El olor a moho, putrefacción, productos químicos, aceite y petróleo era abrumador. Bond se esforzó por no toser y parpadeó para reprimir las lágrimas de sus ojos irritados. ¿Era posible que también percibiera humo?
El sótano del hospital carecía de ventanas. Tan sólo una tenue iluminación se filtraba por la boca del túnel. Bond paseó la linterna a su alrededor. Estaba al lado de una placa giratoria de vía férrea, destinada a hacer girar pequeñas locomotoras una vez habían entrado cargadas de suministros o pacientes.
Con la Walther en la mano, Bond examinó la zona, e intentó oír voces, pasos, el chasquido de un arma al cargar balas o la liberación de un seguro. Pero el lugar estaba desierto.
Había entrado en el túnel por el extremo sur. Mientras avanzaba hacia el norte, alejándose de la placa giratoria, llegó a un letrero que le arrancó una breve carcajada:
DEPÓSITO DE CADÁVERES.
Consistía en tres grandes habitaciones sin ventanas que habían estado ocupadas en fecha reciente. Los suelos estaban barridos y había bancos de trabajo nuevos y baratos. El humo parecía proceder de una de esas habitaciones. Bond vio cables sujetos a la pared y el suelo con cinta aislante, que probablemente habrían suministrado energía para las luces y los trabajos que se llevaran a cabo. Quizá un cortocircuito había producido el humo.
Salió del depósito de cadáveres y llegó a un amplio espacio abierto, con una doble puerta a la derecha, en dirección este, que permitía el acceso a la plaza de armas. La luz se filtraba a través de una grieta entre los paneles, una posible ruta de escape, observó, de forma que memorizó su emplazamiento y el de las columnas que podían proporcionarle protección en el caso de que tuviera que huir bajo el fuego.
Unas mesas metálicas antiguas, manchadas de negro y marrón, estaban clavadas al suelo, cada una con su propio desagüe. Para efectuar autopsias, por supuesto.
Bond continuó hacia el extremo norte del edificio, que terminaba en una serie de habitaciones más pequeñas provistas de ventanas con barrotes. Un letrero sugería el porqué:
PABELLÓN DE SALUD MENTAL.
Probó las puertas que conducían a la planta baja, descubrió que estaban cerradas con llave y volvió a las tres habitaciones contiguas a la placa giratoria. Una búsqueda sistemática reveló por fin el origen del humo: en el suelo de un rincón de una habitación había un hogar improvisado. Distinguió grandes volutas de ceniza, sobre las cuales pudo distinguir algo escrito. Los fragmentos eran delicados. Intentó levantar uno, pero se disolvió entre sus dedos.
«Cuidado», se dijo.
Se acercó a uno de los cables que subían por la pared. Desprendió varios pedazos de la cinta aislante que los sujetaba y los cortó en trozos de quince centímetros con la navaja. Después, los apretó con mucho cuidado sobre las volutas grises y negras de ceniza, los guardó en el bolsillo y continuó su registro. En una segunda habitación había algo plateado que le llamó la atención. Corrió al rincón y descubrió diminutas astillas de metal que sembraban el suelo. Las recogió con otro trozo de cinta, y también las guardó en un bolsillo.
De pronto, Bond se quedó petrificado. El edificio había empezado a vibrar. Un momento después, los temblores aumentaron de manera considerable. Oyó el ruido de un motor diesel, no muy lejos. Eso explicaba por qué el lugar estaba desierto. Los trabajadores habrían ido a comer, y ahora regresaban. No podía subir a la planta baja o a los pisos superiores sin salir del edificio, donde sin duda lo verían. Había llegado el momento de marcharse.
Retrocedió a la habitación de la placa giratoria para salir por el túnel.
Y unos cuantos decibelios le salvaron de una fractura de cráneo.
No vio al atacante ni oyó su respiración, ni tampoco el silbido del objeto con el que iba a golpearle, pero Bond percibió un leve enmudecimiento de la vibración del diesel, cuando la ropa del hombre absorbió el sonido.
Bond saltó atrás instintivamente y el tubo de metal erró por escasos centímetros.
Bond lo agarró con la mano izquierda y su atacante perdió el equilibrio, demasiado sorprendido para soltar el arma. El joven rubio vestía un traje oscuro barato y una camisa blanca, el uniforme de un hombre de seguridad, supuso Bond. No llevaba corbata. Tal vez se la habría quitado antes del ataque. Con los ojos abiertos de par en par a causa de la consternación, volvió a tambalearse y estuvo a punto de caer, pero se enderezó al instante y se lanzó sobre Bond. Cayeron juntos al sucio suelo de la habitación circular. No era el irlandés, observó Bond.
Bond se puso en pie de un salto y avanzó, con las manos convertidas en puños, pero era una treta. Su intención era que el musculoso individuo retrocediera para evitar el puñetazo, cosa que hizo con facilidad, y eso proporcionó a Bond la oportunidad de desenfundar su arma. Sin embargo, se abstuvo de disparar. Necesitaba al hombre vivo.
El hombre se inmovilizó bajo la amenaza de la pistola del calibre 40 de Bond, aunque introdujo la mano dentro de la chaqueta.
—Olvídalo —dijo Bond con frialdad—. Tiéndete en el suelo con los brazos en cruz.
Su oponente continuó inmóvil, sudoroso a causa de los nervios, con la mano sobre la culata de su pistola. Una Glock, observó Bond. El teléfono del hombre empezó a zumbar. Echó un vistazo al bolsillo de la chaqueta.
—¡Tírate al suelo!
Si desenfundaba, Bond intentaría herirle, pero tal vez acabara matándolo.
El teléfono dejó de sonar.
Ya.
Bond bajó el arma y apuntó al brazo derecho de su atacante, cerca del codo.
Dio la impresión de que el rubio iba a obedecer. Dejó caer los hombros y, a la tenue luz, sus ojos se dilataron de miedo e incertidumbre.
En aquel momento, la excavadora debió de llegar al terreno cercano. Ladrillos y tierra llovieron del techo. Un cascote de gran tamaño golpeó a Bond. Se encogió y retrocedió, mientras parpadeaba para quitarse el polvo de los ojos. Si su atacante hubiera sido más profesional, o hubiera estado menos asustado, habría desenfundado su arma y disparado. Pero no lo hizo. Dio media vuelta y huyó por el túnel.
Bond adoptó su postura favorita, la de un esgrimista, con el pie izquierdo apuntado hacia delante y el derecho en perpendicular detrás. Disparó con las dos manos un solo tiro ensordecedor que alcanzó en la pantorrilla al hombre, que se desplomó con un grito, a unos diez metros de la entrada del túnel.
Bond corrió tras él. Entonces, los temblores aumentaron de intensidad, al igual que el ruido del motor, y más ladrillos cayeron de las paredes. Cascadas de yeso y polvo se desprendieron del techo. Una pelota de criquet de cemento aterrizó sobre el hombro herido de Bond, que lanzó un gemido.
Pero siguió avanzando por el túnel. Su atacante estaba en el suelo, arrastrándose hacia la fisura por la que se colaba el sol.
Daba la impresión de que la excavadora estaba sobre su cabeza. «Muévete, maldita sea», se dijo Bond. Era muy probable que fueran a derribar todo el edificio. Cuando se acercó más al hombre herido, el chug chug chug del motor diesel aumentó de volumen. Más ladrillos cayeron al suelo.
No era un buen lugar para quedar enterrado vivo…
A sólo diez metros del herido. Practicarle un torniquete, sacarlo del túnel, ponerse a cubierto… y empezar a hacer preguntas.
Pero con un estrépito brutal, la suave luz del día de primavera que entraba por el extremo del túnel se apagó. Dos ojos blancos relucientes la sustituyeron, brillantes a través del polvo. Se detuvieron, y entonces, como si pertenecieran a un león que hubiera divisado a su presa, se desviaron un poco y apuntaron a Bond. Con una tos feroz, la excavadora continuó avanzando, al tiempo que empujaba una oleada de barro y piedra ante ella.
Bond apuntó la pistola, pero no tenía blanco. La cuchilla de la máquina estaba levantada, para proteger la cabina del operario. El vehículo avanzaba sin cesar, empujando una masa de tierra, ladrillo y otros escombros.
—¡No! —gritó el herido, mientras la excavadora continuaba su avance. El conductor no le veía. O, si lo veía, no habría podido importarle menos el que el hombre muriera.
El atacante de Bond desapareció con un chillido bajo la capa de roca. Un momento después, las orugas rodaron sobre el lugar donde había quedado enterrado.
Los faros no tardaron en desaparecer, ocultos por los cascotes, y se hizo una oscuridad total. Bond encendió la linterna y volvió corriendo a la habitación de la placa giratoria. Tropezó en la entrada y cayó al suelo, mientras tierra y ladrillo se le amontonaban hasta los tobillos y, después, las pantorrillas.
Un momento después, las rodillas de Bond quedaron inmovilizadas.
Detrás de él, la excavadora continuaba su marcha, de forma que iba empujando los escombros enlodados hacia el interior de la habitación. Bond no tardó en quedar inmovilizado hasta la cintura. Otro medio minuto, y estaría cubierto hasta la cara.
Pero el peso de la montaña de escombros fue demasiado para la excavadora, o tal vez había afectado a los cimientos del edificio. La ola cesó de avanzar. Antes de que el operario pudiera maniobrar para proseguir su tarea, Bond se había liberado y huido de la habitación. Le picaban los ojos, y sus pulmones sufrían una atroz tortura. Escupió polvo y arenilla, y apuntó la linterna hacía el túnel. Estaba bloqueado por completo.
Atravesó a toda prisa las tres habitaciones sin ventanas donde había recogido la ceniza y los fragmentos de metal. Se detuvo junto a la puerta que conducía a la sala de autopsias. ¿Habrían obstruido la salida para obligarlo a caer en una trampa? ¿Estarían esperándole el irlandés y los demás guardas de seguridad? Enroscó el silenciador en la Walther.
Respiró hondo, hizo una pausa y abrió la puerta, al tiempo que adoptaba una postura de tiro defensiva, la linterna apuntada hacia delante con la mano izquierda, sobre la cual descansaba la derecha, que empuñaba la pistola.
El enorme vestíbulo estaba desierto. Pero las puertas dobles que había visto antes, por las que se filtraba un rayo de luz, estaban obstruidas: la excavadora había apilado toneladas de cascotes contra ellas.
Atrapado…
Corrió a las habitaciones más pequeñas del lado norte del sótano, el pabellón de salud mental. La más grande (la oficina, supuso) tenía una puerta, pero estaba cerrada a cal y canto. Bond apuntó la Walther y, parado en un ángulo oblicuo, disparó cuatro veces contra la placa metálica del cerrojo, y después cuatro más en los goznes.
No causó el menor efecto. Un proyectil semiblindado no tiene nada que hacer contra el acero. Volvió a cargar e introdujo el cargador vacío en su bolsillo izquierdo, donde siempre guardaba los ya utilizados.
Estaba contemplando las ventanas enrejadas cuando una voz estentórea le hizo dar un salto.
—Attention! Opgelet! Grozba! Nebezpeciy!
Bond dio media vuelta en busca de un objetivo.
Pero la voz llegaba desde un altavoz sujeto a la pared.
—Attention! Opgelet! Grozba! Nebezpeciy! ¡Faltan tres minutos! —se oyó por el altavoz.
La última frase, una grabación, se repitió en holandés, polaco y ucraniano.
¿Tres minutos?
—¡Evacuación inmediata! ¡Peligro! ¡Se han colocado cargas explosivas!
Bond paseó la linterna alrededor de la habitación.
¡Los cables! No servían para proporcionar electricidad a la construcción. Estaban sujetos a cargas explosivas. Bond no los había visto porque las cargas estaban pegadas con cinta adhesiva a vigas metálicas del techo. Todo el edificio iba a estallar.
Tres minutos…
La linterna reveló la existencia de docenas de paquetes de explosivos, suficientes para convertir las paredes de piedra que lo rodeaban en polvo… y vaporizar a Bond. Y todas las salidas estaban bloqueadas. Con el corazón acelerado y la frente perlada de sudor, Bond guardó la pistola y la linterna, y agarró uno de los barrotes de hierro de una ventana. Tiró de él, pero resistió.
A la luz brumosa que se filtraba a través del cristal, paseó la vista a su alrededor y después trepó a una viga cercana. Desprendió uno de los paquetes de explosivos y saltó al suelo. Las cargas eran de un compuesto de RDX, a juzgar por el olor. Cortó con la navaja un fragmento grande y lo apretó contra el pomo y el cerrojo de la puerta. Eso sería suficiente para volar la cerradura sin matarse de paso.
¡Manos a la obra!
Bond retrocedió unos seis metros, apuntó y disparó. Alcanzó de lleno el explosivo.
Pero, tal como temía, no sucedió nada… salvo que la masa gris amarillenta de plástico mortífero cayó al suelo como si nada. Los compuestos sólo estallan con un detonador, no con un impacto físico, incluso el de una bala que viaja a seiscientos metros por segundo. Había esperado que la sustancia fuera la excepción a la regla.
El aviso de que quedaban dos minutos resonó en la habitación. Bond alzó la vista hacia el lugar donde el detonador que había desprendido de la carga colgaba de una manera obscena. Pero la única forma de detonarlo era con una corriente eléctrica. Electricidad…
¿Los altavoces? No, el voltaje era demasiado bajo para detonar un casquillo detonador. Igual que el de la batería de su linterna.
La voz resonó de nuevo: el aviso de que faltaba un minuto.
Bond se secó el sudor de las palmas de las manos, sacó la pistola y expulsó una bala. Con el cuchillo abrió la bala de plomo y la tiró a un lado. Después, presionó el cartucho, lleno de pólvora, en el interior del explosivo, que pegó a la puerta.
Retrocedió, apuntó con cuidado al diminuto disco del cartucho y disparó una bala. El proyectil alcanzó el cebo, que detonó la pólvora y, después, el plástico. Con una enorme llamarada, la explosión voló la cerradura en pedazos.
También arrojó a Bond al suelo, entre una lluvia de astillas de madera y humo. Durante unos segundos permaneció aturdido, después se puso en pie y avanzó tambaleante hacia la puerta, que estaba abierta, aunque atascada. El hueco mediría tan sólo veinte centímetros de anchura. Asió el pomo y empezó a abrir poco a poco la pesada puerta.
—Attention! Opgelet! Grozba! Nebezpeciy!