La limusina que transportaba a Severan Hydt, Jessica Barnes y Niall Dunne se detuvo justo frente al lujoso hotel Intercontinental, situado a orillas del ancho y tranquilo Dubái Creek El corpulento y serio conductor era un nativo que ya habían utilizado antes como chófer. Al igual que Hans Groelle en Inglaterra, el conductor hacía también las veces de guardaespaldas (y, de vez en cuando, algunas cosas más).
Se quedaron en el coche mientras Dunne leía un mensaje de texto o un correo electrónico. Cerró el móvil y alzó la vista.
—Hans ha descubierto algo acerca del conductor del Bentley. Es interesante.
Groelle había ordenado a alguien de Green Way que investigara la matrícula. Hydt entrechocó sus uñas.
Dunne evitó mirarlas.
—Existe una relación con March —dijo.
—¿Ah, sí?
Hydt intentó leer los ojos de Dunne. Como de costumbre, eran indescifrables.
El irlandés no dijo nada más, teniendo en cuenta que Jessica estaba presente. Hydt le hizo una señal con la cabeza.
—Vamos a registrarnos.
Hydt levantó el puño de su elegante chaqueta y consultó la hora. Faltaban dos horas y media.
El número de muertos será de unos noventa.
Dunne fue el primero en bajar. Como de costumbre, sus ojos penetrantes examinaron la zona en busca de alguna amenaza.
—De acuerdo —dijo el irlandés—. Todo despejado.
Hydt y Jessica salieron al asombroso calor y entraron a toda prisa en el frescor del vestíbulo del Intercontinental, dominado por un sorprendente conjunto de flores exóticas de tres metros de altura. En una pared cercana colgaban retratos de las familias gobernantes de los Emiratos Árabes Unidos, que los miraban con aire severo y seguro de sí mismo.
Jessica firmó en el registro, porque la habitación iba a su nombre, otra idea de Dunne. Aunque no iban a quedarse mucho (el vuelo siguiente estaba previsto para la noche), les iría de perlas tener un sitio donde guardar las maletas y descansar un poco. Entregaron el equipaje al responsable de los botones para que lo subiera a la habitación.
Hydt dejó a Jessica junto a las flores e indicó a Dunne con la cabeza que salieran.
—¿Quién era el del Bentley?
—Registrado a nombre de una empresa de Manchester… La misma dirección de Midlands Disposal.
Midlands estaba relacionada con uno de los mayores sindicatos del crimen organizado, que operaba al sur de Manchester. En los Estados Unidos, la mafia había estado muy implicada en la manipulación de desechos, y en Nápoles, donde gobernaba la Camorra, la recogida de basuras se conocía como Ji Re del Crimine. En Inglaterra, el crimen organizado no mostraba tanto interés por el negocio, pero en ocasiones algún jefe local de los bajos fondos intentaba abrirse camino en el mercado, como un matón de una película de Guy Ritchie.
—Esta mañana —continuó Dunne—, la policía apareció en la obra de la base del ejército, enseñando fotos de alguien que había sido visto en la zona el día anterior. Llevaban una orden de detención contra él por lesiones corporales graves. Trabajaba para Midlands. La policía dijo que había desaparecido.
Tal como ocurrirá, pensó Hydt, cuando el cadáver empiece a pudrirse bajo las miles de toneladas de escombros del hospital.
—¿Qué estaría haciendo allí? —preguntó.
Dunne reflexionó.
—Tal vez quería sabotear las obras de demolición. Algo sale mal, usted recibe publicidad negativa, y Midlands interviene para llevarse parte de su negocio.
—Por lo tanto, el hombre del Bentley sólo deseaba descubrir qué había sido de su cómplice.
—Exacto.
Hydt experimentó un inmenso alivio. El incidente no estaba relacionado con Gehenna. Y lo más importante, el intruso no era de la policía ni del Servicio de Seguridad. Tan sólo era un ejemplo más de la competencia desleal que hay en el negocio de la basura.
—Bien. Ya nos ocuparemos de Midlands más adelante.
Hydt y Dunne volvieron con Jessica.
—Niall y yo hemos de ocuparnos de algunas cosas. Volveré para cenar.
—Creo que iré a dar un paseo —dijo la mujer.
Hydt frunció el ceño.
—¿Con este calor? Puede que te siente mal.
No le gustaba que se alejara demasiado. No le preocupaba que revelara algo: le había ocultado todo sobre Gehenna. Y lo que ella sabía del resto de su vida más oscura era embarazoso, pero no ilegal. Lo que pasaba era que, cuando la deseaba, la deseaba ipso facto, y Hydt era un hombre cuya fe en el inevitable poder del deterioro le había enseñado que la vida es demasiado breve y precaria como para negarte nada en ningún momento.
—Eso lo decidiré yo —replicó ella, aunque con timidez.
—Claro, claro. Pero… ¿una mujer sola? —Continuó Hydt—. Ya sabes cómo son los hombres.
—¿Te refieres a los árabes? No estamos en Teherán ni en Yida. Ni siquiera te desnudan con la mirada. En Dubái te respetan más que en París.
Hydt exhibió su sonrisa amable. Eso era divertido. Y cierto.
—Pero, aun así… ¿no crees que sería mejor tomar precauciones? Aquí también existe el delito. En cualquier caso, el hotel tiene un spa maravilloso. Será perfecto para ti. Además, la piscina es en parte de plexiglás. Si miras hacia abajo, puedes ver el fondo, a doce metros de profundidad. La vista del Burj Khalifa es sensacional.
—Supongo.
Fue entonces cuando Hydt reparó en nuevas configuraciones de arrugas alrededor de sus ojos, cuando la mujer alzó la vista hacia el adorno floral.
Pensó también en el cadáver de la mujer a quien habían encontrado el día antes en el contenedor de Green Way, y cuya tumba habían marcado con discreción, según le había informado Dennison, el capataz. De pronto, Hydt experimentó aquella sutil excitación, como un resorte que se aflojara.
—Sólo deseo tu felicidad —dijo en voz baja, y le acarició la cara, cerca de las arrugas, con una de sus largas uñas. Hacía mucho tiempo que la mujer había dejado de estremecerse, aunque sus reacciones nunca le habían afectado en lo más mínimo.
De repente, Hydt se dio cuenta de que Dunne había vuelto hacia él sus ojos azules cristalinos. El hombre más joven se puso rígido, sin que apenas se notara, pero después se recuperó y desvió la vista. Hydt se sintió irritado. ¿Qué característica de él consideraba Dunne seductora? Se preguntó, como hacía a menudo, si tal vez la repugnancia de Dunne por su lujuria no procedía del hecho de que ésta fuera poco convencional, sino del desagrado que manifestaba el irlandés por cualquier tipo de sexualidad. Desde que le conocía, y ya habían transcurrido algunos meses, el irlandés no había mirado nunca a una mujer o a un hombre con ojos lujuriosos.
Hydt bajó la mano y miró de nuevo a Jessica, las arrugas que irradiaban de sus ojos resignados. Calculó el tiempo. Volarían aquella noche, y el avión carecía de suites privadas. No podía imaginar cómo sería hacerle el amor con Dunne al lado, aunque el irlandés estuviera dormido.
Debatió consigo mismo. Quedaba tiempo para subir a la habitación, tender a Jessica sobre la cama, abrir las cortinas de par en par para que el sol entrara a chorros y bañara la piel suave, iluminando la topografía de su cuerpo…
¿Y recorrer su piel con las uñas?
Tal como se sentía en aquel momento, absorto en ella y pensando en el espectáculo de las siete de la tarde, la cópula no duraría mucho.
—Severan —dijo Dunne, crispado—. No sabemos lo que nos ha reservado Al Fulan. Deberíamos irnos.
Dio la impresión de que Hydt meditaba sobre sus palabras, pero no las tomó en serio.
—El vuelo ha sido largo —contestó—. Tengo ganas de cambiarme de ropa. —Miró a los ojos cansados de Jessica—. Y a ti te convendría hacer una siesta, querida mía.
La dirigió con firmeza hacia el ascensor.