James Bond, Felix Leiter y Yusuf Nasad se encontraban a quince metros de la fábrica, agachados detrás de un contenedor grande, observando a Hydt, el irlandés y a un árabe con la habitual vestimenta blanca, además de una atractiva mujer morena, a través de una ventana de la zona de carga y descarga.
Con Bond y Leiter en el Alfa del estadounidense, y Nasad en su Ford en la retaguardia, empezaron a seguir al Lincon Town Car desde el Intercontinental, pero ambos agentes se dieron cuenta al instante de que el conductor árabe estaba iniciando maniobras de evasión. Preocupado por si los veían, Bond utilizó una aplicación de su móvil para pintar el coche con un perfil MASINT, tomó sus coordenadas con láser, y después envió los datos al centro de seguimiento de la GCHQ. Leiter levantó el pie del acelerador y dejó que los satélites siguieran al vehículo, mientras transmitía los resultados al móvil de Bond.
—¡Joder! —Había exclamado Leiter al ver el móvil de Bond—. Yo quiero uno igual.
Bond había seguido el avance del Town Car en su plano y guiado a Leiter, seguidos de Nasad, en la dirección general de Hydt, que estaba demostrando ser una ruta muy enrevesada. Por fin, él Lincoln volvió hacia Deira, la parte antigua de la ciudad. Unos minutos después, Bond, Leiter y su colaborador llegaron, dejaron los coches en un callejón que separaba dos almacenes polvorientos y cortaron la valla de acero para ver mejor lo que estaban tramando Hydt y el irlandés. El conductor del Lincoln se había quedado en el aparcamiento.
Bond se colocó un auricular y dirigió la cámara del móvil hacia el cuarteto, escuchando con una aplicación que había desarrollado Sanu Hirani. El Vibra-Micro reconstruía la conversación observada a través de ventanas o puertas transparentes leyendo las vibraciones en el cristal u otras superficies lisas cercanas Combinaba lo que detectaba por mediación del sonido con información visual de los movimientos de los labios y las mejillas, la expresión del ojo y el lenguaje corporal. En circunstancias como aquélla podía reconstruir conversaciones con un ochenta y cinco por ciento de fiabilidad.
—Están hablando de equipo para las instalaciones de Green Way —dijo Bond después de escuchar la conversación—, ¡su empresa legal. Maldita sea!
—Mira a ese hijo de puta —susurró el estadounidense—. Sabe que unas noventa personas van a morir dentro de media hora, y es como si estuviera hablando con una vendedora sobre los píxeles de una pantalla gigante de televisión.
El teléfono de Nasad zumbó. Aceptó la llamada y habló en un árabe muy rápido, algunas de cuyas palabras Bond fue capaz de descifrar. Estaba recibiendo información sobre la fábrica. Desconectó y explicó a los agentes que el lugar era propiedad de un ciudadano de Dubái, Mandi Al Fulan. Una foto confirmó que era el hombre con quien estaban Hydt y el irlandés. No era sospechoso de mantener lazos con terroristas, nunca había estado en Afganistán y daba la impresión de ser un simple ingeniero y hombre de negocios. En fecha reciente había desarrollado un escáner óptico en una mina terrestre que era capaz de distinguir entre varios uniformes o insignias amigos y enemigos.
Bond recordó las notas que había encontrado en March: radio de la explosión…
Cuando se reanudó la conversación en el almacén, Bond ladeó la cabeza y escuchó una vez más.
—Quiero irme al… acontecimiento —estaba diciendo Hydt al irlandés—. Mandi y yo nos iremos ahora. —Se volvió hacia el árabe con ojos espeluznantes, casi ávidos—. No está lejos, ¿verdad?
—No, podemos ir a pie.
Hydt se volvió hacia su socio irlandés.
—Mientras, tal vez Stella y tú podríais comentar algunos detalles técnicos.
El irlandés se volvió hacia la mujer, mientras Hydt y el árabe desaparecían en el interior del almacén.
Bond cerró la aplicación y miró a Leiter.
—Hydt y Al Fulan se van al lugar donde tendrá lugar el incidente. Se marchan a pie. Yo les seguiré. A ver si puedes descubrir algo más ahí dentro. La mujer y el irlandés van a quedarse. Acércate más si puedes. Te llamaré cuando descubra lo que está pasando.
—Por supuesto.
Nasad asintió.
Bond examinó su Walther y la devolvió a la funda.
—Espera, James —dijo Leiter—. Salvar a esa gente, a esas noventa personas o así, bien, podría delatarte. Si cree que lo sigues, Hydt tal vez se acobarde y desaparezca, y nunca lo encontrarías, a menos que tramara otro Incidente Veinte. Y entonces guardaría el secreto con mucha más cautela. Si le dejas que siga adelante con sus planes, no se enterará de que lo persigues.
—¿Que los sacrifique, quieres decir?
El estadounidense sostuvo la mirada de Bond.
—Es una decisión difícil. No sé si yo podría tomarla, pero hay que pensarlo.
—Ya lo he hecho. Y no, no van a morir.
Vio que los dos hombres salían a pie del recinto.
Leiter corrió acuclillado hacia el edificio y se coló a través de una pequeña ventana, para luego desaparecer en silencio al otro lado. Volvió a aparecer e hizo un gesto. Nasad se reunió con él.
Bond pasó a través de la brecha practicada en la valla y siguió a sus dos objetivos. Después de varias manzanas de callejones industriales, Hydt y Al Fulan entraron en el zoco cubierto de Deira: cientos de puestos al aire libre, así como tiendas más convencionales, donde se podía comprar oro, especias, zapatos, televisores, cedés, videos, chocolatinas Mars, recuerdos, juguetes, ropa occidental y de Oriente Medio… Cualquier cosa que pudiera imaginarse. Sólo una parte de la población allí presente parecía nacida en los Emiratos. Bond oyó retazos de conversaciones en tamil, malayo, urdu y tagalo, pero relativamente poco árabe. Había cientos de compradores. Se desarrollaban intensas negociaciones en todos los puestos y en todas las tiendas, las manos gesticulaban con frenesí, los ceños se fruncían, se intercambiaban palabras tensas.
Do buy…
Bond les seguía a una distancia discreta, buscando cualquier señal del objetivo de ambos: la gente que iba a morir dentro de veinticinco minutos.
¿Qué podía haber tramado el Trapero? ¿Un ensayo en vistas a la carnicería del viernes, que sería diez o veinte veces peor? ¿O acaso aquello no guardaba la menor relación? Tal vez Hydt estaba utilizando su fachada de hombre de negocios internacional como tapadera. ¿Serían él y el irlandés simples asesinos sofisticados?
Bond se abrió paso entre el gentío de comerciantes, compradores, turistas y estibadores que cargaban los dhows. Había muchísima gente, justo antes del Maghrib, la oración del ocaso. ¿Sería el mercado el lugar del ataque?
Entonces, Hydt y Al Fulan salieron del zoco y continuaron andando medía manzana más. Se detuvieron y miraron un edificio moderno, de tres pisos de altura, con grandes ventanales, que dominaba el Dubái Creek. Era un edificio público, lleno de hombres, mujeres y niños. Bond se acercó más y vio un letrero en árabe e inglés.
MUSEO DE LOS EMIRATOS.
De modo que aquél era el objetivo. Y muy bueno. Bond lo examinó. Al menos cien personas deambulaban sólo por la planta baja, y habría muchos más en los pisos de arriba. El edificio estaba cerca de la ría, con una estrecha calle delante, lo cual significaba que a los vehículos de urgencias les costaría mucho acercarse al escenario de la carnicería.
Al Fulan paseó la vista a su alrededor, inquieto, pero Hydt entró por la puerta principal. Desaparecieron entre la multitud.
«No voy a permitir que esta gente muera». Bond se colocó el auricular y conectó la aplicación de escucha del móvil. Siguió a los dos hombres al interior, pagó la entrada y se acercó más a sus objetivos, al tiempo que se confundía entre un grupo de turistas occidentales.
Pensó en lo que Felix Leiter había dicho. Salvar a esta gente tal vez alertaría a Hydt de que alguien le seguía.
¿Qué haría M en estas circunstancias?
Supuso que el viejo sacrificaría a los noventa por salvar a miles. Había sido almirante en activo en la Marina Real. Los oficiales de ese rango siempre tenían que tomar decisiones difíciles.
«Maldita sea —pensó Bond—, debo hacer algo». Vio niños campando a sus anchas, hombres y mujeres mirando y comentando los objetos, gente riendo, y gente asintiendo con interés embelesado mientras una guía turística daba explicaciones.
Hydt y Al Fulan se adentraron más en el edificio. ¿Qué estaban haciendo? ¿Habían planeado dejar un artefacto explosivo? Tal vez se trataba de lo que habían pergeñado en el sótano del hospital de March.
O tal vez el diseñador industrial Al Fulan había fabricado otra cosa para Hydt.
Bond recorrió la periferia del enorme vestíbulo de mármol, lleno de arte y antigüedades árabes. Una gigantesca araña de oro dominaba la sala. Bond apuntó el micrófono hacia los hombres. Captó docenas de retazos de conversaciones de los demás, pero nada entre Hydt y Al Fulan. Irritado consigo mismo, ajustó el micrófono con más precisión y oyó por fin la voz de Hydt.
—Hace mucho tiempo que esperaba esto. Quiero darle las gracias de nuevo por lograr que ocurriera.
—Es un placer hacer lo que pueda. Me alegro de que hagamos negocios juntos.
—Me gustaría tomar fotografías de los cadáveres —susurró Hydt, distraído.
—Sí, sí, por supuesto. Lo que quiera, Severan.
«¿Podré acercarme a los cadáveres?».
—Son casi las siete —dijo Hydt—. ¿Estamos preparados?
«¿Qué debería hacer? —Pensó Bond, desesperado—. Va a morir gente».
«El propósito de tu enemigo dictará tu respuesta…».
Observó una alarma de incendios en la pared. Podía tirar de la palanca, evacuar el edificio. Pero también vio cámaras de seguridad y guardias. Le identificarían de inmediato como el hombre que había tirado de la palanca y, aunque intentara huir, los guardias y la policía lo detendrían, y encontrarían su arma. Tal vez lo viera Hydt; Deduciría con facilidad lo que había sucedido. La misión fracasaría.
¿Había alguna respuesta mejor?
No se le ocurrió ninguna, de modo que se acercó al panel de la alarma de incendios.
Las seis y cincuenta y cinco minutos.
Hydt y Al Fulan se estaban encaminando a toda prisa hacia una puerta situada al fondo del vestíbulo. Bond llegó a la alarma. Las tres cámaras de seguridad lo enfocaban.
Y había un guardia a menos de seis metros de distancia. Se había fijado en Bond, y tal vez observado que su comportamiento no era el que cabía esperar de un turista occidental en un museo de ese tipo. El hombre inclinó la cabeza y habló en un micrófono sujeto a su hombro.
Delante de Bond, una familia se paró ante un diorama de una carrera de camellos. El niño y el padre rieron de los cómicos modelos.
Las seis y cincuenta y seis minutos.
El guardia rechoncho se volvió hacia Bond. Llevaba una pistola. Y había desabrochado el cubrearma.
Las seis y cincuenta y siete minutos.
El guardia avanzó, con la mano cerca del arma.
Aun así, con Hydt y Al Fulan a seis metros de distancia, Bond extendió la mano hacia la palanca de la alarma de incendios.