Thames House, la sede del MI5, la Oficina para Irlanda del Norte y algunas organizaciones de seguridad relacionadas, era menos impresionante que la residencia del MI6, que está cerca, al otro lado del río, en la orilla sur. El cuartel general de Seis se parece bastante a un enclave futurista salido de una película de Ridley Scott. (Lo llaman Babilonia del Támesis, por su parecido con un zigurat, y también, aunque esto es algo menos complaciente, Legolandia).
Pero aunque no sea notable desde un punto de vista arquitectónico, Thames House es mucho más formidable. El monolito de piedra gris de noventa años de antigüedad, es el tipo de lugar donde, si fuera una jefatura de policía de la Unión Soviética o de la Alemania del Este, empezarías a contestar antes de que te hicieran preguntas. Por otra parte, el lugar cuenta con algunas esculturas impresionantes (Britania y San Jorge, de Charles Sargeant Jagger, por ejemplo) y, cada dos por tres, turistas procedentes de Arkansas o Tokio se acercan a la puerta principal convencidos de que es la Tate Gailery, que se halla a escasa distancia.
En las entrañas carentes de ventanas de Thames House se encontraban las oficinas de División Tres. La organización, de manera consciente (con el fin de poder negarlo), alquilaba espacio y equipo a Cinco (nadie posee mejores equipos que el MI5), a un tiro de piedra de distancia.
En el centro de este feudo había una amplia sala de control, bastante deteriorada en la periferia, con las paredes verdes maltrechas y rayadas, los muebles mellados, la alfombra insultada por demasiados tacones. Los habituales carteles gubernamentales que advertían acerca de paquetes sospechosos, simulacros de incendios, asuntos sindicales y de sanidad, eran omnipresentes, a menudo «adornados» por burócratas sin nada mejor que hacer.
PROTÉJASE LOS OJOS EN CASO DE NECESIDAD
Pero los ordenadores eran voraces, y las docenas de monitores planos, grandes y brillantes. El subdirector de Operaciones de Campo Percy Osborne-Smith estaba parado, con los brazos cruzados, delante de la más grande y brillante. Con chaqueta marrón y pantalones que no combinaban (se había despertado a las cuatro de la mañana y vestido pasadas las cinco), Osborne-Smith estaba acompañado de dos jóvenes: su secretario y un desaliñado técnico encorvado sobre un teclado.
Osborne-Smith se inclinó hacia delante y oprimió un botón, y escuchó una vez más la grabación que acababa de efectuar el servicio de vigilancia que había enviado después de su inútil excursión a Cambridge, cuyo único resultado positivo había sido comer un curry de pollo, que para colmo le había dado la noche. El espionaje no afectaba al sospechoso del Incidente Veinte, puesto que nadie había tenido la gentileza de proporcionarles la identidad del hombre, sino que los chicos y chicas de Osborne-Smith habían dispuesto un sistema de escucha muy productivo. Sin informar al MI5 de lo que estaban haciendo, su gente había colocado algunos micrófonos en las ventanas de uno de los cómplices del malhechor anónimo: un tipo llamado James Bond, Sección 00, Rama O, Grupo de Desarrollo Exterior, Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth.
Y de este modo averiguó Osborne-Smith la existencia de Severan Hydt, que era Noah y el propietario de Green Way International. Por lo visto, Bond se había olvidado de mencionar que su desplazamiento a Boots Road, y no a Boots, la farmacia, muchísimas gracias, había dado como resultado importantes descubrimientos.
—Hijo de puta —dijo el ayudante de Osborne-Smith, un joven delgado con una irritante mata de abundante pelo castaño—. Bond está jugando con vidas.
—Cálmate un poco, ¿vale? —dijo Osborne-Smith al joven, al cual llamaba «Sub-Sub», aunque no en su presencia.
—Bueno, pero lo es. Un hijo de puta.
Por su parte, Osborne-Smith estaba bastante impresionado por el hecho de que Bond se hubiera puesto en contacto con el servicio secreto francés. De lo contrario, nadie se habría enterado de que Hydt estaba a punto de abandonar el país y matar a noventa y tantas personas a última hora del día, o al menos estar presente en el momento de la matanza. La información fortaleció la determinación de Osborne-Smith de meter entre rejas a Severan «Noah». Hydt, arrastrarlo hasta la sala de interrogatorios de Belmarsh o División Tres, que no era mucho más acogedora que la de una cárcel, y chuparle hasta la última gota de sangre.
—Concéntrate en Hydt —dijo a Sub-Sub—. Quiero saber lo bueno y lo malo, qué medicinas toma, el Independent o el Daily Sport, el Arsenal o el Chelsea, sus preferencias gastronómicas, las películas que le asustan o le hacen llorar, con quién pierde el tiempo o quién le hace perder el tiempo. Monta un equipo de detención. Dime, no hemos recibido la autorización para portar armas de Bond, ¿verdad?
—No, señor.
Aquello sí que ofendió a Osborne-Smith.
—¿Y dónde está mi ojo que todo lo ve? —preguntó al joven técnico, sentado ante su consola de videojuegos.
Habían intentado averiguar el destino de Hydt de la forma más sencilla. Como el espion de París había descubierto que el hombre partía en un avión privado, habían investigado los registros de la CAA (la Autoridad de Aviación Civil) en busca de aviones registrados a nombre de Severan Hydt, Green Way International o cualquier filial. Pero no encontraron ninguno. Por lo tanto, tendrían que seguirle el rastro a la antigua usanza, sí era posible describir así a un avión espía de tres millones de libras.
—Espera, espera —dijo el técnico, malgastando aliento—. Gran Pájaro entra en acción.
Osborne-Smith contempló la pantalla. La vista desde cinco kilómetros de altitud era notablemente diáfana.
—¿Estás seguro de que es la casa de Hydt? —Preguntó al ver la imagen—. ¿No será una parte de su empresa?
—Positivo. Residencia privada.
La casa ocupaba toda una manzana de Canning Town. Estaba aislada, cosa poco sorprendente, de sus vecinos, que habitaban en viviendas de protección oficial o en pisos deteriorados, por un imponente muro, sobre el cual destellaba la cima de alambre de espino. Dentro del terreno se veían jardines bien cuidados, florecientes en pleno mayo. Por lo visto, el lugar había sido un almacén o una fábrica un siglo antes, pero lo habían remodelado en fecha reciente. Había cuatro edificaciones anejas y un garaje apiñados.
«¿Qué está pasando?», se preguntó. ¿Por qué un hombre tan rico vivía en Canning Town? Era un barrio pobre, complicado desde un punto de vista étnico, proclive al delito violento y a las bandas, pero poblado por residentes ferozmente leales y concejales activistas que trabajaban hasta matarse por sus electores. Se estaba llevando a cabo un inmenso esfuerzo de renovación, aparte de las construcciones olímpicas, que en opinión de algunos estaba arrancando el corazón de la zona. Su padre, recordó Osborne-Smith, había visto a Police, Jeff Beck y Depeche Mode en un legendario pub de Canning Town, hacía décadas.
—¿Por qué vive ahí Hydt? —meditó en voz alta.
—Acaban de avisarme de que Bond ha salido de su piso —anunció su secretario—, en dirección este. Nuestro hombre lo ha perdido. Bond conduce como Michael Schumacher.
—Sabemos adónde va —observó Osborne-Smith—: A casa de Hydt.
Detestaba tener que explicar lo obvio.
A medida que transcurrían los minutos sin ninguna actividad en casa de Hydt, el joven ayudante de Osborne-Smith le iba poniendo al corriente. Habían reunido un equipo de detención, incluidos agentes armados.
—Quieren saber cuáles son sus órdenes, señor. Osborne-Smith reflexionó.
—Que estén preparados, pero vamos a esperar a ver si Hydt se reúne con alguien. Quiero detener a todo bicho viviente.
—Señor, tenemos movimiento —dijo el técnico.
Osborne-Smith se acercó más a la pantalla y observó que un hombre corpulento con traje negro (un guardaespaldas, supuso) estaba sacando maletas de casa de Hydt y entraba en el garaje independiente
—Señor, Bond acaba de llegar a Canning Town. —El técnico manipuló un joystick y la vista se amplió.— Allí —señaló—. Es él. El Bentley.
El vehículo gris oscuro aminoró la velocidad y frenó junto al bordillo.
El secretario emitió un silbido.
—Un Continental GT. Menudo automóvil. Creo que salió una reseña en Top Gear. ¿Ves alguna vez el programa, Percy?
—Por desgracia, casi siempre estoy trabajando.
Osborne-Smith lanzó una mirada contrita hacia Sub-Sub, y decidió que si el jovencito no era capaz de tratarle con más respeto, no sobreviviría (en lo tocante a su carrera) mucho más allá del final de la misión Incidente Veinte.
El coche de Bond estaba aparcado con discreción (si podía utilizarse tal palabra en relación con un coche de ciento veinticinco mil libras) a unos cincuenta metros de casa de Hydt, oculto tras varios contenedores de basura.
—El equipo de detención ha subido a bordo del helicóptero —dijo el ayudante.
—Que despeguen —ordenó Osborne-Smith—. Que planeen cerca del Pepinillo.
El edificio de oficinas de cuarenta pisos de Swiss Re que se alzaba sobre la City (y que parecía más una nave espacial de la década de 1950 que un pepinillo encurtido, en opinión de Osborne-Smith) era muy céntrico y, por lo tanto, un buen lugar desde el que iniciar la persecución.
—Avisa a seguridad de todos los aeropuertos: Heathrow, Gatwick, Luton, Stansted, London City, Southend y Biggin Hill. —De acuerdo, señor.
—Más sujetos —dijo el técnico.
En la pantalla, tres personas estaban saliendo de la casa. Un hombre alto trajeado, de cabello y barba veteados de gris, caminaba al lado de un hombre rubio desgarbado y patizambo. Una mujer delgada con traje negro y pelo blanco los seguía.
—Ése es Hydt —dijo el técnico—. El de la barba.
—¿Alguna idea sobre quién pueda ser la mujer?
—No, señor.
—¿Y la jirafa? —preguntó Osborne-Smith con sarcasmo. Todavía estaba muy irritado por el hecho de que Bond hubiera hecho caso omiso de su solicitud de permiso de armas—. ¿Ése es el irlandés del que habla todo el mundo? Consigue una foto y pásala, deprisa.
El trío entró en el garaje. Un momento después, un Audi A8 negro salió por la puerta delantera a la calle y aceleró enseguida.
—Recuento de personas: tres en el coche, además del guardaespaldas —llamó Sub-Sub.
—No los pierdas, MASINT. Y píntalo con láser, por si acaso.
—Lo intentaré dijo el técnico.
—Más te vale.
Vieron a Bond en su Bentley, que se deslizaba con facilidad entre el tráfico y salía disparado tras el Audi.
—No los pierdas —dijo Osborne-Smith, con el ceceo que intentaba disimular. Su defecto le había torturado durante toda la vida.
La cámara siguió al coche alemán.
—Buen chico —dijo al técnico.
El Audi aceleró. Bond le seguía con discreción, pero jamás erraba un giro. Aunque el conductor del coche alemán era hábil, Bond le superaba. Se anticipaba cuando el conductor intentaba algo astuto, un giro abortado o un cambio de carril inesperado, y contrarrestaba la medida. Los coches se saltaban los verdes, ámbar y rojos por igual.
—Dirección norte. Prince Regent Lane.
—Descartado el aeropuerto de London City.
El Audi tomó Newham Way.
—De acuerdo —se entusiasmó Sub-Sub, y tironeó de su erupción de pelo—. O Stansted o Luton.
—Dirección norte por la A406 —gritó otro técnico, una rubia rechoncha que se había materializado de la nada.
Después de jugar al gato y al ratón durante un rato, los dos contrincantes, el Audi y el Bentley, tomaron la M25 en sentido contrario a las agujas del reloj.
—¡Es Luton! —clamó el ayudante.
—Di al helicóptero que esté preparado —ordenó Osborne-Smith, más calmado.
—Voy.
Siguieron en silencio el avance del Audi. Por fin, entró en la zona de estacionamiento limitado del aeropuerto de Luton. Bond le seguía de cerca. Aparcó fuera de la vista del coche de Hydt.
—El helicóptero se dirige hacia la plataforma del aeropuerto reservada a antiterrorismo. Nuestra gente se desplegará en dirección al aparcamiento.
Nadie bajó del Audi. Osborne-Smith sonrió.
—¡Lo sabía! Hydt está esperando a que otros cómplices se reúnan con él. Los detendremos a todos. Di a nuestra gente que se esconda hasta que yo dé la orden. Conéctame en línea todas las cámaras de Luton.
Reflexionó que las cámaras de seguridad del aeropuerto tal vez le facilitarían ver la reacción sorprendida de Bond cuando los equipos de División Tres descendieran como halcones y detuvieran a Hydt y al irlandés. No había sido el objetivo de Osborne-Smith al ordenar el video, pero… sería una magnífica propina.