La comisaría central de policía, en Buitenkant Street, situada en el centro de Ciudad del Cabo, parecía un hotelito agradable más que un edificio gubernamental. De dos pisos de altura con paredes de ladrillo rojo y tejado de tejas rojas, dominaba la amplia y despejada avenida, sembrada de palmeras y jacarandas.
El conductor se detuvo delante para que bajaran. Jordaan y Nkosi pasearon la vista a su alrededor. Al no advertir señales de vigilancia o amenazas, el suboficial indicó con un ademán a Bond que saliera. Sacó el ordenador portátil y la maleta del asiento de atrás, y después siguió a los agentes al interior.
Cuando entraron en el edificio, Bond parpadeó sorprendido al ver una placa que rezaba «SERVAMUS ET SERVIMUS», el lema del SAPS, supuso: «Protegemos y servimos».
Lo que le sorprendió fue que las dos palabras principales en latín eran como un eco siniestro e irónico del nombre de pila de Severan Hydt.
Sin esperar al ascensor, Jordaan subió al primer piso por la escalera. Su modesto despacho estaba forrado de libros y revistas profesionales, planos actuales de Ciudad del Cabo y de la Provincia Occidental del Cabo y un mapa enmarcado de la costa occidental de Sudáfrica de ciento veinte años antes, que plasmaba la región de Natal, con el puerto de Durban y la ciudad de Ladysmith misteriosamente encerradas dentro de un círculo de tinta desteñida. Zululandia y Suazilandia figuraban al norte.
Había fotografías enmarcadas sobre el escritorio de Jordaan. Un hombre rubio y una mujer de piel oscura cogidos de la mano. Aparecían en varias más. La mujer ostentaba un vago parecido con Jordaan, y Bond supuso que eran sus padres. También destacaban las fotos de una mujer anciana con ropa tradicional africana, y otras en que aparecían niños. Bond decidió que no eran de Jordaan. No había fotos de ella con su pareja.
Estaba divorciada, recordó.
Sobre el escritorio descansaban unas cincuenta carpetas. En el mundo de la policía, como en el del espionaje, el papeleo tiene un papel más destacado que las armas de fuego y otros artilugios.
Pese a que estaban a finales de otoño en Sudáfrica, la temperatura era suave y hacía calor en el despacho. Tras un momento de debatir consigo misma, Jordaan se quitó la chaqueta y la colgó. La blusa negra era de manga corta, y Bond vio una larga franja de maquillaje a lo largo de la parte interna del antebrazo derecho No parecía muy amante de los tatuajes, pero tal vez tapaba uno. Después, decidió que no era eso, que la crema debía cubrir una larga y ancha cicatriz.
Cruz de Oro al Valor…
Bond se sentó frente a ella al lado de Nkosi, quien se había desabrochado la chaqueta y estaba parado muy tieso.
—¿El coronel Tanner les habló de mi misión? —preguntó Bond a los dos.
—Sólo que estaba investigando a Severan Hydt por un asunto de seguridad nacional.
Bond les contó todo lo que sabían acerca del Incidente Veinte (también llamado Gehenna) y de las muertes que se producirían el viernes.
Nkosi frunció el ceño. Jordaan asimiló la información con ojos impávidos. Juntó las manos. Anillos discretos rodeaban el dedo medio de cada mano.
—Entiendo. ¿Y las pruebas son creíbles?
—Sí. ¿Le sorprende?
—Severan Hydt es un malvado improbable —replicó la mujer—. Sabemos quién es, por supuesto. Abrió Green Way International aquí hará dos años, y tiene contratos que cubren casi todos los trabajos de recogida y reciclaje de desperdicios en las principales ciudades de Sudáfrica, como Pretoria, Durban, Port Elizabeth, Joburg y, por supuesto, en todo el oeste. Ha hecho muchas cosas buenas por nuestra nación. El nuestro es un país de transición, como usted ya sabe, y nuestro pasado ha conducido a problemas con el medio ambiente. Minas de oro y diamantes, pobreza y ausencia de infraestructuras se han cobrado su peaje. La recogida de desperdicios era un grave problema en municipios y asentamientos informales. Para compensar los desplazamientos causados por la ley de Zonas Reservadas, en la época del apartheid el Gobierno construyó residencias (lokasies, o emplazamientos, las llamaban) para que la gente viviera en ellas en lugar de en chabolas. Pero incluso allí la población era tan elevada que la recogida de desperdicios no podía llevarse a cabo con eficacia, cuando ello era posible. Las enfermedades constituían un problema. Severan Hydt ha dado la vuelta a esa situación. También dona fondos para el sida y organizaciones caritativas que intentan paliar el hambre.
Casi todas las empresas criminales serias tienen a bordo especialistas en relaciones públicas, reflexionó Bond. Ser un «malvado improbable» no te exime de ser sometido a una investigación diligente.
Por lo visto, Jordaan percibió su escepticismo.
—Sólo estoy diciendo que no encaja con el perfil de un terrorista o un archicriminal —continuó—. Pero si lo es, mi departamento está dispuesto a prestarle toda su ayuda.
—Gracias. ¿Sabe algo sobre su socio, Niall Dunne?
—Nunca había oído ese nombre hasta esta mañana. Le he investigado. Entra y sale de aquí con pasaporte británico legal, y lo lleva haciendo desde hace varios años. Nunca hemos tenido ningún problema con él. No consta en ninguna lista de vigilancia.
—¿Qué sabe de la mujer que les acompaña?
Nkosi consultó un expediente.
—Pasaporte estadounidense. Jessica Barnes. Para nosotros es una incógnita, por así decirlo. Carece de antecedentes. Ninguna actividad delictiva. Nada. Tenemos algunas fotos.
—Ésa no es ella —dijo Bond, mientras miraba las imágenes de una joven rubia hermosísima.
—Lo siento, tendría que haberle advertido. Son fotos antiguas. Las bajé de Internet. —Nkosi dio la vuelta a la foto—. Ésta es de los años setenta. Fue miss Massachussets y compitió en el concurso de miss Estados Unidos. Ahora tiene sesenta y cuatro años.
Bond advirtió el parecido, ahora que sabía la verdad.
—¿Dónde está la oficina de Green Way? —preguntó.
—Hay dos —explicó Nkosi—. Una cerca, y otra, a unos treinta kilómetros de aquí, en dirección norte, la mayor planta de recogida y reciclaje de desperdicios de Hydt.
—Tengo que entrar en ellas y descubrir qué está tramando.
—Por supuesto —dijo Bheka Jordaan. Siguió una larga pausa—. Pero está hablando de medios legales, ¿verdad? —¿«Medios legales»?
—Puede seguirle por la calle, y puede observarle en público. Pero no puedo conseguir una orden judicial para que instale un micrófono en su casa o en su oficina. Como ya he dicho, Severan Hydt no ha hecho nada malo aquí.
Bond estuvo a punto de sonreír.
—En mi trabajo, no suelo solicitar órdenes judiciales.
—Bien, pues yo sí. Por supuesto.
—Capitana, este hombre ha intentado asesinarme dos veces, en Serbia y en Inglaterra, y ayer urdió la muerte de una joven, y probablemente un colaborador de la CIA, en Dubái.
Ella frunció el ceño, y su cara mostró compasión.
—Una lástima. Pero esos crímenes no se cometieron en suelo sudafricano. Si me presentan una orden de extradición de esas jurisdicciones, aprobada por un magistrado de aquí, la cumpliré con mucho gusto. Pero en ausencia de eso…
Levantó las manos.
—No queremos detenerlo —dijo Bond exasperado—. No queremos pruebas para enjuiciarlo. La explicación de mi presencia aquí es que quiero descubrir qué está planeando para el viernes, e impedirlo. Ésa es mi intención.
—Ningún problema, siempre que sea de manera legal. Si está pensando en entrar en su casa o en su oficina por la fuerza, eso sería allanamiento de morada, lo cual le haría acreedor de una querella criminal.
La mujer volvió los ojos, como granito negro, hacia él, y a Bond no le cupo la menor duda de que disfrutaría ciñéndole las esposas a sus muñecas.