El Lincoln en el que viajaban Severan Hydt y Niall Dunne se dirigió hacia el este a través de la niebla y el calor, en paralelo a los enormes tendidos eléctricos que conducían la corriente hasta las regiones exteriores de la ciudad-Estado. Cerca se hallaba el golfo Pérsico, su intenso azul virado casi al beis por obra del polvo que flotaba en el aire y el resplandor del sol, bajo pero implacable.
Estaban siguiendo una ruta laberíntica que atravesaba Dubái. Dejaron atrás el complejo de esquí cubierto, el asombroso hotel Burj Al-Arab, que semejaba una vela y era casi tan alto como la torre Eiffel, y el lujoso Palm Jumeirah, la aglomeración de tiendas, viviendas y hoteles que se internaba en el Golfo, en forma, tal como sugería su nombre, de una palmera autóctona. Esas zonas de belleza radiante irritaban a Hydt: lo nuevo, lo inmaculado… Se sintió mucho más cómodo cuando el vehículo entró en el antiguo barrio de Satwa, densamente poblado por miles y miles de personas de clase obrera, sobre todo inmigrantes.
Eran casi las cinco y media. Faltaba una hora y media para el acontecimiento. También faltaba, había observado Hydt con ironía, una hora y media para el crepúsculo.
Una curiosa coincidencia, reflexionó. Una buena señal. Sus antepasados (espirituales, no necesariamente genéticos) habían creído en presagios y portentos, y él también se lo permitía. Sí, era un hombre de negocios práctico y testarudo…, pero tenía su otro lado.
Pensó de nuevo en aquella noche.
Continuaron su viaje siguiendo un recorrido en zigzag. El propósito de aquel desplazamiento mareante no era el turismo. No, tomar aquel camino indirecto para llegar a un lugar que sólo distaba ocho kilómetros del Intercontinental había sido idea de Dunne, para extremar la seguridad.
—Pensé que nos seguían —informó el conductor, un mercenario con experiencia en Afganistán y Siria—, un Alfa y tal vez un Ford, pero sí es así los hemos perdido, estoy seguro.
Dunne miró hacia atrás.
—Bien. Continuemos.
Dieron la vuelta a la ciudad. Al cabo de diez minutos se hallaban en el complejo industrial del Deíra, la zona atestada y colorida situada en el centro de la ciudad, enclavada a lo largo del Creek y el Golfo. Era otro lugar en el que Hydt se sintió a gusto al instante. Entrar en el barrio era como retroceder en el tiempo: sus casas irregulares, mercados tradicionales y el puerto rústico que bordeaba la ría, con los muelles atestados de dhows y otras embarcaciones pequeñas, podrían haber sido el decorado de una película de aventuras de los años treinta. En los barcos se amontonaban pilas imposiblemente altas de mercancías sujetas con cuerdas. El conductor localizó su destino, una fábrica y almacén de buen tamaño, con oficinas anexas y un piso, cuya pintura beis se desconchaba. Un alambre de espino, algo raro en Dubái, donde el delito escaseaba, coronaba la valla metálica que rodeaba el lugar. El conductor paró ante un intercomunicador y habló en árabe. La puerta se abrió poco a poco. El Town Car entró en el aparcamiento y se detuvo.
Los dos hombres bajaron. Ahora que faltaba una hora y cuarto para la puesta de sol, el aire se estaba enfriando, aunque el suelo irradiaba el calor acumulado durante el día.
Hydt oyó una voz, transportada por el viento polvoriento.
—¡Por favor! ¡Entre, amigo mío, por favor!
El hombre que agitaba la mano iba vestido con una dishdasha blanca (del tipo característico del emirato) y no se tapaba la cabeza. Tendría unos cincuenta y cinco años, sabía Hydt, aunque, como muchos árabes, parecía más joven. Rostro de persona con estudios, gafas progresivas y zapatos occidentales. Llevaba el pelo largo echado hacia atrás.
Mandi Al Fulan caminó sobre un mar de arena roja, que se amontonaba sobre el asfalto y se apelotonaba contra el bordillo, las pasarelas y los edificios. Los ojos del árabe brillaban, como si fuera un colegial a punto de enseñar un proyecto muy querido. Lo cual no se hallaba lejos de la verdad, reflexionó Hydt. Una barba negra enmarcaba su sonrisa. A Hydt le había divertido saber que, mientras que el tinte de pelo no era un producto adecuado para comercializarlo en un país donde tanto hombres como mujeres solían llevar la cabeza cubierta, el tinte de barba, en cambio, se vendía a patadas.
Se estrecharon las manos.
—Amigo mío.
Hydt no intentó saludarlo en árabe. Carecía de facilidad para los idiomas, y consideraba una debilidad esforzarse en algo para lo que no se vale.
Niall Dunne avanzó, con los hombros agitados debido a sus andares desgarbados, y también saludó al hombre, pero los ojos claros se desviaron del árabe. Por una vez, no estaban buscando amenazas. Contemplaba embelesado la recompensa que albergaba el almacén, que podía verse a través de la puerta abierta: unas cincuenta máquinas, con todas las formas que un geómetra pudiera imaginar, fabricadas en acero pintado, hierro, aluminio, fibra de carbón… y quién sabía qué más. Sobresalían tuberías, cables, paneles de control, luces, interruptores, rampas y cintas. Si los robots soñaban con cosas bonitas, sin duda estarían en esa sala.
Entraron en el almacén, en el que no había obreros. Dunne se detuvo a estudiar, e incluso acariciar; algunas máquinas.
Mandi Al Fulan era diseñador de productos industriales, educado en el MIT. No deseaba ser el tipo de empresario de perfil alto que acaparaba portadas de las revistas profesionales (y solía acabar en un tribunal concursal), y se especializaba en el diseño de equipo industrial funcional y sistemas de control, para lo cual existía un mercado sólido. Era uno de los numerosos proveedores de Severan Hydt. Éste le había conocido en un congreso de equipos de reciclaje. Una vez se enteró de ciertos viajes que el árabe hacía al extranjero, y de los hombres peligrosos a quienes vendía sus productos, se hicieron socios. Al Fulan era un científico inteligente, un ingeniero innovador, un hombre con ideas e invenciones importantes para Gehenna.
Y con otros contactos, además.
Noventa muertos…
Al pensar en aquello, Hydt consultó sin querer su reloj. Eran casi las seis.
—Síganme, por favor, Severan, Niall.
Al Fulan había observado la mirada de Hydt. El árabe los guió a través de varias salas, silenciosas y poco iluminadas. Una vez más, Dunne aminoró el paso para examinar algunas máquinas o paneles de control. Cabeceaba en señal de aprobación o fruncía el ceño, tal vez con la intención de comprender cómo funcionaba un sistema.
Dejaron atrás las máquinas, con su olor a aceite, pintura, y el aroma único, muy similar al de la sangre, de los sistemas eléctricos de alta potencia, y entraron en las oficinas. Al final de un pasillo tenuemente iluminado, Al Fulan utilizó un teclado para abrir una puerta sin señales distintivas y entraron en una zona de trabajo, grande y atestada de miles de hojas de papel, planos y otros documentos con palabras, gráficos y diagramas, muchos de ellos incomprensibles para Hydt.
La atmósfera era inquietante, por decir algo, no sólo a causa de la penumbra y el desorden, sino también por la decoración de las paredes.
Imágenes de ojos.
Todo tipo de ojos (humanos, de peces, caninos, felinos e insectos), fotos, interpretaciones tridimensionales informatizadas, y dibujos médicos del siglo XIX. Resultaba particularmente inquietante un detallado e imaginativo esquema de un ojo humano, como si un doctor Frankenstein moderno hubiera utilizado técnicas de ingeniería actuales para crear su monstruo.
Delante de uno de las docenas de monitores grandes estaba sentada una atractiva mujer, morena, que frisaría la treintena. Se levantó, caminó hacia Hydt y le estrechó la mano vigorosamente.
—Me llamo Stella Kirkpatrick. Soy la ayudante de investigación de Mandi.
Saludó también a Dunne.
Hydt había estado varias veces en Dubái, pero no la conocía. El acento de la mujer era estadounidense. Hydt supuso que era inteligente, testaruda y un ejemplo de un fenómeno común en esta parte del mundo, que se remontaba a cientos de años atrás: el occidental enamorado de la cultura árabe.
—Stella generó casi todos los algoritmos —explicó Al Fulan.
—¿De veras? —preguntó Hydt con una sonrisa.
La mujer se ruborizó debido al afecto que sentía por su mentor, a quien lanzó una veloz mirada, implorando que le diera su aprobación, que Al Fulan le proporcionó en forma de sonrisa seductora. Hydt no participó en este intercambio.
Tal como sugería la decoración de las paredes, la especialidad de Al Fulan era la óptica. Su objetivo en la vida era inventar un ojo artificial para los ciegos que funcionara tan bien como aquellos «alabado sea Alá, que Él nos creó». Pero hasta que eso sucediera ganaría una gran cantidad de dinero diseñando maquinaria industrial. Había diseñado casi todos los sistemas de seguridad, control e inspección especializados para los clasificadores y aparatos de destrucción de documentos de Green Way.
Hacía poco, Hydt le había encargado crear otro aparato para la empresa, y había acudido hoy con Dunne para ver el prototipo.
—¿Una demostración? —preguntó el árabe.
—Por favor —contestó Hydt.
Todos volvieron al jardín de las máquinas. Al Fulan los guió hasta un complicado aparato, que pesaba varias toneladas, que descansaba en la zona de carga y descarga junto a dos grandes compactadores de residuos industriales.
El árabe oprimió varios botones y, con un rugido, la máquina empezó a calentarse. Mediría unos seis metros de largo, dos de alto y dos de ancho. En el extremo delantero, una cinta transportadora metálica conducía a una boca de un metro cuadrado. Dentro reinaba la negrura más absoluta, si bien Hydt distinguió cilindros horizontales cubiertos de púas, como en una cosechadora. En la parte de atrás, media docena de rampas comunicaban con contenedores, cada uno de los cuales albergaba una gruesa bolsa de plástico negro, abierta en lo alto para recibir todo cuanto la máquina escupiera.
Hydt la estudió con detenimiento. Green Way y él ganaban un montón de dinero destruyendo documentos con seguridad, pero el mundo estaba cambiando. En la actualidad, la mayoría de los datos se guardaban en ordenadores y memorias USB, lo cual no haría más que generalizarse en el futuro. Hydt había decidido expandir su imperio, ofreciendo un nuevo enfoque de la destrucción de aparatos de almacenamiento de datos informáticos.
Algunas empresas lo hacían, al igual que Green Way, pero el nuevo método sería diferente gracias a la invención de Al Fulan. En aquel momento, para destruir datos con eficacia había que desmontar a mano los ordenadores, borrar los datos de los discos duros con unidades de desmagnetización, y triturarlos. Eran necesarios otros pasos para separar los demás componentes del antiguo ordenador, muchos de ellos chatarra electrónica peligrosa.
Sin embargo, aquella máquina lo hacía todo de manera automática. Tirabas el ordenador obsoleto sobre la cinta transportadora y el aparato se encargaba del resto, lo despiezaba mientras los sistemas ópticos de Al Fulan identificaban los componentes y los enviaban a los contenedores correspondientes. Los comerciales de Hydt podrían asegurar a sus clientes que esta máquina se encargaría de destruir no sólo la información sensible del disco duro, sino que todos los demás componentes serían identificados y eliminados de acuerdo con la normativa de medio ambiente local.
A una señal de su jefe, Stella levantó un viejo ordenador portátil y lo depositó sobre la cinta transportadora. Desapareció en los oscuros recovecos del aparato.
Oyeron una serie de ruidos metálicos penetrantes y golpes sordos y por fin un fuerte chirrido. Al-Fulan dirigió a sus invitados hasta la parte de atrás, donde al cabo de unos cinco o seis minutos vieron que la máquina escupía diversos fragmentos de chatarra clasificados en contenedores diferentes: metal, plástico, tarjetas de circuitos y demás. En la bolsa marcada como «Almacenamiento de Datos» vieron un fino polvillo de metal y silicio, todo lo que quedaba del disco duro. La chatarra electrónica peligrosa, como las baterías y los metales pesados, se depositaba en un receptáculo señalado con etiquetas de advertencia, y los componentes inofensivos iban a parar a contenedores de reciclaje.
Al Fulan guió a Hydt y Dunne hasta un monitor, que mostraba un informe sobre el trabajo de la máquina.
La fachada gélida de Dunne se había fundido. Parecía casi excitado.
Hydt también estaba complacido, muy complacido. Se dispuso a formular una pregunta, pero entonces se fijó en el reloj de pared. Eran las seis y media. Ya no podía seguir concentrándose en la maquinaria.