Cuando el Boeing de Air Emirates se deslizó con suavidad sobre la pista de Ciudad del Cabo en dirección a la puerta, James Bond se estiró y se calzó los zapatos. Se sentía como nuevo. Nada más despegar de Dubái se había administrado dos Jim Beam con un poco de agua. La medicina había obrado su magia, y había gozado de casi siete horas de sueño ininterrumpido. Estaba revisando ahora mensajes de texto de Bill Tanner.
Contacto: Cap. Jordaan, Represión e Investigación del Crimen, Servicio de Policía SA. Jordaan se encontrará contigo © aeropuerto. Vigilancia activa sobre Hydt.
Le seguía un segundo:
Gregory Lamb del MI6 continúa en Eritrea. Opinión general, evítalo si es posible.
Había un último mensaje:
Me alegra saber que Osborne-Smith y tú habéis hecho las paces. ¿Para cuándo la despedida de solteros?
Bond se vio forzado a sonreír.
El avión se detuvo ante la puerta y el sobrecargo recitó la liturgia del aterrizaje, que Bond conocía también.
«Tripulación, pasen puertas a manual y verifiquen. Damas y caballeros, tengan cuidado cuando abran los compartimientos de arriba. Puede que el contenido se haya movido durante el vuelo».
Bendito seas, hijo mío, porque el Destino ha decidido devolverte sano y salvo a la Tierra…, al menos durante un tiempo más.
Bond bajó su ordenador portátil (había facturado su maleta, que contenía el arma) y se dirigió a Inmigración, atravesando el abarrotado vestíbulo. Le pusieron un sello letárgico en el pasaporte. Entró en la aduana. Enseñó el permiso de armas a un corpulento y serio agente, con el fin de poder recoger su maleta. El aduanero le miró fijamente. Bond se puso en tensión y se preguntó si tendría problemas;
—Vale, vale —dijo el hombre, y su ancho y resplandeciente rostro se infló con el poder de la burocracia—. Ahora, dígame la verdad.
—¿La verdad? —preguntó Bond con calma.
—Sí… Cuando va de caza, ¿cómo consigue acercarse lo bastante a un kudú o una gacela para utilizar su arma?
—Ésa es la cuestión.
—Ya me lo imaginaba.
Entonces, Bond frunció el ceño.
—Pero yo nunca cazo gacelas.
—¿No? Con ellas se hace el mejor tasajo.
—Tal vez, pero disparar contra una gacela daría mala suerte a un inglés en un campo de rugby.
El agente de aduanas lanzó una carcajada estentórea, estrechó la mano de Bond y le indicó la salida con un cabeceo.
La sala de llegadas estaba atestada. Casi todo el mundo vestía a la occidental, aunque algunas personas utilizaban el atuendo africano tradicional: los hombres, dashikis y conjuntos de brocado, y las mujeres, caftanes kente y turbantes, todos de colores brillantes. También se veían vestiduras y pañuelos musulmanes, así como algunos saris.
Mientras Bond atravesaba el punto de encuentro de pasajeros, detectó diversos idiomas y muchos más dialectos. Siempre le había fascinado el chasquido de los idiomas africanos. En algunas palabras, la boca y la lengua creaban aquel exacto sonido para las consonantes. El khoisan (hablado por los aborígenes de aquella parte de África) lo utilizaba casi siempre, aunque zulúes y xhosas también lo empleaban. Bond lo había intentado, pero descubrió que era imposible imitar aquel sonido.
Como su contacto, el capitán Jordaan, no apareció de inmediato, entró en un café, se dejó caer sobre un taburete delante del mostrador y pidió un expreso doble. Lo bebió, pagó y salió, mientras miraba a una hermosa ejecutiva. Tendría unos treinta y cinco años, calculó, con exóticos pómulos prominentes. Su espeso y ondulado pelo negro albergaba algunos mechones de un gris prematuro, lo cual aumentaba su sensualidad. El traje rojo oscuro, sobre una blusa negra, era corto, y revelaba una figura llenita pero atlética.
«Creo que me va a gustar Sudáfrica», pensó, y sonrió cuando la dejó pasar delante de él, camino de la salida. Como la mayoría de mujeres hermosas en mundos transitorios como los aeropuertos, no le hizo caso.
Se quedó varios segundos en el centro de Llegadas, y después decidió que tal vez Jordaan esperaba que él le abordara. Envió un mensaje de texto a Tanner, pidiéndole una fotografía. Pero justo después de pulsar el botón de enviar, localizó al agente de policía: un pelirrojo grande y barbudo con traje marrón claro, una especie de oso, el cual miró a Bond una sola vez, casi sin reaccionar, pero dio media vuelta con bastante celeridad y se acercó a un quiosco a comprar cigarrillos.
El espionaje es una cuestión de sutileza: identidades falsas que enmascaran quién eres en realidad, conversaciones insípidas sembradas de palabras en clave que transmiten datos asombrosos, objetos inocentes utilizados para ocultar otros o como armas.
La repentina decisión de Jordaan de ir a comprar cigarrillos era un mensaje. No se había acercado a Bond porque había gente hostil presente.
Miró hacia atrás y no detectó señales de amenazas. Siguió instintivamente el protocolo prescrito. Cuando un agente te da largas, sales de la zona inmediata con la máxima discreción posible y te pones en contacto con un intermediario, quien coordina una nueva cita en un lugar más seguro. Bill Tanner sería ese intermediario.
Bond empezó a encaminarse hacia la salida.
Demasiado tarde.
Cuando vio que Jordaan entraba en el lavabo de caballeros, guardando en el bolsillo unos cigarrillos que tal vez jamás consumiría, oyó una voz ominosa cerca de su oído.
—No se vuelva.
El inglés estaba impregnado de una suave capa de acento nativo. Intuyó que el hombre era alto y delgado. Por el rabillo del ojo, Bond distinguió a otro cómplice, como mínimo, más bajo pero también más corpulento. Este hombre se movió con celeridad y procedió a aligerarle del ordenador portátil y la maleta que contenía su inútil Walther.
—Salga del vestíbulo… ya —dijo el primer esbirro.
No podía hacer otra cosa que obedecer. Se volvió y tomó la dirección que había indicado el hombre, siguiendo un pasillo desierto.
Bond analizó la situación. A juzgar por el eco de los pasos, Bond sabía que el compañero del hombre alto estaba lo bastante alejado para que su primer movimiento sólo pudiera neutralizar a uno de los dos al instante. El hombre más bajo tendría que desembarazarse del ordenador portátil y la maleta de Bond, lo cual concedería a éste unos cuantos segundos para lanzarse sobre él, pero aun así tendría tiempo de desenfundar la pistola. Podría derribar a su adversario, pero no antes de que disparara unas cuantas balas.
No, reflexionó Bond, demasiados inocentes. Era mejor esperar a estar fuera.
—Salga por la puerta de su izquierda. Le he dicho que no mirara atrás.
Salieron al ardiente sol. Aquí era otoño, la temperatura fresca, el cielo de un azul asombroso. Cuando se acercaron al bordillo de una obra desierta, un Range Rover negro abollado avanzó y frenó con un chirrido.
Más personas hostiles, pero nadie salió del vehículo. Propósito… y respuesta.
El propósito era secuestrarle. Su respuesta sería ceñirse al protocolo básico: desorientar y atacar. Se colocó el Rolex sobre los dedos a modo de puño de hierro y se volvió de repente hacia el par de matones con una sonrisa desdeñosa. Eran jóvenes y muy serios, y su piel contrastaba con el blanco brillante de sus camisas almidonadas. Llevaban traje (uno marrón, y el otro, azul marino) y corbatas oscuras estrechas. Debían de ir armados, pero el exceso de confianza les había impulsado a dejar enfundadas sus armas.
Cuando la puerta del Range Rover se abrió a su espalda, Bond se apartó para que no le pudieran atacar por detrás y analizó la situación. Decidió romper la mandíbula del primero y utilizar su cuerpo como escudo, mientras avanzaba hacia el hombre más bajo. Miró con calma a los ojos del hombre y rió.
—Creo que lo denunciaré a la oficina de turismo. Me han hablado mucho de la cordialidad de Sudáfrica. Esperaba bastante más de su hospitalidad.
Antes de que pudiera lanzarse, oyó a su espalda una dura voz femenina, procedente del vehículo.
—Y se la habríamos ofrecido de no haberse convertido en un objetivo tan evidente, tomándose un café a la vista de todo el mundo con un elemento hostil suelto por el aeropuerto.
Bond relajó el puño y se volvió. Miró al interior del vehículo y trató sin éxito de disimular su sorpresa. La hermosa mujer a la que acababa de ver momentos antes en Llegadas estaba sentada en el asiento de atrás.
—Soy la capitana Bheka Jordaan, SAPS, División de Represión e Investigación del Crimen.
—Ah.
Bond examinó su boca de labios gruesos, sin maquillaje, y sus ojos oscuros. No sonreía.
Su móvil zumbó. El mensaje le reveló que tenía un mensaje de Bill Tanner, junto con, por supuesto, una foto MMS de la mujer que tenía delante de él.
—Comandante Bond —dijo el secuestrador alto—, soy el suboficial del SAPS Kwalene Nkosi.
Extendió la mano y sus palmas se tocaron a la manera tradicional sudafricana: un apretón inicial, como en Occidente, seguido de otro apretón vertical y vuelta al original. Bond sabía que consideraban de mala educación soltarse las manos demasiado deprisa. Por lo visto, lo había hecho bien: Nkosi saludó con cordialidad, y después cabeceó en dirección al hombre más bajo, quien estaba colocando la maleta y el ordenador portátil de Bond en el asiento trasero.
—Ése es el sargento Mbalula.
El hombre corpulento asintió sin sonreír y, después de apilar las pertenencias de Bond desapareció a toda prisa, probablemente en dirección a su vehículo.
—Le ruego que perdone nuestra brusquedad, comandante —dijo Nkosi—. Pensamos que era mejor sacarlo del aeropuerto lo antes posible, en vez de perder el tiempo con explicaciones.
—No deberíamos perder más tiempo con cumplidos, suboficial —murmuró impaciente Bheka Jordaan.
Bond se sentó a su lado. Nkosi se acomodó en el asiento del copiloto. Un momento después, el turismo negro del sargento Mbalula, también camuflado, paró detrás de ellos.
Vámonos —bramó Jordaan—. Deprisa.
El Range Rover se alejó del bordillo y se sumergió en el tráfico, lo cual granjeó al conductor una serie de enérgicos bocinazos y maldiciones letárgicas, y aceleró a más de noventa kilómetros por hora en una zona de cuarenta.
Bond desenganchó el móvil del cinturón. Tecleó y leyó las respuestas.
—¿Pasa algo, suboficial? —preguntó Jordaan a Nkosi.
El hombre estaba mirando por el retrovisor y contestó en lo que parecía zulú o xhosa. Bond no hablaba ninguno de ambos idiomas, pero a juzgar por el tono de la respuesta y la reacción de la mujer, nadie les seguía. Cuando salieron de los terrenos del aeropuerto y se dirigieron hacia un grupo de montañas bajas pero impresionantes, bastante lejanas, el vehículo aminoró algo la velocidad.
Jordaan extendió la mano. Bond se dispuso a estrecharla, sonriente, y después se quedó inmóvil. La mujer sostenía un teléfono móvil.
—Si no le importa —dijo en tono serio—, haga el favor de tocar la pantalla.
Para que luego le hablaran a Bond de relaciones internacionales amistosas.
Cogió el teléfono, apretó el pulgar en el centro de la pantalla y lo devolvió. Ella leyó el mensaje que apareció.
—James Bond. Grupo de Desarrollo Exterior, Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth. Ahora querrá confirmar mi identidad. —Extendió la mano con los dedos abiertos—. Supongo que cuenta con una aplicación capaz de tomarme las huellas.
—No es necesario.
—¿Por qué? —Preguntó ella con frialdad—. ¿Porque para usted soy una mujer hermosa y no necesita investigar más? Podría ser una asesina. Podría ser una terrorista de Al Qaeda con un chaleco-bomba.
Bond decidió callar que el anterior examen de su figura no había revelado pruebas de explosivos.
—No necesito sus huellas porque —contestó—, además de la foto de usted que mi oficina acaba de enviarme, mi móvil leyó sus iris hace unos minutos y me confirmó que es usted la capitana Bheka Jordaan, de la División de Represión e Investigación del Crimen, del Servicio de Policía de Sudáfrica. Trabaja con ellos desde hace ocho años. Vive en la Leeuwen Street de Ciudad del Cabo. El año pasado recibió la Cruz de Oro al Valor. Felicidades.
También había averiguado su edad, treinta y dos años, su sueldo y que estaba divorciada.
El suboficial Nkosi se volvió en su asiento y echó un vistazo al móvil.
—Comandante Bond —dijo con una amplia sonrisa—, ese juguete es estupendo. Sin duda.
—¡Kwalene! —le reprendió Jordaan.
La sonrisa del joven desapareció. Se volvió para seguir vigilando el retrovisor.
La mujer miró con desdén el móvil de Bond.
—Iremos a la comisaría y pensaremos en cómo afrontar la situación de Severan Hydt. Trabajé con su teniente coronel Tanner cuando estaba en el MI6, de modo que accedí a ayudarle. Es un hombre inteligente y muy entregado a su trabajo. Y todo un caballero, además.
Lo cual implicaba que Bond, probablemente, no lo era. Se irritó por el hecho de que la mujer se hubiera ofendido hasta tal punto por lo que había sido una sonrisa inocente (relativamente inocente) en el vestíbulo de Llegadas. Era atractiva, y él no podía ser el primer hombre que flirteaba con ella.
—¿Hydt está en su oficina? —preguntó.
—Exacto —dijo Nkosi—. Niall Dunne y él se encuentran en Ciudad del Cabo. El sargento Mbalula y yo les seguimos desde el aeropuerto. Les acompañaba una mujer.
—¿Los tienen bajo vigilancia?
—En efecto —dijo el hombre delgado—. Nos inspiramos en Londres para la distribución de nuestras cámaras de seguridad, de modo que hay cámaras por todo el centro de la ciudad. Hydt está en su oficina, vigilado desde un emplazamiento central. Podemos seguirle a donde quiera que vaya. Nosotros tampoco carecemos de juguetes, comandante.
Bond sonrió.
—Ha hablado de un elemento hostil en el aeropuerto —dijo a Jordaan.
—Inmigración nos informó de que un hombre llegó de Abu Dabi más o menos a la misma hora que usted. Viajaba con un pasaporte británico falso. Lo descubrimos justo después de que saliera de Aduanas y desapareciera.
¿El hombre grandote al que había confundido con Jordaan? ¿O el hombre de la chaqueta azul que le seguía en el centro comercial de Dubái Creek? Los describió.
—No lo sé —replicó Jordaan—. Como ya he dicho, nuestra única información era documental. Como no nos lo esperábamos, pensé que era mejor no encontrarnos en persona en el vestíbulo de Llegadas. En cambio, envié a mis agentes. —De repente, se inclinó hacia delante—. ¿Nos sigue alguien? —preguntó a Nkosi.
—No, capitana. No nos sigue nadie.
—Parece preocupada por la vigilancia —comentó Bond.
—Sudáfrica es como Rusia. El antiguo régimen ha caído y vivimos en un mundo nuevo. Eso atrae a gente que desea ganar dinero e implicarse en política y toda clase de asuntos. A veces de manera legal, y otras no.
—Aquí tenemos un dicho —intervino Nkosi—: «Cuántas más oportunidades hay, más espían llegan». En el SAIPS no lo olvidamos nunca, y solemos mirar hacia atrás con frecuencia. Le convendría hacer lo mismo, comandante Bond. Sin duda.