James Bond tenía su café y el agua delante de él, mientras leía el National, publicado en Abu Dabi. Lo consideraba el mejor periódico de Oriente Medio. Podías encontrar en él toda clase de artículos imaginables, desde un escándalo sobre los uniformes ineficaces de los bomberos de Bombay, hasta un resumen de media página acerca de un gánster chipriota que había robado de su tumba el cadáver del expresidente de la isla, pasando por artículos más extensos o de fondo sobre, por poner un ejemplo, los derechos de la mujer en el mundo árabe.
Excelente cobertura sobre la Fórmula 1, por añadidura, algo importante para Bond.
Ahora, sin embargo, no estaba prestando atención al periódico, sino que lo utilizaba como un accesorio…, aunque no como si hubiera puesto una mirilla entre anuncios de los hipermercados Lulu de Dubái y las noticias locales. El diario estaba sobre la mesa y él tenía la cabeza gacha. Sin embargo, sus ojos no cesaban de escudriñar a su alrededor.
Fue en aquel momento cuando oyó el leve chirrido de un zapato de piel detrás de él, y tomó conciencia de que alguien estaba avanzando con rapidez hacia su mesa.
Bond permaneció inmóvil por completo.
Entonces, una mano grande, pálida y pecosa, agarró la silla que había al lado y la retiró.
Un hombre se dejó caer pesadamente en ella.
—Hola, James. —La voz tenía un fuerte acento texano—. Bienvenido a Dubái.
Du-ba…
Bond se volvió hacia su amigo con una sonrisa. Se estrecharon la mano con cordialidad.
Unos cuantos años mayor que Bond, Felix Leiter era alto y flaco. Su traje le colgaba sobre el cuerpo como un saco. La tez pálida y la mata de pelo rojizo le impedían casi cualquier tarea de espionaje en Oriente Medio, salvo que interpretara su propio papel: un impetuoso y listo muchacho del sur de los Estados Unidos que había ido a la ciudad a hacer negocios, sin prescindir del placer. Sus movimientos lentos y su trato fácil eran engañosos. Podía saltar como el resorte de una navaja cuando la ocasión lo exigía, cosa de la que Bond había sido testigo en persona.
Cuando el piloto del Grumman de Fouad Jaraz había informado de que no iban a llegar antes que Hydt a Dubái, fue a Felix Leiter a quien Bond telefoneó, pidiendo que le devolviera el favor de Lehman Brothers. Mientras a Bond le inquietaba utilizar sus contactos del MI6 aquí, debido a las investigaciones de Osborne-Smith, no abrigaba tales reservas en lo tocante a la CIA, que trabajaba a lo largo y ancho de todos los Emiratos Árabes Unidos. Pedir a Leiter, un agente importante del Servicio Clandestino Nacional de la Agencia, que le ayudara suponía un riesgo político. Utilizar a una agencia hermana sin permiso de las alturas podía tener graves repercusiones diplomáticas, y Bond ya lo había hecho con René Mathis. Estaba poniendo a prueba su carta blanca recién restituida.
Felix Leiter se mostró muy predispuesto a esperar el vuelo de Hydt y seguir al trío hasta su destino, que había resultado ser el hotel Intercontinetal. Estaba comunicado con las galerías comerciales en que los dos hombres estaban sentados.
Bond le había informado acerca de Hydt, el irlandés y, diez minutos antes, mediante un mensaje de texto, sobre el hombre del Toyota. Leiter había permanecido alerta en el centro comercial durante un rato para vigilar, literalmente, la espalda de Bond.
—Bien, ¿tengo un amigo por aquí cerca?
—Le vi aproximarse, unos cuarenta metros hacia el sur —dijo Leiter, sonriendo como si el contraespionaje fuera lo último en lo que pudiera pensar—. Estaba cerca de la entrada, pero el hijo de puta se ha esfumado.
—Era bueno, fuera quien fuera.
—Tienes razón. —Leiter paseó la vista a su alrededor—. No paran de comprar. —Señaló a los clientes—. ¿Tenéis centros comerciales en Inglaterra, James?
—Ya lo creo. Y también televisores. Hasta agua corriente. Confiamos en que lleguen pronto los ordenadores.
—Ja. Iré de visita dentro de un tiempo. En cuanto aprendáis a enfriar bien la cerveza.
Leiter llamó al camarero y pidió café.
—Yo diría «americano» —susurró—, pero entonces la gente podría sospechar mi nacionalidad, y mi tapadera saltaría por los aires.
Se tiró de la oreja, una señal, por lo visto, porque un árabe corpulento, vestido de nativo, apareció. Bond no tenía ni idea de dónde se había apostado. Tenía aspecto de pilotar uno de los taxis fluviales que surcaban el Creek
—Yusuf Nasad —le presentó Leiter—. El señor Smith.
Bond supuso que Nasad tampoco era el verdadero nombre del árabe. Sería un colaborador local y, como Leiter lo utilizaba, debía ser muy bueno. Felix Leiter era un instructor magistral. Era Nasad quien lo había ayudado a seguir a Hydt desde el aeropuerto, explicó el estadounidense.
Nasad se sentó.
—¿Y nuestro amigo? —preguntó Leiter.
—Desaparecido. Creo que te vio.
—Destaco demasiado —rió Leiter—. No sé por qué me envió Langley aquí. Si trabajara de agente secreto en Alabama, nadie se fijaría en mí.
—No lo vi muy bien. Pelo oscuro, camisa azul.
—Un chico duro —dijo Nasad, en lo que Bond habría descrito como inglés de la televisión estadounidense—. Atlético. Pelo muy corto. Y lleva un pendiente de oro. Sin barba. Intenté hacer una foto, pero se fue demasiado rápido.
—Además —añadió Leiter—, para tomar fotos sólo tenemos trastos. ¿Aún tenéis a aquel tío que os da juguetes? ¿Cómo se llamaba? ¿Q no sé qué? ¿Quentin? ¿Quigley?, es la rama, no la persona. Q de Quartermaster[4].
—Y llevaba una chaqueta, no una camisa —añadió Nasad—. Una especie de cazadora.
—¿Con este calor? —Preguntó Bond—. De modo que iba cargado. ¿Vio qué tipo de arma era?
—No.
—¿Alguna idea de quién pueda ser?
—No es árabe, de eso estoy seguro —dijo Nasad—. Podría ser un katsa.
—¿Por qué demonios se interesaría por mí un agente de campo del Mossad?
—Sólo tú puedes responder a eso, muchacho —dijo Leiter. Bond sacudió la cabeza.
—Tal vez alguien reclutado por la policía secreta de aquí.
—No, lo dudo. La Amn Al Dawia no te sigue. Se limita a invitarte a sus aposentos de cuatro estrellas en el Deira, donde cantas todo lo que quieren saber. Y quiero decir todo.
Los ojos de Nasad exploraron con rapidez el café y sus alrededores, y por lo visto no detectaron amenaza alguna. Bond había observado que no dejaba de hacerlo desde su llegada.
—¿Crees que se trata de alguien al servicio de Hydt? —preguntó Leiter a Bond.
—Es posible, pero en ese caso dudo que sepa quién soy.
Bond le contó que, antes de irse de Londres, estaba preocupado por el hecho de que Hydt y el irlandés sospecharan que los seguía, sobre todo después del fracaso de Serbia. Había pedido a Rama T que adaptara los registros de su Bentley para que la matrícula estuviera a nombre de una empresa de eliminación de basura de Manchester, posiblemente vinculada con el hampa. Después, Bill Tanner había enviado a la zona de demolición a agentes que se hicieron pasar por hombres de Scotland Yard, que contaron una historia acerca de un hombre de seguridad de Midlands Disposais que había desaparecido en la zona.
—Eso despistará a Hydt y al irlandés durante unos días —dijo Bond—. Bien, ¿habéis oído algo por aquí?
El rostro risueño del estadounidense se tensó.
—Ningún ELINT o SIGINT importantes. No es que tenga demasiada fe en las escuchas.
Felix Leiter, exmarine a quien Bond había conocido en el servicio, era un espía de HUMINT. Prefería con diferencia el papel de instructor, trabajando con colaboradores locales como Yusuf Nasad.
—Pedí un montón de favores y hablé con todos mis principales colaboradores. Tramen lo que tramen Hydt y sus contactos de aquí, no se filtra nada. No he encontrado ninguna pista. Nadie ha metido en Dubái cargamentos misteriosos de sustancias nocivas. Nadie ha aconsejado a amigos y familiares que eviten tal mezquita ni tal centro comercial a las siete de esta tarde. No han llegado sospechosos desde el otro lado del Golfo.
—A eso se dedica el irlandés: a mantenerlo todo en secreto. No sé qué hace exactamente para Hydt, pero es muy listo, siempre obsesionado con la seguridad. Es como si fuera capaz de adivinar todo lo que vamos a hacer y encontrar una forma de contrarrestarlo.
Guardaron silencio mientras observaban el centro comercial. Ni rastro del perseguidor de la chaqueta azul. Ni rastro de Hydt ni del irlandés.
—¿Aún ejerces de plumífero? —Preguntó Bond a Leiter.
—Pues claro —confirmó el texano.
La tapadera de Leiter era periodista freelance y bloguero, especializado en música, sobre todo blues, R&B y ritmos afrocaribeños. Muchos agentes de inteligencia utilizan la tapadera del periodismo. Justifica sus frecuentes viajes, a menudo con destino a los puntos calientes y los lugares menos apetecibles del mundo. Leiter tenía la suerte de que las mejores tapaderas son las que se acomodan a los verdaderos intereses del agente, pues una misión puede exigir al agente que trabaje en secreto durante semanas o meses. El director de cine Alexander Korda (reclutado por el famoso maestro de espías inglés sir Claude Dansey) utilizaba expediciones para localizar exteriores como tapadera para fotografiar zonas prohibidas en los albores de la Segunda Guerra Mundial. La insulsa tapadera oficial de Bond, analista de seguridad e integridad al servicio del Grupo de Desarrollo Exterior, lo sometía a períodos de un aburrimiento atroz cuando trabajaba en una misión. En los días muy malos, ardía en deseos de que su tapadera oficial fuera la de monitor de esquí o submarinismo.
Bond se inclinó hacia delante y Leiter siguió su mirada. Vieron salir a dos hombres por la puerta principal del Intercontinental y caminar hacia un Lincoln Town Car negro.
—Es Hydt. Y el irlandés.
Leiter envió a Nasad en busca de su vehículo, y después señaló un antiguo y polvoriento Alfa Romeo en el aparcamiento cercano.
—Allí —susurró a Bond—. Mi coche. Vámonos.