Alrededor de las cinco menos cuarto del martes por la tarde, el avión privado de Fouad Jaraz aterrizó. James Bond se desabrochó el cinturón de seguridad y recogió su equipaje. Dio las gracias a los pilotos y a la azafata, cuya mano asió con cordialidad, al tiempo que reprimía el deseo de darle un beso en la mejilla. Se encontraban ahora en Oriente Medio.
El agente de inmigración selló su pasaporte con movimientos letárgicos y le indicó con un gesto que entrara en el país. Bond pasó por el corredor de «Nada que declarar» de la aduana, con la maleta que contenía su contrabando mortal, y no tardó en salir al ardiente sol, con la sensación de haberse quitado de encima un gran peso.
Una vez más, se encontraba en su elemento, la misión de la que sólo él debía responsabilizarse. Estaba en suelo extranjero, con su carta blanca restituida.
El breve trayecto desde el aeropuerto hasta su destino en Festival City condujo a Bond a través de una parte insulsa de la ciudad. Los traslados desde y al aeropuerto eran similares en todo el mundo, y esta ruta no se diferenciaba gran cosa de la A4 al oeste de Londres, o de la carretera de peaje que iba a Dulles, en Washington, aunque estaba adornada con más arena y polvo. Y, como casi todo en el emirato, inmaculadamente limpia.
Durante el trayecto, Bond admiró la enorme ciudad, que en dirección norte miraba hacia el golfo Pérsico. A la luz rielante debido al calor del atardecer, la aguja del Burj Jalifa brillaba sobre la línea del horizonte, compleja desde el punto de vista geométrico, de Sheikh Zayed Road. En ese momento era el edificio más alto del mundo. Daba la impresión de que aquella distinción cambiaba cada mes, pero era probable que la torre retuviera dicho honor durante mucho tiempo.
Reparó en la otra característica omnipresente de la ciudad: las grúas de construcción, blancas, amarillas y naranja. Estaban por todas partes, y en activo de nuevo. Durante su último viaje al emirato había visto el mismo número de grúas, pero la mayoría no funcionaban, como juguetes desechados por un niño que hubiera perdido el interés en jugar con ellas. La reciente crisis económica se había ensañado con el emirato. Debido a su tapadera oficial, Bond tenía que estar al día en todo lo relativo al mundo de las finanzas, y le desagradaban las críticas lanzadas contra lugares como Dubái, que solían originarse en Londres o Nueva York. ¿Acaso no eran Wall Street y la City cómplices entusiastas de la debacle económica? Sí, allí se habían producido excesos, y era posible que muchos proyectos ambiciosos no llegaran a terminarse, como el archipiélago artificial en forma de mapamundi, compuesto de pequeñas islas frente a la orilla. No obstante, la fama de lujo desmesurado no era más que un pequeño aspecto de Dubái, y no tan diferente de los de Singapur, California, Mónaco y otros cientos de lugares donde trabajaban y jugaban los ricos. En cualquier caso, para Bond lo importante de Dubái no eran los negocios o las propiedades, sino sus costumbres exóticas, un lugar en el que se fundían lo viejo y lo nuevo, donde muchas culturas y religiones coexistían con respeto mutuo. Le gustaba, en particular, el inmenso y desierto paisaje de arena roja, poblado por camellos y Range Rovers, tan diferente de los horizontes de Kent de su infancia como pudiera imaginarse. Se preguntó si su misión lo conduciría a Rub Al Jali (el Lugar Vacío).
Dejaron atrás pequeños edificios marrones, blancos y amarillos de una sola planta, cuyos nombres y servicios estaban anunciados en modestas inscripciones verdes en árabe. Nada de chillones carteles, ni luces de neón, salvo por algunos anuncios de próximos acontecimientos. Los minaretes de las mezquitas se alzaban sobre residencias y negocios de escasa altura, persistentes agujas de fe a través de la neblinosa distancia. El omnipresente desierto avanzaba por todas partes, y palmeras datileras, nims y eucaliptos formaban gallardas avanzadillas que se oponían a la arena invasora e infinita.
El taxista dejó a Bond, tal como había indicado, en un centro comercial. Le dio algunos billetes de diez dirham y bajó. Las galerías estaban abarrotadas de ciudadanos (era entre las horas Asir y Maghrib de la plegaria), así como de extranjeros, todos cargados con bolsas y comprando sin cesar. A veces, llamaban al país «Do buy[3]», recordó.
Bond se perdió entre la muchedumbre y paseó la vista a su alrededor, como si estuviera buscando a alguien con quien se hubiera citado. De hecho, sí estaba buscando a alguien: el hombre que le había seguido desde el aeropuerto, tal vez con intenciones hostiles. Dos veces había visto al tipo de las gafas de sol y camisa o chaqueta azul en el aeropuerto, y después en un polvoriento Toyota negro detrás del taxi de Bond. Para el trayecto se había encasquetado una gorra de béisbol estadounidense, pero por el porte de la cabeza y los hombros, y la forma de las gafas, Bond sabía que se trataba del hombre que había visto en el aeropuerto. El mismo Toyota acababa de pasar de largo del centro comercial (con lentitud por ningún motivo aparente), y desaparecido detrás de un hotel cercano.
No era casualidad.
Bond había barajado la posibilidad de pedir al taxista que despistara al individuo, pero no estaba seguro de querer perder a su perseguidor. Muy a menudo, es mejor atrapar a tu perseguidor para saber qué tiene que decir.
¿Quién era? ¿Había estado esperando a Bond en Dubái? ¿Acaso le había seguido desde Londres? ¿O tal vez ni siquiera sabía quién era Bond, y había decidido vigilar a un nuevo extranjero recién llegado a la ciudad?
Bond compró un periódico. Hacía mucho calor, pero desechó el aire acondicionado del interior del café que había elegido y se sentó en la terraza, para poder observar todas las entradas y salidas de la zona. De vez en cuando, paseaba la vista a su alrededor en busca del perseguidor, pero no vio nada concreto.
Mientras enviaba y recibía diversos mensajes de texto, un camarero se acercó. Bond echó un vistazo a la descolorida carta que había sobre la mesa y pidió un café turco y agua mineral con gas. Mientras el hombre se alejaba, Bond consultó su reloj. Las cinco de la tarde.
Sólo faltaban dos horas para que noventa personas murieran en aquella elegante ciudad de arena y calor.
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A media manzana de distancia de las galerías comerciales, un hombre corpulento vestido con una chaqueta azul entregó varios cientos de dirhams a un guardia de tráfico y le dijo en inglés que sólo estaría un rato. Se marcharía antes de que las multitudes regresaran después de la oración del ocaso.
El guardia se alejó como si la conversación acerca del polvoriento Toyota negro, aparcado en el bordillo de manera ilegal, jamás hubiera tenido lugar.
El hombre, que respondía al nombre de Nick, encendió un cigarrillo y se colgó la mochila al hombro. Se refugió en las sombras del centro comercial donde su objetivo estaba bebiendo un expreso o un café turco, leyendo el periódico como si no tuviera la menor preocupación.
Así consideraba al hombre: un objetivo. Ni hijo de puta ni enemigo. Nick sabía que en una operación como aquella tenía que ser desapasionado, por difícil que resultara en ocasiones. No se trataba de una persona, sino del punto negro de un blanco.
Un objetivo.
Suponía que el hombre no carecía de talento, pero había sido muy descuidado al salir del aeropuerto. Nick le había seguido con suma facilidad. Eso le confirió confianza sobre lo que iba a hacer.
La cara oculta por una gorra de béisbol de visera larga y unas gafas de sol, Nick se acercó más a su objetivo, moviéndose de sombra en sombra. Al contrario que en otros lugares, su disfraz no llamaba la atención. En Dubái, todo el mundo llevaba la cabeza cubierta y gafas de sol.
Algo que sí resultaba un poco diferente era la chaqueta azul de manga larga, que muy pocos habitantes de la ciudad utilizaban, teniendo en cuenta el calor. Pero no había otra forma de ocultar la pistola ceñida al cinto.
El pendiente de oro de Nick también habría atraído miradas de curiosidad, pero esta zona de Dubái Creek, con sus galerías comerciales y el parque de atracciones, estaba llena de turistas y, mientras la gente no bebiera alcohol ni se besara en público, los nativos pasaban de los adornos poco usuales.
Dio una profunda calada al cigarrillo, después lo tiró y aplastó con el pie, cada vez más cerca del objetivo.
De pronto apareció un vendedor ambulante, y le preguntó en inglés si quería comprar alfombras.
—Muy baratas, muy baratas. ¡Muchos nudos! ¡Miles y miles de nudos!
Una mirada de Nick le cerró la boca, y se esfumó.
Nick meditó sobre su plan. Surgirían algunos problemas de logística, por supuesto. En este país, todo el mundo vigilaba a todo el mundo. Tendría que abatir a su objetivo sin que le vieran, tal vez en el aparcamiento, o mejor aún, en el sótano de las galerías comerciales, tal vez durante la hora de rezo, cuando las multitudes disminuían. Tal vez sería mejor decantarse por lo más sencillo. Nick se deslizaría por detrás de él, le hundiría la pistola en la espalda y lo «acompañaría» abajo.
Entonces, empezaría a trabajar con el cuchillo.
Ah, el objetivo (de acuerdo, tal vez debía pensar en él como en un hijo de puta) tendría muchas cosas que decir cuando la hoja empezara a deslizarse perezosamente sobre su piel.
Nick deslizó la mano debajo de la chaqueta y quitó el seguro de la pistola, mientras se iba desplazando con agilidad de sombra en sombra.