observó Hydt—. Sólo el número. Qué raro.
—Aquí hay algo que no cuadra —dijo Dunne. Aguzó el oído—. No oigo nada.
—A ver si está abierta.
Dunne movió el pomo.
—Cerrada con llave.
Hydt estaba de lo más decepcionado, y se preguntó sí habría revelado algo incriminatorio a Theron. No lo creía.
—Deberíamos llamar a algunos de nuestros agentes de seguridad. Cuando Theron vuelva, si lo hace, nos lo llevaremos al sótano. Y descubriré qué está tramando.
Estaban a punto de marcharse cuando Hydt, desesperado por creer que Theron era legal, dijo:
—Llama, a ver si hay alguien dentro.
Dunne vaciló, pero después se abrió la chaqueta y reveló la culata de la Beretta Los grandes nudillos del hombre llamaron a la puerta de madera.
Nada.
Se volvieron hacia el ascensor.
En aquel preciso momento, la puerta se abrió.
Gene Theron parpadeó sorprendido.
—Hydt… Dunne. ¿Qué hacen aquí?