Tendido en lo alto de una colina, rodeado de hierba oscura, un hombre de rostro serio y porte de cazador oyó el silbato a lo lejos, a kilómetros de distancia. Una mirada le dijo que el sonido procedía del tren que se acercaba desde el sur. Llegaría a aquel punto al cabo de unos diez o quince minutos. Se preguntó cómo afectaría a la precaria operación que estaba a punto de iniciarse.
Cambió un poco de posición, y estudió con su monocular de visión nocturna la locomotora diesel y la larga hilera de vagones que arrastraba.
Convencido de que el tren no iba a significar ninguna alteración de sus planes, James Bond desvió el visor hacia el restaurante del hotel balneario, y una vez más estudió a su objetivo a través de la ventana. El edificio, erosionado por los elementos, era grande, de estuco amarillo con adornos marrones. Por lo visto, era uno de los hoteles favoritos de los vecinos de la zona, a juzgar por el número de Zastavas y Fiats aparcados.
El reloj marcaba las ocho y cuarenta minutos, y la noche era luminosa en aquel lugar, cerca de Novi Sad, donde la llanura Panónica se elevaba hasta conformar un paisaje que los serbios llamaban «montañoso», aunque Bond supuso que habían elegido el adjetivo para atraer al turismo Para él, amante del esquí, aquellas elevaciones eran simples colinas El aire de mayo era seco y frío, y el entorno, tan silencioso como la capilla de una funeraria.
Bond cambió de postura una vez más. A los treinta y pico años, medía metro ochenta de estatura y pesaba unos setenta y siete kilos. Llevaba el pelo negro con raya a un lado, y algunos mechones le caían sobre un ojo. Una cicatriz de siete centímetros le recorría la mejilla derecha.
Esa noche había elegido su indumentaria con sumo cuidado. Llevaba una chaqueta verde oscuro y pantalones impermeables de la empresa estadounidense 5.11, que fabricaba la mejor ropa táctica del mercado. Iba calzado con botas de piel desgastadas por el uso, fabricadas para la persecución y para pisar con seguridad en caso de lucha.
A medida que anochecía, hacia el norte brillaban las luces con más intensidad: era la antigua ciudad de Novi Sad. Pese a que ahora era una población alegre y encantadora, Bond sabía que su pasado era tenebroso. Después de que los húngaros asesinaran a miles de ciudadanos en enero de 1942 y arrojaran los cadáveres al Danubio helado, Novi Sad se había convertido en un símbolo para los partisanos de la resistencia. Bond se encontraba allí esa noche para impedir otro horror, de naturaleza diferente pero de igual o peor magnitud.
El sábado anterior, una alerta había llegado a la comunidad de la inteligencia británica. La Jefatura de Comunicaciones del Gobierno (GCHQ), en Cheltenham, había descodificado un rumor electrónico sobre un ataque que se produciría más avanzada la semana:
Reunión en despacho de noah, confirma incidente viernes noche, 20, bajas iniciales calculadas en miles, intereses británicos gravemente afectados, transferir fondos tal como se acordó.
Poco después, los escuchas del Gobierno habían descifrado también parte de un segundo mensaje de texto, enviado desde el mismo teléfono, con el mismo algoritmo de encriptación, pero a un número diferente.
Reúnete conmigo domingo en restaurante rostilj afueras novi sad, 20:00. Mido 1,80, acento irlandés.
Después, el irlandés, que había tenido la cortesía, aunque sin darse cuenta, de facilitarles su apodo, había destruido el teléfono o tirado las baterías, al igual que las personas que habían recibido el otro mensaje de texto.
En Londres, el Comité Conjunto de Inteligencia y miembros de COBRA, el dispositivo de gestión de crisis, se reunieron bien entrada la noche para analizar el peligro que entrañaba el Incidente Veinte, que recibió ese nombre debido a la fecha del viernes.
No existía información sólida sobre el origen o naturaleza de la amenaza, pero el MI6 era de la opinión de que procedía de las regiones tribales de Afganistán, donde Al Qaeda y sus compinches habían decidido contratar a espías occidentales de países europeos. Los agentes del Seis de Kabul llevaron a cabo un gran esfuerzo por averiguar algo más. También había que seguir la conexión serbia. Así pues, a las diez de la noche anterior, los largos tentáculos de esos acontecimientos se habían apoderado de Bond, quien se encontraba sentado en un exclusivo restaurante de Charing Cross Road con una mujer hermosa, cuya prolija descripción de su vida como pintora infravalorada había conseguido aburrirle. El mensaje aparecido en el móvil de Bond rezaba:
«ACNOT, llama al DE».
La alerta de Acción Nocturna significaba que se exigía una respuesta inmediata, fuera cual fuera la hora. La llamada al director ejecutivo había abreviado la cita misericordiosamente, y pronto se encontró de camino hacia Serbia, con una orden de nivel 2, que le autorizaba a identificar al irlandés, colocar rastreadores y otros dispositivos de vigilancia y seguirle. Si eso resultaba imposible, la orden autorizaba a Bond a llevar a cabo una detención extrajudicial del irlandés y conducirlo de vuelta a Inglaterra, o bien a un centro clandestino del continente con el fin de interrogarlo.
Por eso, Bond estaba tendido ahora entre narcisos blancos, con cuidado de no rozar las hojas de aquella flor primaveral, bella pero venenosa. Se concentró en mirar a través de la ventana delantera del restaurante Rotilj, al otro lado de la cual el irlandés se sentaba ante un plato casi intacto, hablando con su socio, a quien todavía no había identificado pero que tenía apariencia eslava. Tal vez debido a que estaba nervioso, el contacto local había aparcado en otro sitio y caminado hasta el restaurante, de modo que no contaban con su número de matrícula.
El irlandés no había sido tan tímido. Su Mercedes de gama baja había llegado cuarenta minutos antes. Su matrícula había revelado que había alquilado el vehículo pagando en metálico aquel mismo día, bajo nombre falso, con un permiso de conducir y un pasaporte británico falsos. El hombre tendría la misma edad de Bond, o tal vez sería un poco mayor, medía metro ochenta y cinco y era delgado. Había entrado en el restaurante con movimientos desmañados, pues era patizambo. Un flequillo rubio irregular caía sobre su frente alta, y los pómulos descendían en ángulo hasta una barbilla cuadrada.
A Bond le complacía que aquel hombre fuera su objetivo. Dos horas antes había entrado en el restaurante a tomar un café y había pegado un dispositivo de escucha a la parte interior de la puerta principal. Un hombre había llegado a la hora de la cita y hablado con el maître en inglés, despacio y en voz alta, como suelen hablar los extranjeros a la gente de la zona. Para Bond, que escuchaba mediante una aplicación de su teléfono, a treinta metros de distancia, el acento era sin duda del Ulster, muy probablemente de Belfast o alrededores. Por desgracia, la reunión entre el irlandés y su contacto local estaba teniendo lugar lejos del alcance del micrófono.
Bond estudió a su adversario con el monocular y tomó nota de cada detalle. Como le recordaban siempre sus instructores de Fort Monckton, «las pequeñas pistas te salvan. Los pequeños errores te matan». Observó que los movimientos del irlandés eran precisos y que no hacía gestos innecesarios. Cuando el cómplice dibujó un diagrama, el irlandés lo acercó hacía sí con la goma de un portaminas con el fin de no dejar huellas dactilares. Estaba sentado de espaldas a la ventana y delante de su cómplice. Las aplicaciones de vigilancia del móvil de Bond no podían leer los labios. En una ocasión, el irlandés se volvió con brusquedad y miró hacia fuera, como alertado por un sexto sentido. Sus ojos claros estaban desprovistos de toda expresión. Al cabo de unos momentos se volvió hacia la comida que, al parecer, no le interesaba.
Por lo visto, la cena se estaba desinflando. Bond bajó de la loma y se abrió paso entre abetos y pinos muy espaciados, así como maleza anémica, con grupos de flores blancas omnipresentes. Dejó atrás un letrero descolorido en serbio, francés e inglés que le había resultado divertido cuando lo leyó:
Restaurante y Balneario Rotilj
Situado en una región declarada terapéutica, y recomendado para todas las convalecencias de operaciones quirúrgicas, de inestimable ayuda para enfermedades agudas y crónicas de órganos respiratorios, así como anemias.
Bar con bebidas alcohólicas.
Volvió a la zona de almacenamiento, detrás del cobertizo de un jardín decrépito que olla a aceite de motores, petróleo y meados, cerca del camino de entrada del restaurante. Sus dos «camaradas», como los llamaba para sus adentros, le estaban esperando.
James Bond prefería trabajar solo, pero el plan que había trazado necesitaba la colaboración de los agentes locales. Eran de la BIA, la Agencia de Información de Seguridad serbia, el nombre más benévolo para una organización de espionaje que podía imaginarse. Los hombres, no obstante, iban camuflados con el uniforme de la policía local de Novi Sad, y exhibían la placa dorada del Ministerio del Interior.
Rostro cuadrado, cabeza redonda, sin sonreír jamás, con el pelo muy corto bajo gorras de plato azul marino. Sus uniformes de lana eran del mismo tono. Uno frisaría los cuarenta años, y el otro, veinticinco. Pese a sus disfraces de agentes rurales, iban preparados para entrar en combate. Portaban pesadas pistolas Beretta y montones de municiones. En el asiento trasero del coche de policía que les habían prestado, un Volkswagen Jetta, había dos Kalashnikov, una Uzi y una bolsa de lona con granadas de fragmentación, algo muy serio, HG 85 de fabricación suiza.
Bond se volvió hacia el agente de mayor edad, pero antes de que pudiera hablar oyó una fuerte palmada detrás. Su mano voló hacia la Walther PPS, giró en redondo y vio que el serbio más joven estaba golpeando un paquete de cigarrillos contra la palma de la mano, un ritual que Bond, exfumador, siempre había considerado absurdo, afectado e innecesario.
¿En qué estaba pensando aquel tipo?
—Silencio —susurró con frialdad—. Y guárdelos. Aquí no se fuma.
La perplejidad se insinuó en los ojos oscuros.
—Mi hermano fuma siempre que participa en alguna operación. En Serbia, eso parece más normal que no fumar.
Mientras se dirigían en coche al restaurante, el joven había dado la tabarra sin parar sobre su hermano, un agente de alto rango de la tristemente célebre JSO, en teoría una unidad del servicio secreto estatal, aunque Bond sabía que, en realidad, era un grupo paramilitar de operaciones clandestinas. Al joven agente se le había escapado, tal vez a propósito porque lo había dicho con orgullo, que su hermano mayor había luchado con los Tigres de Arkan, una banda carente de escrúpulos que había cometido algunas de las peores atrocidades en los combates librados en Croacia, Bosnia y Kosovo.
—Tal vez en las calles de Belgrado nadie se fije en un cigarrillo —murmuró Bond—, pero esto es una operación táctica. Guárdelos ahora mismo.
El agente obedeció lentamente. Dio la impresión de que iba a decir algo a su compañero, pero después se lo pensó mejor, tal vez al recordar que Bond dominaba el serbocroata.
Bond miró de nuevo hacia el restaurante y vio que el irlandés estaba dejando algunos dinares sobre la bandeja metálica. Por supuesto, no había ninguna tarjeta de crédito susceptible de ser rastreada. Su cómplice se estaba poniendo la chaqueta.
—Muy bien. Ha llegado el momento.
Bond repitió el plan. Seguirían en el coche patrulla al Mercedes del irlandés cuando éste saliera del camino de entrada, y después por la carretera hasta encontrarse a unos dos o tres kilómetros del restaurante. Los agentes serbios detendrían entonces el coche, alegando que coincidía con un vehículo que se había utilizado en un crimen relacionado con las drogas y perpetrado en Novi Sad. Pedirían con educación al irlandés que bajara y lo esposarían. En el maletero del Mercedes guardarían su móvil, el billetero y los documentos de identidad, lo llevarían a un lado y lo obligarían a sentarse mirando hacia el lado contrario del coche.
Entretanto, Bond bajaría del asiento trasero, fotografiaría los documentos, descargaría todo lo posible del teléfono, examinaría los ordenadores portátiles y el equipaje, y después colocaría dispositivos de seguimiento.
Para entonces, el irlandés se habría dado cuenta de que todo era una farsa y ofrecería un soborno sustancioso. Quedaría en libertad para continuar su camino.
Si el cómplice local abandonaba el restaurante en su compañía, llevarían a cabo el mismo plan con ambos hombres.
—Bien, estoy seguro en un noventa por ciento de que los creerá —dijo Bond—, pero en caso contrario, y si planta cara, recuerden que no debe morir bajo ninguna circunstancia. Lo necesito vivo. Disparen al brazo que utilice más, cerca del codo, pero no al hombro.
Pese a lo que se veía en las películas, una herida en el hombro era con frecuencia tan fatídica como en el abdomen o el pecho.
El irlandés salió con sus andares patizambos. Paseó la vista a su alrededor y se detuvo a inspeccionar la zona. Debía de estar pensando sí existía alguna diferencia. Habían llegado más coches desde que ellos habían entrado. ¿Detectaba algo significativo en ellos? Por lo visto, decidió que no percibía ninguna amenaza, y ambos hombres subieron al Mercedes.
—Van los dos —dijo Bond—. El mismo plan.
—Da.
El irlandés puso en marcha el motor. Los faros del coche se encendieron.
Bond apoyó la mano sobre la Walther, que se alojaba en la funda de cuero D. M. Bullard, y subió al asiento trasero del coche patrulla. Reparó en una lata vacía tirada en el suelo. Uno de sus camaradas había disfrutado de una cerveza Jelen Pivo mientras Bond se dedicaba a vigilar. La insubordinación le molestaba menos que el descuido. El irlandés podía ponerse suspicaz si lo detenía un policía que oliera a cerveza. Bond creía que el ego y la codicia de los hombres podían ser útiles, pero la incompetencia suponía un peligro inútil e inexcusable.
Los serbios subieron delante. El motor cobró vida. Bond dio unos golpecitos en el auricular de su SRAC, el aparato de comunicaciones de corto alcance utilizado para enmascarar transmisiones de radio en operaciones tácticas.
—Canal dos —les recordó.
—Da, da.
El hombre de mayor edad parecía aburrido. Ambos se pusieron los auriculares.
Y James Bond se preguntó una vez más si lo había planificado todo bien. Pese a la celeridad con que se había montado la operación, había dedicado horas a formular la táctica. Creía haber previsto todas las variantes posibles.
Salvo una, por lo visto.
El irlandés no hizo lo que debía hacer.
No se marchó.
El Mercedes se alejó del camino de entrada y salió del aparcamiento al césped que se extendía junto al restaurante, al otro lado de un alto seto, de forma que ni los camareros ni los clientes pudieran verlo. Se dirigió hacia un campo infestado de malas hierbas, al este.
—¡Govno! —exclamó el agente más joven—. ¿Qué demonios está haciendo?
Los tres hombres bajaron para ver mejor. El de mayor edad desenfundó el arma y corrió tras el coche.
Bond le indicó con un ademán que se detuviera.
—¡No! Espere.
—Se está escapando. ¡Sabe que lo vigilamos!
—No, es otra cosa.
El irlandés no conducía como si se sintiera perseguido. Avanzaba poco a poco, de forma que el Mercedes se movía como una barca mecida por el oleaje matutino. Además, no había adónde escapar. Estaba rodeado de acantilados que dominaban el Danubio, el terraplén de la vía férrea y el bosque de la colina de Fruska Gota.
Bond vio que el Mercedes llegaba a la vía férrea, a cien metros de donde se encontraban ellos. Aminoró la velocidad, dio media vuelta y aparcó, con el capó apuntado hacia el restaurante. Estaba cerca de una nave de la vía férrea y de un cambio de agujas, donde una segunda vía se desviaba de la línea principal. Los dos hombres bajaron y el irlandés sacó algo del maletero.
«El propósito de tu enemigo dictará tu respuesta». Bond recitó en silencio otra máxima de las conferencias del Centro de Preparación de Especialistas de Fort Monckton, en Gosport. Debes descubrir cuáles son las intenciones de tu enemigo.
Pero ¿cuál era su propósito?
Bond sacó de nuevo el monocular, conectó la visión nocturna y enfocó. El cómplice abrió un panel montado sobre un letrero situado junto al cambio de agujas y empezó a manipular los componentes internos, Bond vio que la segunda vía, que se desviaba hacia la derecha, era un ramal oxidado y en desuso que acababa ante una barrera, en lo alto de la colina.
De modo que se trataba de sabotaje. Iban a hacer descarrilar el tren desviándolo hacia el ramal. Los vagones caerían colina abajo hasta un riachuelo que desembocaba en el Danubio.
Pero ¿por qué?
Bond giró el monocular hacia la locomotora diesel y los vagones que arrastraba, y vio la respuesta. Los dos primeros coches sólo contenían chatarra, pero detrás, un vagón de plataforma cubierto con una lona llevaba la inscripción «Opasnost ¡Peligro!». También vio un rombo de sustancias peligrosas, la señal de advertencia universal que alertaba a los rescatadores de emergencias del riesgo de aquel cargamento en particular. Más alarmante todavía, aquel rombo exhibía cifras elevadas para las tres categorías: salud, inestabilidad e inflamabilidad. La A de la parte inferior significaba que la reacción de la sustancia al entrar en contacto con el agua sería peligrosa. Fuera lo que fuera lo que transportase el tren, entraba dentro de la categoría más mortífera, dejando aparte sustancias nucleares.
El tren se encontraba a un kilómetro del cambio de agujas, y aceleró para ganar la pendiente del puente.
El propósito de tu enemigo dictará tu respuesta…
Ignoraba la relación del sabotaje con el Incidente Veinte, en caso de que existiera, pero su objetivo inmediato estaba claro. Como la respuesta que Bond formuló de manera instintiva.
—Si intentan escapar —dijo a sus camaradas—, ciérrenles el paso y deténganlos. Sin fuerza letal.
Saltó al asiento del conductor del Jetta. Dirigió el coche hacia los campos desde donde había vigilado y pisó el acelerador al tiempo que desembragaba. El coche se lanzó hacia delante, el motor y la caja de cambios protestaron por aquel trato rudo, mientras el vehículo rodaba sobre los arbustos, árboles jóvenes, narcisos y matas de frambuesas que crecían en toda Serbia. Los perros huyeron y las luces de las casitas cercanas se encendieron. Los residentes salieron a los jardines y agitaron los brazos en señal de airada protesta.
Bond no les hizo caso y se concentró en mantener la velocidad mientras corría hacia su destino, guiado sólo por una escasa iluminación: un gajo de luna en el cielo y el faro del tren condenado, mucho más brillante y redondo que la lámpara celestial.