La camioneta alquilada a Green Way International, pero sin marcas distintivas, frenó ante el bordillo de la terminal de primera clase del aeropuerto de Gatwick. La puerta se abrió y Severan Hydt, una mujer de edad avanzada y el irlandés bajaron y recogieron su equipaje.
A diez metros de distancia, había en el aparcamiento un Mini Cooper negro y rojo, cuya decoración interior incluía una rosa amarilla en un jarrón de plástico encajado en un portavasos. Al volante, James Bond estaba observando al trío de pasajeros que descendían al pavimento. El irlandés, por supuesto, estaba paseando la vista a su alrededor. Daba la impresión de que no bajaba la guardia jamás.
—¿Qué opinas de eso? —preguntó Bond en el manos libres conectado al móvil.
—¿Eso?
—El Bentley.
—¿Eso? La verdad, James, un coche como éste exige un nombre —le reprendió Philly Maidenstone. Estaba sentada en el Bentley Continental GT, en el aeropuerto de Luton, tras haber perseguido al Audi de Hydt desde Canning Town.
—No tengo la costumbre de bautizar a mis coches.
«Ni de dotar de sexo a mi arma», reflexionó Bond. Mantuvo la vista clavada en el trío.
Bond estaba convencido de que, después de los incidentes de Serbia y March, Hydt (o el irlandés, más probablemente) sospecharía que le seguían en Londres. También le preocupaba que Osborne-Smith lo estuviera siguiendo a él. Por lo tanto, después de hablar con René Mathis, había salido de su piso y conducido hasta un aparcamiento cubierto de la City, donde había cambiado de coche con Philly. Ella seguiría al Audi de Hydt, del cual Bond sospechaba que era un señuelo, en su Bentley, mientras él, en el Mini de Philly, esperaría a la verdadera partida del hombre, que se produjo diez minutos después de que el coche alemán hubiera salido de la casa de Hydt en Canning Town.
Bond miró a Hydt, que estaba llamando por teléfono con la cabeza gacha. A su lado estaba la mujer. De unos sesenta y cinco años; calculó Bond, tenía facciones atractivas, aunque su cara era pálida y demacrada, una imagen acentuada por el abrigo negro. Demasiado poco sueño, tal vez.
Bond se preguntó si sería su amante. ¿O, tal vez, se trataría de su secretaria desde hacía mucho tiempo? A juzgar por la expresión que puso al mirar a Hydt, se decantó por lo primero.
Además, el irlandés. Bond no le había visto con claridad en Serbia, pero no cabía duda. Los andares desgarbados, las piernas torcidas hacia afuera, la mala postura, el extraño flequillo rubio.
Bond supuso que era el tipo de la excavadora que había aplastado sin piedad al responsable de seguridad en March. También imaginó a los muertos de Serbia (los agentes, los conductores del tren y el camión, así como el propio cómplice del hombre), y dejó que su ira llegara al máximo y se disolviera.
—En respuesta a tu pregunta —dijo Philly—, me gustaba mucho. En la actualidad, muchos motores van sobrados. Puedes ir a buscar a los críos al colegio en el Mercedes AMG, pero, madre mía, ¿cuál es el par motor del Bentley? Nunca había experimentado algo semejante.
—Más de quinientos.
—Oh, Dios —susurró Philly, impresionada o envidiosa, o quizás ambas cosas—. Estoy enamorada de la tracción a las cuatro ruedas, ¿cómo está distribuida?
—Sesenta cuarenta.
—Brillante.
—El tuyo tampoco está mal —dijo Bond acerca del Mini—. Has añadido un sobrealimentador.
—En efecto.
—¿Cuál?
—Autorrotor. De marca sueca. Casi dobló la potencia. Ahora, cerca de trescientos caballos.
—Eso pensaba. —Bond estaba impresionado—. Debes darme el nombre de tu mecánico. Tengo un Jaguar antiguo que necesita reparaciones.
—Oh, dime que es un tipo E. Es el coche más sexy de la historia del automovilismo.
Una cosa más en común. Bond se extasió con esta idea y la desechó al instante.
—Te mantendré en vilo. Espera. Hydt se mueve.
Bond bajó del Mini y escondió la llave de Philly en el paso de una rueda. Cogió la maleta y la bolsa del ordenador portátil, se caló un par nuevo de gafas de sol con montura de carey y se deslizó entre la multitud para seguir a Hydt, el irlandés y la mujer hasta la terminal de aviones privados de Gatwick.
—¿Estás ahí? —preguntó en el manos libres.
—Sí —contestó Philly.
—¿Qué está pasando con los señuelos?
—Están sentados en el Audi.
—Esperarán hasta que Hydt despegue y el avión haya salido del espacio aéreo inglés. Después, darán media vuelta para llevaros a ti y probablemente también al señor Osborne-Smith, de vuelta a Londres.
—¿Crees que Ozzy está vigilando?
A Bond se le escapó una sonrisa.
—Estoy seguro de que tienes un avión espía no tripulado acechando a tres mil metros sobre tu cabeza; Ahora van a entrar en la terminal. Tengo que irme, Philly.
—No salgo lo suficiente de la oficina, James. Gracias por haberme dado la oportunidad de participar en la Fórmula 1.
—Tengo una idea —dijo Bond, siguiendo un impulso—. Tal vez podríamos llevarlo al campo, juntos, para conducir en serio.
—¡James! —dijo ella, enfadada. Bond se preguntó si se habría excedido—. No puedes seguir refiriéndote a esta magnífica máquina de esa manera impersonal. Me devanaré los sesos y pensaré en un nombre apropiado para ella. Y sí, una salida al campo suena divina, siempre que me dejes conducir la mitad exacta del tiempo. Además, presentaremos una solicitud de detención nula. Ya me han quitado algunos puntos del carné.
Cortaron la comunicación, y Bond siguió a su presa de manera discreta. Los tres se detuvieron en la puerta de la valla metálica y presentaron sus pasaportes al guardia. Bond vio que el de la mujer era azul. ¿Estadounidense? El hombre uniformado apuntó algo en una tablilla y les indicó con un ademán que pasaran. Cuando Bond llegó a la valla los vio subir la escalera de un jet blanco privado, grande, con siete ventanillas redondas a cada lado del fuselaje y las luces de posición ya encendidas. La puerta se cerró.
Bond oprimió el botón de marcación rápida.
—Flanagan. Hola, James.
—Maurice —dijo Bond al jefe de Rama T, el grupo del QDG que se encargaba de todo lo relacionado con vehículos—, necesito el destino de un avión privado que va a despegar ahora mismo de Gatwick.
Le leyó la matrícula de cinco letras pintada sobre el motor.
—Dame un minuto.
El avión avanzó. Maldita sea, pensó Bond encolerizado. No vayas tan deprisa. Era demasiado consciente de que, si la información de René Mathis era correcta, Hydt iba camino de supervisar el asesinato de noventa personas, como mínimo, aquella noche.
—Lo tengo —dijo Flanagan—. Un bonito pájaro, un Grumman 55. Afta tecnología y carísimo. Es propiedad de una empresa holandesa que se dedica al negocio de la basura y el reciclaje.
Una de las varias de Hydt, por supuesto.
—El destino es Dubái.
¿Dubái? ¿Era allí donde se iban a producir las muertes?
—¿Dónde hará escala para repostar?
Flanagan rió.
—James, tiene una autonomía de más de diez mil kilómetros. Vuela a casi el doble de la velocidad del sonido.
Bond vio que el avión se desplazaba hacia la pista. Dubái se encontraba a cinco mil seiscientos kilómetros de Londres. Si se tenía en cuenta la diferencia horaria, el Grumman aterrizaría a las tres o las cuatro de la tarde.
—Necesito llegar a Dubái antes que ese avión, Maurice. ¿Qué puedes improvisarme? Tengo pasaportes, tarjetas de crédito y tres de los grandes en metálico. Haz lo que puedas. Ah, llevo mi arma. Debes tener eso en cuenta.
Bond seguía observando el elegante avión blanco, con los extremos de las alas apuntados hacia arriba. Parecía menos un pájaro que un dragón, aunque debía ser porque conocía a los ocupantes y sus planes.
Noventa muertos…
Transcurrieron unos tensos momentos, mientras Bond veía que el jet se acercaba más y más a la pista.
—Lo siento, James —dijo Flanagan—. Lo máximo que puedo hacer es reservarte un vuelo comercial que sale de Heathrow dentro de unas horas. Te dejará en Dubái alrededor de las seis y media.
—Eso no me sirve, Maurice. ¿Militar? ¿Del Gobierno?
—No hay nada disponible. Absolutamente nada.
«Maldita sea», pensó. Al menos, podría encargar a Philly o a Bill Tanner que alguien de la oficina de Seis en los Emiratos Árabes apostara un espía en el aeropuerto de Dubái para seguir a Hydt y Dunne hasta su destino.
Suspiró.
—Resérvame el vuelo comercial.
—Lo haré. Lo siento.
Bond consultó su reloj.
Nueve horas hasta las muertes…
Siempre podía confiar en que el vuelo de Hydt se retrasara.
En aquel preciso momento, vio que el Grumman se desviaba por la pista principal y, sin detenerse, aceleraba, se elevaba sin el menor esfuerzo del hormigón y encogía hasta convertirse en un punto a medida que el dragón se elevaba en el cielo, alejándose a toda velocidad de él.
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Percy Osborne-Smith estaba inclinado hacia el enorme monitor de pantalla plana, dividido en seis rectángulos. Veinte minutos antes, una cámara de seguridad había enfocado el número de matrícula de una camioneta registrada a nombre de la empresa de Severan Hydt en la salida de Redhffl y Reigate de la A23, que conducía a Gatwick. Él y sus ayudantes estaban examinando todas las cámaras dentro y alrededor del aeropuerto en busca del vehículo.
La segunda técnico que se había reunido con ellos terminó de ceñirse el pelo rubio con una goma elástica y señaló una de las pantallas con un dedo rechoncho.
—Allí está.
Por lo visto, quince minutos antes, según el indicador de tiempo, la camioneta se había detenido en un bordillo cerca de la terminal de aviación privada, y varias personas habían bajado. Sí, era el trío.
—¿Por qué no obtuvimos una lectura de la cara de Hydt cuando llegó? Podemos localizar a hooligans de Río antes de que lleguen a Old Trafford, pero no podemos descubrir a un asesino múltiple a plena luz del día. Dios mío, ¿será indicativo de las prioridades de Whitehall? Que nadie repita lo que acabo de decir. Escanea la pista.
El técnico manipuló los controles. Apareció una imagen de Hydt y los demás caminando hacia un avión privado.
—Obtén el número de matrícula. Investígalo.
Comprobó con admiración que Sub-Sub ya lo había hecho.
—Propiedad de una empresa holandesa que se dedica al reciclaje. Vale, tenemos el plan de vuelo. Se dirige a Dubái. Ya han despegado.
—¿Dónde están ahora? ¿Dónde?
—Comprobando… —El ayudante suspiró—. Acaba de salir del espacio aéreo británico.
Osborne-Smith contempló la imagen fija del avión con los dientes apretados.
—A saber qué haría falta para reunir algunos Harriers y derribarlo —musitó. Después, alzó la vista y se dio cuenta de que todo el mundo le estaba mirando—. No hablo en serio, caballeros. Pero sí, al menos un poco.
—Mirad eso —interrumpió el técnico masculino.
—¿Qué demonios quieres que mire?
—Sí, hay alguien más vigilándolos —dijo Sub-Sub.
La pantalla mostraba la entrada de la terminal de vuelos privados de Gatwick. Un hombre estaba parado ante la valla metálica, contemplando el avión de Hydt.
¡Dios bendito…! Era Bond.
Así que el listillo del agente del QDG, con un coche de lujo y sin permiso para portar armas en Gran Bretaña, había seguido a Hydt, al fin y al cabo. Osborne-Smith se preguntó por un momento quién iba en el Bentley. Sabía que la treta no sólo tenía por objetivo engañar a Hydt, sino también a la División Tres.
Vio con considerable satisfacción que Bond volvía hacia el aparcamiento, con la cabeza gacha y hablando por el móvil, sin duda soportando una reprimenda de su jefe por haber permitido, que el zorro escapara.