Hans Groelle estaba sentado al volante del elegante Audi A8 negro de Severan Hydt. El corpulento y rubio veterano del ejército holandés había practicado el motocross y otros tipos de carreras en sus años mozos, y estaba contento de que el señor Hydt le hubiera pedido que utilizara su destreza aquella mañana. Saboreando el recuerdo de la frenética carrera desde Canning Town al aeropuerto de Luton, Groelle escuchaba distraído la conversación que sostenían el hombre y la mujer del asiento trasero y el pasajero de delante.
Estaban riendo. El conductor del Bentley era muy competente y, lo más importante, intuitivo. Como no sabía adónde iba Groelle, tenía que anticipar los giros, muchos de ellos al azar. Era como si el perseguidor poseyera un sexto sentido que le dijera cuándo iba Groelle a girar, disminuir la velocidad y acelerar.
Un conductor nato.
Pero ¿quién era?
Bien, pronto lo averiguarían. Nadie en el Audi había conseguido una descripción del conductor (era muy listo), pero sí que habían visto el número de matrícula. Groelle había llamado a un compinche de la sede central de Green Way, quien estaba utilizando algunos contactos en la DVLA[2] de Swansea para descubrir quién era el propietario del vehículo.
Fuera cual fuera la amenaza, Hans Groelle estaría preparado. Un Colt 1911 del 45 descansaba en su axila izquierda, un camarada confortable y cordial.
Miró una vez más el fragmento de guardabarros gris del Bentley.
—Ha salido bien, Harry —dijo al hombre de atrás—. Los hemos engañado. Llama al señor Hydt.
Los dos pasajeros de atrás y el hombre sentado al lado de Groelle eran trabajadores de Green Way implicados en Gehenna. Se parecían al señor Hydt, la señorita Barnes y Niall Dunne, quienes se hallaban de camino hacia un aeropuerto diferente, Gatwick, donde un jet privado los estaba esperando para sacarlos del país.
El engaño había sido obra de Dunne, por supuesto. Era una persona seca, pero eso no afectaba a su cerebro. Habían surgido problemas en March: alguien había matado a Eric Janssen, uno de los hombres de seguridad de Groelle. Aquel hijo de puta había muerto, pero Dunne había supuesto que habría más, vigilando la fábrica o la casa, tal vez ambas. Por consiguiente, había buscado tres empleados lo bastante parecidos a ellos como para engañar a quienes los vigilaran, y los habían trasladado a Canning Town a primerísima hora de la mañana. Después, Groelle había cargado maletas hasta el garaje, seguido del señor Hydt, la señorita Barnes y el irlandés. Groelle y los señuelos, que habían estado esperando en el Audi, salieron con destino a Luton. Diez minutos después, el verdadero séquito subió a la parte posterior de un camión de Green Way International y se dirigió hacia Gatwick.
Ahora, los señuelos se quedarían en el Audi lo máximo posible para mantener ocupado al hombre del Bentley, el tiempo suficiente para que el señor Hydt y los demás salieran del espacio aéreo británico.
—Tendremos que esperar un poco —dijo Groelle. Indicó la radio y miró a los empleados de Green Way—. ¿Qué será? Votaron Radio 2 por mayoría.
—Ajá. Era una maldita treta —dijo Osborne-Smith. Habló con voz tan serena como siempre, pero la palabrota, si lo seguía siendo en la actualidad, indicaba que estaba furioso.
Una cámara de vigilancia del aparcamiento de Luton estaba proyectando una imagen en la gran pantalla de la División Tres, y el reality show que emitía no era muy alentador. La vista en ángulo del Audi no era la mejor del mundo, pero estaba claro que la pareja del asiento de atrás no era Severan Hydt ni su acompañante femenina. Y el pasajero de delante, a quien había confundido con el irlandés, no era el rubio desgarbado que había visto antes, caminando hacia el garaje.
Señuelos.
—Tienen que haber ido a algún otro aeropuerto de Londres —indicó Sub-Sub—. Vamos a dividir el equipo.
—A menos que hayan decidido ir a Manchester o Leeds-Bradford.
—Ah, vale.
—Envía a todos los Vigilantes de la Rama A la foto de Hydt. Sin demora.
—Sí, señor.
Osborne-Smith entornó la vista cuando miró la imagen transmitida por la cámara de seguridad. Veía parte del guardabarros del Bentley de James Bond aparcado a veinticinco metros del Audi.
Si algo podía consolarlo del fracaso, era que también Bond había caído víctima de la treta. Combinado con su falta de colaboración, su cuestionable utilización del servicio secreto francés y su actitud de superioridad moral, el error tal vez significaría un golpe importante para su carrera.