—Debe morir.
Sentado en su despacho del edificio de Green Way International, situado en el centro de Ciudad del Cabo, Severan Hydt aferraba con fuerza el teléfono mientras escuchaba las gélidas palabras de Niall Dunne. No, reflexionó, eso no era cierto. Ni frío ni calor. Su comentario había sido completamente neutro.
Que, a su manera, era lo más escalofriante.
—Explícate —dijo Hydt, mientras dibujaba distraído un triángulo con las largas y amarillentas uñas sobre el escritorio.
Dunne le contó que un empleado de Green Way había averiguado algo sobre Geherina. Era uno de los obreros legales de la planta de eliminación de residuos de Ciudad del Cabo, situada al norte de la ciudad, el cual no sabía nada de las actividades clandestinas de Hydt. Por casualidad, había entrado en una zona restringida del edificio principal, y era posible que hubiera visto algunos correos electrónicos sobre el proyecto.
—En aquel momento no pudo saber qué significaban, pero cuando el incidente salte a las primeras planas, a finales esta semana, como así será, sin duda, tal vez lo comprenda y entonces llame a la policía.
—¿Qué sugieres?
—Estoy en ello.
—Pero si lo matas, la policía hará preguntas, puesto que es un empleado.
—Me ocuparé de él donde vive, un poblado de asentamientos informales. No habrá muchos policías, tal vez ninguno. Los taxis lo investigarán, sin duda, pero no nos causarán ningún problema.
En los municipios, asentamientos informales, e incluso en los nuevos lokasies, las compañías de minibuses hacían algo más que proporcionar transporte. Habían adoptado el papel de juez y jurado, veían casos, y perseguían y castigaban a los delincuentes.
—De acuerdo. Pero hay que proceder con rapidez.
—Esta noche, después de que vuelva a casa.
Dunne colgó y Hydt volvió a su trabajo. Desde la llegada, había dedicado toda la mañana a los preparativos para la fabricación de las nuevas máquinas de destrucción de discos duros de Mandi Al Fulan, y a dar instrucciones a los comerciales de Green Way para que empezaran a buscar clientes.
Pero su mente vagaba y continuaba imaginando el cadáver de la joven, Stella, ahora enterrada en una tumba bajo las incansables arenas del desierto, al sur de Dubái. Si bien su belleza en vida no le había excitado, la imagen que se materializaría en su mente al cabo de unos meses o años sí lo conseguiría. Y dentro de un milenio, sería como los cuerpos que había visto la noche anterior en el museo.
Se levantó, colgó la chaqueta de una percha y volvió al escritorio. Recibió y efectuó una serie de llamadas telefónicas, todas relativas a los negocios legales de Green Way. Ninguna fue particularmente emocionante… hasta que el jefe de ventas de Sudáfrica, que trabajaba en el piso de abajo, llamó a Hydt.
—Severan, tengo al teléfono a un afrikáner de Durban. Quiere hablar contigo sobre un proyecto de eliminación de residuos.
—Envíale un folleto y dile que estaré ocupado hasta la semana que viene.
Gehenna era lo prioritario, y a Hydt no le interesaba hablar de cuentas nuevas en aquel momento.
—No quiere contratarnos. Habla de llegar a acuerdos entre Green Way y su empresa.
—¿Una empresa conjunta? —preguntó con cinismo Hydt. Los empresarios siempre se materializaban cuando empezabas a disfrutar del éxito y recibías publicidad en tu profesión.
—Demasiada actividad en estos momentos. No me interesa. No obstante, dale las gracias.
—De acuerdo. Ah, pero se supone que debía hacer hincapié en una cosa. Algo raro. Me ha pedido que te dijera que su problema es el mismo de Isandlwana en 1870 y pico.
Hydt desvió la vista de los documentos que tenía delante. Un momento después, reparó en que asía con fuerza el teléfono.
—¿Estás seguro de que te ha dicho eso?
—Sí. «Lo mismo que en Isandlwana». No tengo ni idea de a qué se refería.
—¿Está en Durban?
—La sede central de su empresa, sí. Hoy está en la oficina de Ciudad del Cabo.
—Pregúntale si puede venir.
—¿Cuándo?
Una levísima pausa.
—Ya.
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En enero de 1879, la guerra entre el Reino Unido y el reino zulú se inició con una sorprendente derrota de los británicos. En Isandlwana, una fuerza abrumadora (veinte mil zulúes contra menos de dos mil soldados ingleses y coloniales), combinada con decisiones tácticas equivocadas, dieron como resultado una derrota aplastante. Fue allí donde los zulúes rompieron el cuadrado británico, la famosa formación defensiva en la que una línea de soldados disparaba, mientras que la de detrás volvía a cargar y lanzaba contra el enemigo una andanada casi incesante de balas, en aquella ocasión con rifles de retrocarga Martin y Henry.
Pero la táctica había fracasado: murieron mil trescientos soldados británicos y de las fuerzas aliadas.
El problema de la «eliminación de residuos» a que se había referido el afrikáner sólo podía significar una cosa. La batalla se había librado en enero, durante los ardientes días de pleno verano en la región conocida ahora como KwaZulu-Natal. Eliminar los cuerpos a toda prisa era una necesidad… y un problema logístico mayúsculo.
La eliminación de los restos era también uno de los principales problemas que plantearía Gehenna en futuros proyectos, y Hydt y Dunne habían hablado de él durante el mes anterior.
¿Por qué demonios un hombre de negocios de Durban tenía un problema similar y necesitaba la ayuda de Hydt?
Diez largos minutos después, su secretaria apareció en el umbral de la puerta.
—Un tal señor Theron está aquí, señor. De Durban.
—Bien, bien. Hazlo pasar, por favor.
La joven desapareció y regresó un momento después con un hombre de aspecto duro y nervioso, que paseó la vista alrededor del despacho de Hydt con cautela, pero con cierto aire desafiante. Iba vestido como un ejecutivo de Sudáfrica: traje y camisa elegantes, pero sin corbata. Fuera cual fuera su especialidad, debía tener éxito. Una pesada pulsera de oro rodeaba su muñeca derecha, y su reloj era un destellante Breitling. Un anillo de sello, también de oro, y pelín hortera, pensó Hydt.
—Buenos días. —El hombre estrechó la mano de Hydt. Reparó en las largas uñas amarillentas, pero no se inmutó, como había sucedido en más de una ocasión—. Gene Theron.
—Severan Hydt.
Intercambiaron tarjetas.
Eugene Theron
Presidente, EJT Services, Ltd.
Durban, Ciudad del Cabo y Kinshasa
Hydt reflexionó: una oficina en la capital del Congo, una de las ciudades más peligrosas de África. Interesante.
El hombre miró hacia la puerta, que estaba abierta. Hydt se levantó y la cerró, y después volvió a su escritorio.
—¿Es usted de Durban, señor Theron?
—Sí, y mi oficina principal está allí, pero siempre viajo mucho. ¿Y usted?
El leve acento era melódico.
—Londres, Holanda y aquí. También voy a Extremo Oriente y la India. Donde me llevan los negocios. Bien, «Theron». Es un apellido hugonote, ¿verdad?
—Sí.
—Nos olvidamos de que los afrikáners no siempre son holandeses.
Theron arqueó una ceja, como si hubiera escuchado comentarios similares desde que era niño y estuviera cansado de ellos.
El teléfono de Hydt sonó. Miró la pantalla. Era Niall Dunne.
—Perdone un momento, por favor —dijo a Theron, el cual asintió—. ¿Sí?
Hydt apretó el teléfono contra el oído.
—Theron es legal. Pasaporte sudafricano. Vive en Durban y tiene una empresa de seguridad con la sede central allí, y delegaciones aquí y en Kinshasa. Padre afrikáner, madre inglesa. Se crió sobre todo en Kenia.
»Se sospecha que ha suministrado tropas y armas a regiones en conflicto de África, Sudeste Asiático y Pakistán. No hay investigaciones en activo. Los camboyanos le detuvieron durante una investigación sobre tráfico de seres humanos y mercenarios, debido a sus actividades en Shan, en Myanmar, pero le soltaron. Nada en la Interpol. Y tiene mucho éxito, por lo que he visto.
Hydt ya lo había deducido. El Breitling del hombre debía de valer unas cinco mil libras.
—Acabo de enviarte una foto —añadió Dunne.
Hydt pensó que parecía celoso. Tal vez el mercenario tenía un proyecto que desviaría la atención de los planes de Dunne para Gehenna.
—Sus cifras de ventas son mejores de lo que imaginaba. Gracias. —Cortó—. ¿Cómo ha sabido de mí?
Aunque estaban solos, Theron bajó la voz, al tiempo que volvía sus ojos duros y avezados hacia Hydt.
—Camboya. Estuve trabajando allí. Algunas personas me hablaron de usted.
Ah. Hydt comprendió ahora, lo cual le excitó. El año anterior, en gira de negocios por el Extremo Oriente, se detuvo a visitar varios cementerios de los tristemente famosos campos de exterminio, donde los jemeres rojos habían asesinado a millones de camboyanos en la década de 1970. En el cementerio de Choeung Ek, donde casi nueve mil cadáveres habían sido enterrados en fosas comunes, Hydt había hablado con varios veteranos sobre la matanza, y tomado cientos de fotografías para su colección. Uno de los nativos habría mencionado su nombre a Theron.
—¿Ha dicho que fue allí de viaje de negocios? —preguntó Hydt, pensando en lo que Dunne había averiguado.
—Cerca —contestó Theron, esquivando el asunto.
Hydt sentía una gran curiosidad, pero como era ante todo un hombre de negocios intentó disimular su entusiasmo.
—¿Y qué tienen que ver Isandlwana y Camboya conmigo?
—Existen lugares donde se perdieron cantidades ingentes de vidas. Muchos cuerpos fueron enterrados en el campo de batalla.
Choeung Ek fue un genocidio, no una batalla, pero Hydt se abstuvo de corregirle.
—Se han convertido en zonas sagradas. Y eso es bueno, supongo, aunque… —El afrikáner hizo una pausa—. Le voy a hablar de un problema del que me he enterado, y de una solución que se me ha ocurrido. Después, dígame si ve posible la solución y si está interesado en ayudarme.
—Adelante.
—Tengo muchos contactos con gobiernos y empresas en diversas partes de África. —Theron hizo una pausa—. Darfur, el Congo, la República Centroafricana, Mozambique, Zimbabue y algunas más.
Regiones conflictivas, observó Hydt.
—Y estos grupos están preocupados por las consecuencias de, digamos, una terrible catástrofe natural, como sequía, hambruna o tormentas, o cuando se produce una enorme pérdida de vidas y hay que enterrar los cuerpos. Como en Camboya o Tsandlwana.
—Esos casos comportan graves problemas sanitarios —dijo Hydt con inocencia—. Contaminación del suministro de agua, enfermedades…
—No —replicó Theron—. Me refiero a otra cosa. Superstición.
—¿Superstición?
—Digamos, por ejemplo, que debido a la falta de dinero o recursos se han abandonado los cadáveres en fosas comunes. Una vergüenza, pero sucede.
—Muy cierto.
—Bien, si un gobierno u organización benéfica desea construir algo por el bien de la gente (un hospital, una urbanización o una carretera en esa zona), se muestran reticentes. El terreno es perfecto, hay dinero para construir y obreros que desean trabajar, pero mucha gente tiene miedo de los fantasmas o espíritus, y de ir al hospital o mudarse a una de las casas. Para mí es absurdo, y para usted también, estoy seguro. Pero así es la gente. —Theron se encogió de hombros—. Es triste que la salud y la seguridad de los ciudadanos de esas zonas tengan que verse afectadas a causa de sus ideas estúpidas.
Hydt estaba fascinado. Golpeteaba con las uñas sobre el escritorio. Se obligó a parar.
—Bien, he aquí mi idea: estoy pensando en ofrecer un servicio, bueno, a esas agencias gubernamentales para eliminar los restos humanos. —Su rostro se iluminó—. Esto permitirá construir más fábricas, hospitales, carreteras, granjas y escuelas, y ayudará a los pobres y desventurados.
—Sí. Volver a enterrar los cuerpos en otro lugar.
Theron apoyó las manos sobre el escritorio. El anillo de sello de oro brilló bajo la luz del sol.
—Ésa es una posibilidad. Pero sería muy caro. Y el problema surgiría otra vez en el nuevo emplazamiento.
—Cierto, pero ¿hay otras alternativas?
—Su especialidad.
—¿Cuál?
—Tal vez, reciclar —susurró Theron.
Hydt lo comprendió con claridad meridiana. Gene Theron, mercenario, y de mucho éxito, había suministrado tropas y armas a diversos ejércitos y señores de la guerra de toda África, hombres que, en secreto, habían masacrado a cientos de miles de personas y escondido los cuerpos en fosas comunes. Ahora, estaban empezando a sentirse preocupados por si gobiernos legítimos, fuerzas de mantenimiento de la paz, la prensa o grupos pro derechos humanos descubrían los cadáveres.
Theron había ganado dinero aportando los medios de destrucción. Ahora, quería ganar dinero destruyendo las pruebas de su uso.
—Me parece una solución interesante —continuó Theron—. Pero yo no sabría cómo hacerlo. Sus… intereses en Camboya y su negocio de reciclaje me dijeron que tal vez usted también había pensado en esto. O estaría dispuesto a considerarlo. —Sus ojos fríos miraron a Hydt—. Estaba pensando en cemento o yeso. ¿O fertilizante?
¡Convertir los cadáveres en productos que no podrían ser reconocidos como restos humanos! Hydt apenas pudo contenerse. Brillantísimo. Debían de existir cientos de oportunidades como aquélla a lo largo y ancho del mundo: Somalia, la antigua Yugoslavia, Latinoamérica…, y había montones de campos de exterminio en África. Miles. Se le hinchó el pecho.
—Bien, mi idea es ésta: una sociedad al cincuenta por ciento. Yo suministro los residuos y usted los recicla.
Daba la impresión de que la idea divertía a Theron.
—Creo que quizá podamos hacer negocios juntos.
Hydt ofreció la mano al afrikáner.