En aquel momento, el sistema de megafonía difundió un mensaje en árabe.
Bond se detuvo para escuchar. Lo entendió a medias. Un momento después, la traducción inglesa se lo confirmó.
—Caballeros, quienes tengan entradas para el espectáculo de las siete hagan el favor de pasar por la puerta del Ala Norte.
Era la entrada a la cual se estaban acercando Hydt y Al Fulan, situada al fondo del vestíbulo principal. No se marchaban del museo. Si aquel era el lugar donde moriría la gente, ¿por qué no huían los dos hombres?
Bond se alejó del panel de alarma en dirección a la puerta. El guardia lo miró una vez más, y después dio media vuelta, al tiempo que abrochaba la solapa de la funda.
Hydt y su colega se pararon en la entrada de una exposición especial que albergaba el museo. Bond exhaló el aire poco a poco, y comprendió por fin. El título de la exposición era «Muerte en la arena». Un cartel en la entrada explicaba que durante el otoño anterior unos arqueólogos habían descubierto una fosa común de mil años de antigüedad, situada cerca del oasis Liwa de Abu Dabi, a unos cien kilómetros del golfo Pérsico tierra adentro. Toda una tribu árabe nómada, compuesta por noventa y dos personas, había sido atacada y asesinada. Justo después de la batalla, una, tormenta de arena había enterrado los cadáveres. Cuando se descubrió la aldea el año anterior, se encontraron los restos en perfecto estado de conservación gracias a las arenas secas y calientes.
Exponían los cuerpos disecados tal como los habían encontrado, recreando la aldea. Por lo visto, en consideración hacia el público en general, los cuerpos estaban tapados con pudor. La exposición especial de esta noche, a las siete, sólo para hombres, estaba reservada a científicos, médicos y profesores. Los cadáveres no estaban cubiertos. Al parecer, Al Fulan había conseguido una entrada para Hydt.
Bond estuvo a punto de lanzar una carcajada, y le invadió una oleada de alivio. Los malentendidos, e incluso los errores flagrantes, se dan a menudo en el oficio del espionaje, cuando los agentes deben trazar planes y ejecutarlos tan sólo a partir de meros fragmentos dispersos de la información de que disponen. Con frecuencia, los resultados de tales equivocaciones son desastrosos. Bond no conseguía recordar ni un solo ejemplo en que lo contrarío fuera cierto, como en aquel momento, cuando una tragedia inminente se convertía en una excursión cultural de lo más inocuo. Su primera idea fue que disfrutaría contando la historia a Philly Maidenstone.
No obstante, dejó de sentirse de tan buen humor cuando pensó en que había estado a punto de dar al traste con la misión por salvar a noventa personas que llevaban muertas casi un milenio.
Entonces, su estado de ánimo se ensombreció cuando echó un vistazo a la sala de exposiciones y vislumbró escenas del macabro panorama: cuerpos disecados, algunos de los cuales conservaban gran parte de la piel, similar al cuero. Otros eran casi esqueletos. Con las manos extendidas, tal vez suplicando piedad por última vez. Formas demacradas de madres que acunaban a sus hijos. Las cuencas de los ojos vacías, los dedos como sarmientos, y numerosas bocas retorcidas en horrendas sonrisas a causa de los estragos del tiempo y la putrefacción.
Bond contempló el rostro de Hydt, mientras el Trapero examinaba a las víctimas. Estaba fascinado. Un deseo casi sexual brillaba en sus ojos. Incluso Al Fulan parecía cohibido por el placer que exhibía su socio comercial.
Nunca había oído tanta alegría ante la perspectiva de matar…
Hyde tomaba foto tras foto, el flash repetido de su móvil bafeaba los cuerpos de una luz brillante, que los dotaba de un aspecto todavía más sobrenatural y horrendo.
«Menuda pérdida de tiempo», reflexionó Bond. Todo cuanto había averiguado por mediación de su viaje era que Hydt contaba con unas cuantas máquinas nuevas para sus operaciones de reciclaje, y que le excitaban las imágenes de cadáveres. ¿Sería el Incidente Veinte, fuera lo que fuera, otra malinterpretación del mensaje interceptado? Pensó en la redacción del texto original, y llegó a la conclusión de que lo planeado para el viernes era una amenaza real.
… bajas iniciales calculadas en miles, intereses británicos gravemente afectados, transferencia de fondos tal como se acordó.
No cabía ninguna duda de que se trataba de la descripción de un ataque.
Hydt y Al Fulan se estaban internando en la sala de exposiciones y, sin el pase especial, Bond no podría seguirles. Pero Hoyt se puso a hablar de nuevo. Bond levantó el teléfono.
—Espero que comprenda lo de esa novia suya. ¿Cómo se llama?
—Stella —dijo Al Fulan—. No, no nos queda otra alternativa. Cuando descubra que no voy a dejar a mi esposa, se convertirá en un peligro. Sabe demasiado. La verdad, últimamente me ha dado muchos problemas.
—Mí socio se encargará de todo —continuó Hydt—. La llevará al desierto, y conseguirá que desaparezca. Haga lo que haga, será eficaz. Es asombroso lo bien que lo planea… todo.
Por eso el irlandés se había quedado en el almacén.
Si iba a matar a Stella, aquel viaje implicaba algo más que negocios legales. Tendría que dar por sentada su relación con el Incidente Veinte. Bond salió a toda prisa del museo y llamó a Felix Leiter. Tenían que salvar a la joven y averiguar lo que sabía.
Sin embargo, el móvil de Leiter sonó cuatro veces, y después se conectó el buzón de voz. Bond probó de nuevo. ¿Por qué demonios no descolgaba el estadounidense? ¿Estaban Nasad y él intentando salvar a Stella en aquel momento, tal vez peleando con el Irlandés o el chófer, o con ambos?
Otra llamada. De nuevo el buzón de voz. Bond se puso a correr, atravesando el zoco mientras las voces evocadoras que llamaban a los fieles a la plegaria vibraban en el cielo crepuscular.
Sudoroso y jadeante llegó al almacén de Al Fulan cinco minutos después. El Town Car de Hydt había desaparecido. Bond pasó por el agujero que había practicado antes en la valla. La ventana por la que Leiter había entrado estaba ahora cerrada. Bond corrió hacia el almacén y utilizó una ganzúa para abrir una puerta lateral. Entró y desenfundó la Walther.
El lugar parecía desierto, aunque oyó un zumbido de maquinaria no muy lejos.
Ni rastro de la chica. ¿Dónde estaban Leiter y Nasad?
Unos segundos después, Bond averiguó la respuesta a esa pregunta, al menos en parte. En la habitación donde había entrado Leiter descubrió manchas de sangre en el suelo, frescas. Había señales de lucha y varias herramientas tiradas en el suelo, junto con la pistola y el teléfono de Leiter.
Bond imaginó lo ocurrido. Leiter y Nasad se habían separado, y el estadounidense se había escondido aquí. Debía de estar vigilando al irlandés y a Stella, cuando el chófer árabe lo atacó por la espalda y le golpeó con una llave inglesa o un tubo. ¿Habrían sacado a rastras a Leiter, para luego meterlo en el maletero del Town Park y llevárselo al desierto con la chica?
Con la pistola en la mano, Bond se encaminó hacia la puerta de la que salía el ruido de maquinaria.
Se quedó de piedra cuando contempló la escena.
El hombre de la chaqueta azul (el que le había seguido antes) estaba haciendo rodar la forma apenas consciente de Felix Leiter hacia una de las enormes compactadoras. El agente de la CIA estaba despatarrado sobre la cinta transportadora, con los pies por delante, aunque el artilugio no se movía, pese a que la máquina estaba en funcionamiento. En el centro, dos enormes planchas metálicas a cada lado de la cinta presionaban hacia delante, casi tocándose, y después retrocedían para recibir una nueva pila de chatarra.
Las piernas de Leiter se encontraban a sólo dos metros de ellas.
Su atacante levantó la vista, frunció el ceño y miró al intruso.
Bond apuntó al hombre.
—¡Las manos a los costados! —gritó.
El interpelado obedeció, pero de repente saltó a la derecha y oprimió un botón de la máquina, para luego huir y desaparecer de la vista de Bond.
La cinta transportadora avanzó con determinación, de forma que Leiter se deslizó hacía las gruesas planchas de acero, que se acercaban hasta quedar separadas por tan sólo quince centímetros de distancia, y después retrocedían para aceptar más desperdicios.
Bond corrió hacia la máquina y apretó el botón rojo de apagado, para luego perseguir a su atacante. Pero el motor no se detuvo de inmediato. La cinta continuó transportando a su amigo hacía las mortíferas planchas, que no cesaban de moverse atrás y adelante.
¡Maldita sea! Bond desenfundó la Walther y retrocedió. Agarró a Leiter y se esforzó por sacarlo de la maquinaria, pero la cinta transportadora estaba dotada de dientes puntiagudos para aferrar mejor a su presa, y atraparon la ropa de Leiter.
Continuó arrastrándolo hacia el compactador, con la cabeza colgando y los ojos cubiertos por un hilo de sangre.
Cuarenta y cinco centímetros, cuarenta… Treinta.
Bond saltó sobre la cinta, apoyó un pie contra el marco, enrolló la chaqueta de Leiter alrededor de sus manos y tiró con todas sus fuerzas. La velocidad disminuyó, pero el enorme motor continuó empujando hacia adelante la cinta, bajo las planchas que se movían atrás y adelante.
Leiter se hallaba a veinte centímetros, y después a quince, de las planchas que convertirían en papilla sus pies y tobillos.
Bond tiró con más fuerza, su brazo y sus músculos presa de un atroz dolor, mientras gemía a causa del esfuerzo.
Ocho centímetros…
La cinta se detuvo por fin y, con un jadeo hidráulico, las planchas también.
Bond, sin aliento, desenredó los pantalones del estadounidense de los dientes de la cinta y le depositó en el suelo. Corrió a la zona de carga y descarga, al tiempo que desenfundaba su arma, pero no vio ni rastro del hombre de azul. Después, mientras vigilaba por si aparecían otras amenazas, Bond volvió con el agente de la CIA, quien estaba recuperando la conciencia. Se sentó poco a poco con la ayuda de Bond y se orientó.
—No puedo dejarte solo ni cinco minutos, ¿eh? —dijo Bond, disimulando el horror que había sentido por el destino atroz de su amigo, mientras examinaba la herida de la cabeza y la secaba con un paño que había encontrado cerca.
Leiter contempló la máquina. Sacudió la cabeza. Después, la familiar sonrisa invadió su rostro enjuto.
—Los ingleses siempre llegáis en el momento menos oportuno. Ya lo tenía.
—¿Hospital? —preguntó Bond. Su corazón latía acelerado a causa del esfuerzo y del alivio por el desenlace.
—No. —El estadounidense examinó el paño. Estaba manchado de sangre, pero Leiter parecía más furioso que herido—. ¡Caramba, James, el plazo ha expirado! ¿Y las noventa personas?
Bond le contó lo de la exposición.
Leíter lanzó una ronca carcajada.
—¡Menuda plancha! Hermano, qué metedura de pata. Así que le ponen los cadáveres. ¿Y quería fotos de ellos? Ese hombre ha inventado un nuevo concepto del porno.
Bond recogió el teléfono y el arma de Leiter y se los devolvió.
—¿Qué pasó, Felix?
Los ojos de Leiter se apagaron.
—El conductor del Town Car entró en el almacén después de que tú te marcharas. Le vi hablar con el irlandés, mirando a la chica. Sabía que estaban tramando alguna maldad, y eso significaba que ella sabía algo. Decidí emplear la diplomacia para salvarla. Presentarnos como inspectores de seguridad o algo por el estilo. Antes de que pudiera moverme, agarraron a la chica, la inmovilizaron con cinta aislante y la arrastraron hacia la oficina. Envié a Yusuf al otro lado y me dirigí hacia ellos, pero ese hijo de puta me golpeó antes de que hubiera recorrido tres metros. El tipo del centro comercial, el que te seguía.
—Lo sé. Le vi.
—Tío, ese hijo de puta es un experto en artes marciales, te lo digo yo. Me dejó fulminado.
—¿Dijo algo?
—Gruñó un montón. Cuando me golpeó.
—¿Estaba trabajando con el irlandés o con Al Fulan? —No lo sé. No los vi juntos.
—¿Y la chica? Tenemos que encontrarla, si es posible.
—Es probable que se dirijan al desierto. Si tenemos suerte, Yusuf los estará siguiendo. Tal vez intentó llamar cuando yo estaba inconsciente.
Con la ayuda de Bond, el agente se puso en pie. Cogió el teléfono y pulsó el botón de marcación rápida.
Oyeron cerca el gorjeo de un tono de llamada, una alegre melodía electrónica. Pero apagada.
Ambos hombres pasearon la vista a su alrededor.
Entonces, Leiter se volvió hacia Bond.
—¡Joder! —susurró el estadounidense, al tiempo que cerraba los ojos un momento. Volvieron corriendo al compactador. El sonido procedía del interior de una gran bolsa de basura llena, que la máquina había cerrado automáticamente con un cable, y después vomitado sobre la plataforma de carga y descarga para que fuera transportada en una carretilla hasta el lugar donde sería destruida.
Bond también comprendió lo que había pasado.
—Echaré un vistazo —dijo.
—No —replicó con firmeza Leiter—. Es cosa mía.
Desanudó el cable, respiró hondo y miró en el interior de la bolsa. Bond se reunió con él.
El apretado batiburrillo de piezas metálicas afiladas, cables y tuercas, tornillos y roscas, estaba entrelazado con una masa informe de carne y tela sanguinolentas, fragmentos de órganos humanos y huesos.
Los ojos vidriosos del rostro aplastado y deforme de Yusuf Nasad miraban a los dos hombres.
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Sin pronunciar palabra, regresaron al Alfa y echaron un vistazo al sistema de seguimiento por satélite, el cual informó que la limusina de Hydt había vuelto al Intercontinental. Había hecho dos breves paradas en el camino, tal vez para trasladar a la chica a otro coche, que la conduciría al desierto en su último viaje, y para recoger a Hydt en el museo.
Un cuarto de hora después, Bond entró con el Alfa en el aparcamiento del hotel.
—¿Quieres una habitación? —preguntó Bond—. ¿Para curarte eso?
Señaló la cabeza de Leiter.
—No, necesito un buen trago. Me lavaré un poco. Nos encontraremos en el bar.
Aparcaron y Bond abrió el maletero. Recogió la bolsa del ordenador portátil y dejó la maleta dentro. Leiter se colgó al hombro su bolsa y encontró una gorra marcada, por así decirlo, con el logo del equipo de fútbol americano de los Longhorns de la Universidad de Texas. Se la encasquetó con cuidado sobre la herida y embutió debajo su pelo rojizo. Entraron en el hotel por la puerta lateral.
Leiter fue a lavarse, y Bond, tras comprobar que no había nadie del séquito de Hydt en el vestíbulo, salió fuera. Examinó a un grupo de conductores de limusina parados en grupo y charlando animadamente. Bond no vio al conductor de Hydt. Hizo un gesto al más menudo del grupo, y el hombre se acercó ansioso.
—¿Tienes una tarjeta? —preguntó Bond.
—Ya lo creo, señor. —Le dio una. Bond la guardó en el bolsillo—. ¿Qué le apetece, señor? ¿Un paseo por las dunas? ¡No, ya lo sé, el zoco del oro! Para su señora. Le llevará algo de Dubái y será su héroe.
—El hombre que alquiló esa limusina…
La mirada de Bond se paseó un momento sobre la limusina de Hydt.
Los ojos del conductor se apagaron. Bond no estaba preocupado. Sabía cuándo alguien estaba en venta. Probó de nuevo.
—Lo conoces, ¿verdad?
—No especialmente, señor.
—Pero los conductores siempre habláis entre vosotros. Sabéis todo lo que pasa aquí. Sobre todo en relación con un tipo tan curioso como el señor Hydt.
Deslizó al hombre quinientos dirhams.
—Sí, señor. Sí, señor. Puede que haya oído algo… Déjeme pensar. Sí, quizá.
—¿Qué pudo ser?
—Creo que él y sus amigos han ido al restaurante. Estarán un par de horas o así. Es un restaurante muy bueno. Las comidas son largas.
—¿Alguna idea de adónde irán desde aquí?
Un cabeceo. Pero sin palabras que lo acompañaran. Otros quinientos dirhams se reunieron con los anteriores. El hombre lanzó una carcajada suave y cínica.
—La gente es descuidada cuando está con nosotros. No somos más que gente para llevar a esos tipos de un sitio a otro. Somos camellos. Bestias de carga. Me refiero al hecho de que la gente piensa que no existimos. Por lo tanto, se creen que no oímos lo que dicen delante de nosotros, por delicado que sea. Por valioso que sea.
Bond le enseñó más dinero y luego se lo volvió a meter en el bolsillo.
El conductor paseó la vista a su alrededor un momento.
—Esta noche vuela a Ciudad del Cabo. Un avión privado, que despega dentro de tres horas. Como ya le he dicho, el restaurante de abajo es famoso por su experiencia culinaria pausada y suntuosa. —Un falso puchero—. Pero sus preguntas me revelan que usted no desea que le reserve mesa. Lo comprendo. Tal vez en su próximo viaje a Dubái…
Bond le entregó el resto del dinero. Después, sacó la tarjeta del hombre y le dio vueltas con el pulgar.
—¿Sabes mi socio? ¿Viste al tipo fornido que entró conmigo? —¿El tipo duro?
—Sí, el tipo duro. Yo me iré pronto de Dubái, pero él se quedará. Ruega con todas tus fuerzas que tu información sobre el señor Hydt sea exacta.
La sonrisa desapareció como arena.
—Sí, sí, señor, es completamente exacta, lo juro por Alá, alabado sea.