Por lo general, nunca oímos el sonido que nos despierta. Si se repite, tal vez: se trata de una alarma, o de una voz perentoria. Pero un sonido que sólo hemos oído una vez nos despierta sin que quede registrado en nuestra conciencia.
James no sabía qué le había sacado de su sueño. Consultó su reloj.
Pasaban unos minutos de la una.
Entonces percibió un delicioso aroma: una combinación de perfume floral (jazmín, creyó), y el maduro e intenso olor de un excelente champán. Sobre él vio la forma celestial de una hermosa mujer de Oriente Medio, vestida con una elegante falda color vino y una blusa dorada de manga larga que cubría su voluptuosa figura. Una perla sujetaba el cuello, diferente de los demás botones. A Bond le pareció delicioso el diminuto punto de color crema. Tenía el pelo negro azulado como plumas de cuervo, recogido en un moño sobre la cabeza, aunque un mechón rebelde se había escapado y abrazaba un lado de su cara, sutil y meticulosamente maquillada.
—Salam alaikum —le dijo Bond.
—Wa alaikum salam —contestó ella. Dejó la copa de cristal sobre la mesa bandeja que tenía delante, junto con la elegante botella del rey de los Mot, el Dom Pérignon—. Lo siento, señor Bond, le he despertado. Me temo que he hecho más ruido al descorcharlo de lo que esperaba. Iba a dejar la copa para no molestarle.
—Shukran —dijo Bond, mientras levantaba la copa—. No se preocupe. Mi segunda forma favorita de despertar es con el sonido de una botella de champán al abrirse.
Ella reaccionó a su frase con una sonrisa sutil.
—También puedo ordenar que le preparen algo de comer.
—Eso sería estupendo. Si no son demasiadas molestias. La joven volvió a la cocina.
Bond se bebió el champán y miró por la amplia ventanilla del avión privado, mientras los dos motores Rolls-Royce latían con suavidad. Volaban hacia Dubái a diez mil quinientos metros de altura y a una velocidad de más de mil kilómetros por hora. El avión, reflexionó Bond divertido, era un Grumman, como el de Severan Hydt, el modelo más veloz, con mayor autonomía que el del Trapero.
Bond había iniciado la persecución cuatro horas antes, con el equivalente actualizado de una escena salida de una película estadounidense antigua de policías, en la que el detective salta al interior de un taxi y ordena: «¡Siga a ese coche!». Había decidido que el vuelo comercial le depositaría en Dubái demasiado tarde para impedir los asesinatos, de modo que llamó a su amigo del Club Commodore Fouad Jaraz, quien al instante puso a su disposición un avión privado. «Amigo mío, ya sabes que estoy en deuda contigo», había dicho el árabe.
Un año antes había abordado a Bond con torpeza para solicitar su ayuda, sospechando que se dedicaba a algo relacionado con la seguridad gubernamental. Cuando volvía a casa del colegio, el hijo adolescente de Jaraz se había convertido en el objetivo de unos matones encapuchados de diecinueve o veinte años, quienes exhibían su comportamiento antisocial como si fueran insignias de rango. La policía manifestó su pesar, pero no tenía tiempo para el drama. Loco de preocupación por su hijo, Jaraz preguntó si Bond podía recomendarle algo. En un momento de debilidad, el caballero andante que anidaba en el interior de Bond se impuso, de manera que un día había seguido al muchacho a casa desde el colegio, en un momento en que no tenía gran cosa que hacer en el ODG. Cuando los maltratadores habían intervenido, Bond entró en acción.
Con unas cuantas maniobras de artes marciales había derribado a dos de los atacantes y aplastado al tercero, el líder de la banda, contra una pared. Había obtenido sus nombres gracias a los permisos de conducir, y susurrado con voz fría que, si volvían a molestar al hijo de Jaraz, la siguiente visita de Bond a los encapuchados no terminaría de una forma tan civilizada. Los chicos habían salido huyendo, pero el muchacho no volvió a tener problemas. Su situación en el colegio había mejorado.
De modo que Bond se había convertido en el «mejor amigo de todos los mejores amigos» de Jaraz. Había decidido pedir que le devolviera el favor prestándole uno de sus aviones.
Según el mapa digital de la mampara, debajo de los indicadores de velocidad del aire y altitud, estaban sobrevolando Irán. Faltaban dos horas para aterrizar en Dubái.
Justo después de despegar, Bond había llamado a Bill Tanner para revelarle su destino y hablar de las noventa muertes planeadas para las siete de aquella tarde, presumiblemente en Dubái, pero tal vez en cualquier otro lugar de los Emiratos Árabes Unidos.
—¿Por qué va a matarlos Hydt? —había preguntado el director ejecutivo.
—No estoy seguro de que vaya a ser él el responsable, pero toda esa gente va a morir y él estará presente.
—Utilizaré los canales diplomáticos para informar a las embajadas de que existe alguna amenaza, pero aún no sabemos nada concreto. Filtrarán la información al aparato de seguridad de Dubái mediante canales extraoficiales.
—No menciones el nombre de Hydt. Es necesario que entre en el país sin que nadie le moleste. No ha de sospechar nada. Tengo que averiguar qué está tramando.
—Estoy de acuerdo. Lo haremos a escondidas.
Había pedido a Tanner que buscara en Golden Wire la relación de Hydt con los Emiratos, con la esperanza de que se dirigiera a un lugar concreto. Un momento después, el director ejecutivo lo llamó de nuevo.
—No tiene oficinas, residencias ni negocios en la región. Acabo de llevar a cabo una búsqueda minuciosa. No hay reservas de hotel a su nombre.
Bond no se quedó satisfecho. En cuanto Hydt aterrizara, desaparecería en el extenso emirato de dos millones y medio de habitantes. Sería imposible encontrarlo antes de que atacara.
Nada más desconectar, apareció la azafata.
—Tenemos muchos platos diferentes, pero vi que miraba con agrado el Dom, de modo que decidí que preferiría lo mejor que llevamos a bordo. El señor Jaraz dijo que le tratáramos a cuerpo de rey. —Dejó la bandeja de plata junto a la copa de champán, que le volvió a llenar—. Le he traído caviar iraní, beluga, por supuesto, con tostadas, sin blinis, con creme fraiche y alcaparras. —Las, alcaparras eran grandes, tan grandes que las cortó—. Las cebollas ralladas son vidalia, de los Estados Unidos, las más dulces del mundo. Además, son amables con el aliento. Las llamamos «cebollas de los amantes». A continuación hay pato en gelatina, con yogur a la menta y dátiles. También puedo prepararle un filete.
Bond rió.
No, no. Esto es más que suficiente.
La azafata le dejó comer a sus anchas. Cuando terminó, tomó dos tacitas de café arábigo al aroma de cardamomo, mientras leía la información de Philly Maidenstone sobre Hydt y Green Way. Dos cosas le sorprendieron: el cuidado del hombre en no mezclarse con el crimen organizado y sus esfuerzos fanáticos por expandir la empresa a lo largo y ancho del mundo. La joven había descubierto recientes solicitudes de abrir sedes en Corea del Sur, China, la India, Argentina y media docena de países más pequeños. Le decepcionó no encontrar pistas en cuanto a la identidad del irlandés. Philly había pasado la foto del hombre, junto con la de la mujer, por bases de datos, pero sin encontrar coincidencias. Además, Bill Tanner había informado que agentes del MI5, la SOCA y Crimen Especializado desplazados a Gatwick se habían encontrado con la sorpresa de que, por desgracia, los registros de los pasajeros del Grumman «habían desaparecido, por lo visto».
Fue entonces cuando recibió más noticias inquietantes. Un correo electrónico encriptado de Philly. Al parecer, alguien había estado investigando en Seis, de manera extraoficial, el paradero e itinerario previsto de Bond.
Ese «alguien», supuso Bond, tenía que ser su querido amigo Percy Osborne-Smith. En teoría, en Dubái estaba fuera de la jurisdicción del hombre de la División Tres, pero eso no significaba que no pudiera causarle graves problemas, incluso hacer saltar por los aires su tapadera.
Bond no tenía ninguna relación con la gente de Seis en Dubái. En cambio, debía asumir que Osborne-Smith sí. Lo cual significaba que Bond no podía ordenar que agentes locales esperaran el vuelo de Hydt. De hecho, decidió que no podía contar para nada con sus compatriotas, una pena, porque el cónsul general de Dubái era inteligente y comprensivo… y amigo de Bond. Envió un mensaje de texto a Bill Tanner y le pidió que se abstuviera de solicitar coordinación con Seis.
Bond llamó al piloto por el intercomunicador para averiguar la situación del jet que perseguían. Por lo visto, el control de tráfico aéreo había ordenado que redujeran la velocidad de su avión, pero no la de Hydt, de modo que no podrían adelantarlo. Aterrizarían, como mínimo, media hora después que Hydt.
Maldita sea. Esa media hora podría significar la diferencia entre la vida y la muerte para noventa personas, como mínimo. Miró por la ventanilla al golfo Pérsico. Sacó el móvil y pensó de nuevo en la gran hoja de balance del espionaje, mientras desplegaba su nutrido listín telefónico para buscar un número. Empezaba a sentirse un poco como Lehman Brothers, pensó. Sus deudas excedían con mucho sus activos.
Bond hizo una llamada.