Una hora y media después, James Bond iba en su Bentley Continental GT, una flecha gris que corría en dirección norte.
Estaba pensando en que había engañado a Percy Osborne-Smith. Había decidido que la pista del pub de Cambridge no era, en realidad, muy prometedora. Sí, cabía la posibilidad de que los protagonistas del Incidente Veinte hubieran comido allí: la factura sugería una comida para dos. Pero la fecha se remontaba a más de una semana atrás, de modo que parecía improbable que alguno de los camareros se acordara de un hombre que coincidiera con la descripción del irlandés y de sus acompañantes. Y como ese hombre había demostrado ser muy inteligente, Bond sospechaba que debía comer y comprar en un sitio distinto cada vez. No sería un cliente habitual.
Había que seguir la pista de Cambridge, por supuesto, pero igualmente importante era mantener a Osborne-Smith distraído. No podía permitir que detuvieran y condujeran a Belmarsh al irlandés o a Noah, como si fueran traficantes de drogas o islamistas que hubieran comprado demasiado abono. Necesitaban dejar que los dos sospechosos continuaran con su plan, con el fin de descubrir la naturaleza del Incidente Veinte.
Por consiguiente, Bond, avezado jugador de póker, se había echado un farol. Se había tomado un inusitado interés por la pista del pub y mencionado que no se encontraba lejos de Wimpole Road. Para la mayoría de la gente esto no hubiera significado nada, pero Bond suponía que Osborne-Smith sabía que una instalación secreta del Gobierno relacionada con Porton Down, el Centro de Investigación de Armas Biológicas del Ministerio de Defensa, sito en Wiltshire, se hallaba también en Wirnpole Road. Cierto, estaba doce kilómetros al este, al otro lado de Cambridge y lejos del pub, pero Bond creía que relacionar ambos lugares animaría al hombre de División Tres a precipitarse sobre la idea como un ave marina al divisar la cabeza de un pez.
Esto relegaba a Bond a la tarea, en apariencia infructuosa, de luchar con la críptica nota. «Boots - 17. Marzo. No más tarde». La cual creía haber descifrado.
Casi todas las sugerencias de Philly acerca de su significado se referían a la farmacia, Boots, que tenía tiendas en todas las ciudades del Reino Unido. También había ofrecido sugerencias sobre calzado y sobre acontecimientos ocurridos un 17 de marzo.
Pero una sugerencia, al final de la lista, había intrigado a Bond. La joven había observado que «Boots» y «Marzo» estaban unidos mediante una raya, y había descubierto que existía una Boots Road que pasaba cerca de la ciudad de March —es decir, marzo en inglés—, a un par de horas en coche al norte de Londres. También se había fijado en el punto y seguido entre «17» y «Marzo». Teniendo en cuenta que la última frase «no más tarde» sugería una fecha tope, «17» tenía sentido como fecha, pero tal vez era 17 de mayo; es decir, el día siguiente.
«Una chica lista», había pensado Bond en su despacho, mientras esperaba a Osborne-Smith, y entonces había recurrido a Cable de Oro (una red segura de fibra óptica que relacionaba datos de todas las agencias de seguridad británicas importantes) con el fin de averiguar todo lo posible sobre March y Boots Road.
Había encontrado algunos datos apasionantes: informes de tráfico sobre desvíos de carreteras porque un gran número de camiones iban y venían por Boots Road cerca de una antigua base del ejército, y noticias de prensa relativas a trabajos con maquinaria pesada. Las referencias insinuaban que deberían finalizar a medianoche del día 17, de lo contrario se impondrían multas. Intuía que esto podía significar una sólida pista relacionada con el irlandés y Noah.
Y la práctica de su profesión dictaba que hacer caso omiso de dichas intuiciones podía ser peligroso.
Por lo tanto, iba camino de March, concentrado en el placer de conducir.
Lo cual significaba, por supuesto, que tenía que conducir deprisa.
Bond tuvo que ejercer cierto control, por supuesto, puesto que no estaba en la N-260 de los Pirineos, ni en las carreteras secundarias del Lake District, sino que viajaba en dirección norte por la A1, que iba cambiando de identidad de forma arbitraria entre autovía y carretera principal. De todos modos, la aguja del velocímetro llegaba en ocasiones a los 160 kilómetros por hora, y con frecuencia le daba un leve toque a la palanca de la caja de cambios Quickshift, suave como una seda y de respuesta al milisegundo, con el fin de adelantar a algún remolque para caballerías o un Ford Mondeo. Circulaba casi siempre por el carril derecho, aunque una o dos veces se acercó al arcén para proceder a un embriagador, aunque ilegal, adelantamiento. Disfrutó de algunos patinazos controlados en tramos de inclinación inversa.
La policía no significaba ningún problema. Si bien la jurisdicción del ODG estaba limitada al Reino Unido (carta gris, no blanca, bromeó Bond para sí), a menudo era necesario que los agentes de la Rama O se desplazaran con celeridad a otras partes del país. Bond había solicitado por teléfono una NDR (Solicitud de Detención Cero), y las cámaras y agentes de tráfico motorizados hacían caso omiso de su matrícula.
Ah, el Bentley Continental GT coupé… El mejor vehículo personalizado del mundo, creía Bond.
Siempre había amado la marca. Su padre había guardado cientos de fotos de periódicos antiguos de los famosos hermanos Bentley y de sus creaciones, que habían dejado atrás a los Bugatri y similares en Lemans durante las décadas de 1920 1930. Bond en persona había visto vencer en la carrera de 2003 al asombroso Bentley Speed 8, en su vuelta a los circuitos después de tres cuartos de siglo. Siempre se había marcado como objetivo adquirir uno de aquellos majestuosos vehículos, veloces e inteligentes al mismo tiempo. Si bien el Jaguar tipo E que descansaba bajo su piso había sido una herencia de su padre, el GT había sido un legado indirecto. Había comprado su primer Continental años antes, agotando lo que quedaba del pago de un seguro de vida que había cobrado tras la muerte de sus padres. Lo había cambiado en fecha reciente por el nuevo modelo.
Salió de la autovía y se dirigió hacia March, en el corazón de los Fens. Sabía poco del lugar. Había oído lo del «March, March, March», una caminata que daban los estudiantes desde March a Cambridge durante, por supuesto, el tercer mes del año. Estaba la cárcel de Whitemoor. Y los turistas iban a ver la iglesia de Santa Wendreda. Bond tendría que confiar en la palabra de la oficina de turismo, en el sentido de que era espectacular. No había pisado un lugar de culto, salvo por motivos de vigilancia, desde hacía años.
Delante se alzaba la antigua base del ejército británico. Continuó describiendo un amplio círculo hacia la parte de atrás, rodeada por una alambrada de espino y letreros prohibiendo la entrada. Vio por qué: la iban a demoler. Así que aquélla era la obra de la que había oído hablar. Ya habían derribado media docena de edificios. Sólo quedaba uno, de tres pisos de altura, construido en ladrillo rojo. Un letrero descolorido anunciaba: HOSPITAL.
Había varios camiones grandes, junto con máquinas excavadoras, aparte de remolques y otros equipos para remover tierra, sobre una colina que se alzaba a unos cien metros del edificio, probablemente el cuartel general provisional de la brigada de demolición. Un coche negro estaba aparcado cerca del remolque más grande, pero no se veía a nadie en los alrededores. Bond se preguntó por qué. Aquel día era un lunes no festivo.
Escondió el coche en un bosquecillo, de forma que nadie pudiera verlo. Bajó e inspeccionó el terreno: complicados canales, campos de patatas y remolacha azucarera, y grupos de árboles. Bond se embutió en su atuendo táctico 5.11, con el desgarrón de la metralla en el hombro de la chaqueta y el olor a quemado (de cuando había rescatado la pista en Serbia que le había conducido hasta allí) y cambió sus zapatos de ciudad por botas de combate bajas.
Ciñó su Walther y dos cartucheras al cinturón multiusos de red de lona.
«Si te la pegas con una banda sonora, llámame».
También guardó en los bolsillos el silenciador, una linterna, un kit de herramientas y la navaja plegable.
Después, Bond hizo una pausa y se desplazó a otro lugar, adonde iba siempre antes de cualquier operación táctica: calma total, ojos concentrados en cada detalle, como ramas que podían traicionarlo con un crujido, arbustos que podían ocultar la boca de un rifle, indicios de cables, sensores y cámaras que podían revelar su presencia al enemigo.
Y preparándose para segar una vida, con rapidez y eficacia, si fuera necesario. Eso formaba parte también del otro mundo.
Y pensaba proceder todavía con más cautela debido a las numerosas preguntas que aquella misión había suscitado
«Adapta tu respuesta al propósito de tu enemigo».
Pero ¿cuál era el propósito de Noah?
De hecho, ¿quién demonios era?
Bond avanzó entre los árboles, y después atajó a través de la esquina de un campo sembrado de remolacha azucarera. Rodeó una apestosa ciénaga y atravesó con cautela una maraña de zarzas, siempre en dirección al hospital. Por fin, llegó al perímetro de alambre de espino, sembrado de señales de advertencia. Eastern Demolition and Scrap se encargaba de la obra, anunciaban. Nunca había oído hablar de la empresa, pero creyó haber visto sus camiones. Le resultaban familiares los colores verde y amarillo.
Examinó el campo invadido de malas hierbas que se extendía ante el edificio. Detrás vio la plaza de armas. No divisó a nadie, de modo que empezó a atacar la alambrada con una cizalla, mientras pensaba que sería una idea genial utilizar el edificio para reuniones secretas relativas al Incidente Veinte. Pronto demolerían el lugar, lo cual destruiría todas las pruebas de su uso.
No había obreros en las cercanías, pero la presencia del coche negro sugería que podía haber alguien dentro. Buscó una puerta trasera u otra entrada discreta. Cinco minutos después descubrió lo que necesitaba: una depresión en la tierra, de unos tres metros de profundidad, causada por el derrumbamiento de lo que habría sido un túnel de aprovisionamiento subterráneo. Bajó al hoyo y encendió la linterna en el interior. Daba la impresión de que conducía al sótano del hospital, situado a unos cincuenta metros de distancia.
Avanzó y reparó en los antiguos muros y techo de ladrillo agrietados, y justo en aquel momento se desprendieron dos ladrillos y cayeron al suelo, donde distinguió una vía de tren estrecha, oxidada y cubierta de barro en algunos puntos.
A mitad del lóbrego pasaje llovieron sobre su cabeza guijarros y un chorro de tierra húmeda. Alzó la vista y vio, a unos dos metros de altura, que el techo del túnel estaba surcado de grietas. Parecía que una simple palmada lograría que se derrumbara sobre él.
No era un buen lugar para quedar enterrado vivo, reflexionó Bond.
Pero ¿acaso existía alguno?, añadió después, con ironía.
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—Brillante trabajo —dijo Severan Hydt a Niall Dunne.
Estaban solos en el aparcamiento de remolques de Hydt, situado a unos cien metros del siniestro hospital del ejército británico que había a las afueras de March. Como el equipo de Gehenna había estado sometido a presión para acabar el trabajo al día siguiente, Hydt y Dunne habían detenido la demolición por la mañana, con el fin de que la cuadrilla se mantuviera alejada. Casi ningún empleado de Hydt sabía nada de Gehenna, y debían proceder con mucha cautela cuando las dos operaciones se solaparan.
—Quedé satisfecho —replicó Dunne, en el tono con el que respondía a casi todo, ya fuera de alabanza, crítica u observación desapasionada.
El equipo se había marchado con el dispositivo media hora antes, después de haberlo montado con los materiales que Dunne había aportado. Estaría escondido en un piso franco próximo hasta el viernes.
Hydt había dedicado un rato a pasear alrededor del último edificio que sería demolido: el hospital, erigido hacía más de ochenta años.
La demolición aportaba a Green Way una ingente cantidad de dinero. La empresa obtenía beneficios de la gente que pagaba por derribar lo que ya no quería, y de extraer de los escombros lo que otra gente sí quería: vigas de madera y acero, cable, tuberías de aluminio y cobre, hermoso cobre, el sueño de todo trapero. Pero el interés de Hydt en la demolición iba más allá de lo puramente económico, por supuesto. Estudiaba ahora el antiguo edificio en un estado de tenso arrobamiento, como mira un cazador a un animal desprevenido momentos antes de lanzar el disparo fatídico.
No pudo por menos que pensar en los anteriores ocupantes del hospital, los muertos y los agonizantes.
Hydt había tomado docenas de fotos del edifico, mientras paseaba por las salas podridas, las mohosas habitaciones (sobre todo las zonas del depósito de cadáveres y la sala de autopsias), almacenando imágenes de descomposición y decadencia. Sus archivos fotográficos contenían instantáneas tanto de edificios antiguos como de cadáveres. Guardaba un buen número de fotos, bastante artísticos, de lugares como Northumberland Terrace, Palmers Green, en la North Circular Road, las ahora desaparecidas instalaciones petrolíferas de Pura, a orillas del río Creek en Canning Town, y el Real Arsenal Gótico y el Real Laboratorio de Woolwich. Sus fotos de Lovell’s Wharf; en Greenwich, testimonios de lo que la negligencia agresiva podía lograr, siempre lo conmovían.
Niall Dunne estaba dando instrucciones por el móvil al conductor del camión que acababa de marcharse, con el fin de explicarle la mejor forma de ocultar el dispositivo. Eran detalles muy precisos, en consonancia con su naturaleza y la de aquella arma terrorífica.
Aunque el irlandés le ponía nervioso, Hydt se sentía agradecido de que sus caminos se hubieran cruzado. No habría podido proceder tan deprisa, ni con tanta seguridad, en lo tocante a Gehenna sin él. Hydt había llegado a llamarlo «el hombre que piensa en todo», y era cierto. Por lo tanto, Severan Hydt estaba dispuesto a soportar sus siniestros silencios, las miradas frías y la desmañada disposición de acero robótico que era Niall Dunne. Los dos hombres formaban una eficiente sociedad, aunque irónica: un ingeniero cuyo objetivo era construir, un trapero cuya pasión era destruir.
«Qué curioso constructo somos los humanos. Predecibles sólo en la muerte. Leales sólo entonces», reflexionó Hydt, y después desechó el pensamiento.
Justo después de que Dunne desconectara, alguien llamó a la puerta. Se abrió. Eric Janssen, un hombre de seguridad de Green Way que les había conducido en coche hasta March, se quedó parado en el umbral con cara de preocupación.
—Señor Hydt, señor Dunne, alguien ha entrado en el edificio.
—¿Qué? —bramó Hydt, al tiempo que volvía su enorme cabeza equina hacia el hombre.
—Entró por el túnel.
Dunne lo ametralló a preguntas ¿Iba solo? ¿Se habían producido transmisiones que Janssen hubiera controlado? ¿Estaba su coche cerca? ¿Se había producido tráfico inusual en la zona? ¿Iba armado el hombre?
Las respuestas sugerían que el hombre trabajaba solo y no era de Scotland Yard ni del Servicio de Seguridad.
—¿Has. conseguido una fotografía o lo has visto bien? —preguntó Dunne.
—No, señor.
Hydt entrechocó dos uñas.
—¿Es el hombre de los serbios? ¿El de anoche? —Preguntó a Dunne—. ¿El agente privado?
—No es imposible, pero no sé cómo habrá podido seguirnos hasta aquí.
Dunne miró por la ventana sucia de polvo del remolque como si no estuviera viendo el edificio. Hydt sabía que el irlandés estaba dibujando un plano en su mente. O tal vez examinando el que ya había preparado en caso de una contingencia como la actual. Permaneció inmóvil durante un buen rato. Por fin, Dunne desenfundó su pistola, salió del remolque e indicó a Janssen, con un ademán, que le siguiera.