Bond estaba sentado a su mesa, investigando algunas bases de datos gubernamentales, cuando oyó pasos que se acercaban, acompañados de una voz resonante:
—Estoy bien, estupendamente. Ya puede marcharse, por favor, y gracias. Me las arreglaré sin el GPS.
Con esto, un hombre con un traje a rayas ceñido entró en el despacho de Bond, tras haber despedido al agente de seguridad de la Sección P que le había acompañado. También se había saltado a Mary Goodnight, quien se había levantado con semblante malhumorado cuando el hombre pasó como una exhalación a su lado sin hacerle caso.
Se acercó al escritorio de Bond y extendió una palma carnosa. Delgado pero fofo, poco impresionante, poseía, en cambio, ojos autoritarios y manos grandes al final de sus largos brazos. Parecía del tipo que estrechaban las manos hasta romperte los huesos, de modo que Bond oscureció la pantalla y se levantó, preparado para contrarrestar la agresión.
De hecho, el apretón de Percy Osborne-Smith fue inofensivo, aunque desagradablemente húmedo.
—Bond. James Bond.
Indicó al agente de la División Tres la silla que acababa de desocupar Philly, y se recordó que no debía permitir que el peinado (pelo rubio oscuro como pegoteado a un lado de la cabeza), los labios fruncidos y el cuello gomoso del hombre le engañaran. Una barbilla débil no significaba un hombre débil, como podría certificar cualquiera que estuviese familiarizado con la carrera del mariscal Montgornery
—Bien —empezó Osborne-Smith—, aquí estarnos. Nervios en abundancia con el Incidente Veinte. ¿Quién se inventa esos nombres?, ¿lo sabe usted? El Comité de Inteligencia, supongo.
Bond ladeó la cabeza sin comprometerse.
Los ojos del hombre pasearon por el despacho, se posaron un instante sobre una pistola de plástico con boca naranja utilizada en combates cuerpo a cuerpo y regresaron a Bond.
—Bien, por lo que me han dicho, Defensa y Seis están calentando motores para recorrer la ruta afgana, en busca de los malos en las tierras del interior. Nos convierte a usted y a mí en los torpes hermanos pequeños, abandonados con este problema de la conexión serbia. Pero a veces son los peones los que ganan la partida, ¿verdad?
Se secó la nariz y la boca con un pañuelo. Bond no consiguió recordar la última vez que había visto a alguien menor de setenta años emplear esa combinación de gesto y accesorio.
—Me han hablado de usted, Bond… James. Vamos a tutearnos, ¿de acuerdo? Mi apellido es bastante largo. Una cruz que me impusieron. Al igual que el nombre de mi cargo: subdirector de Operaciones de Campo.
«Metido con calzador», reflexionó Bond.
—Así que seremos Percy y James. Suena a número cómico de algún programa de televisión. En cualquier caso, he oído hablar de ti, James. Tu reputación te precede. No te «excede», por supuesto. Al menos, por lo que me han dicho.
«Oh, Dios», pensó Bond, ya se le había agotado la paciencia. Se adelantó a la continuación del monólogo y explicó lo ocurrido en Serbia con todo lujo de detalles.
Osborne-Smith le escuchó y tomó notas. Después, describió lo sucedido en el lado inglés del Canal, lo cual no fue muy esclarecedor. Pese a contar con las impresionantes aptitudes para la vigilancia de la Rama A del MI5 (conocidos como los Vigilantes), nadie había sido capaz de confirmar que el helicóptero a bordo del cual viajaba el irlandés había aterrizado al nordeste de Londres. Desde entonces no se había descubierto ningún MASINT, y no había ni rastro del helicóptero.
—¿Cuál va a ser nuestra estrategia? —dijo Osborne-Smith, aunque no era una pregunta. Era el prefacio a una directriz—. Mientras Defensa, Seis y todo el mundo mundial recorren el desierto en busca de afganos de destrucción masiva, yo quiero salir en busca de este irlandés y de Noah, atarlos bien corto y traerlos aquí.
—¿Detenerlos?
—Bien, «retenerlos» sería una palabra más apropiada.
—De hecho, no estoy seguro de que ése sea el mejor enfoque —dijo Bond con delicadeza.
«Por el amor de Dios, sé diplomático con los nativos…».
—¿Por qué no? No tenemos tiempo para vigilancia. —Bond reparó en un leve ceceo—. Sólo para interrogar.
—Si hay miles de vidas en peligro, el irlandés y Noah no pueden trabajar solos: Igual están en la parte inferior de la cadena alimentaria. Lo único que sabemos con certeza es que hubo una reunión en el despacho de Noah. Nada sugirió en ningún momento que estuviera al mando de la operación. En cuanto al irlandés, es un pistolero. Conoce su oficio, de eso no cabe duda, pero básicamente es un sicario. Creo que hemos de identificarlos y mantenerlos en juego hasta conseguir más respuestas.
Osborne-Smith estaba asintiendo como dándole la razón.
—Ah, pero tú no conoces mis antecedentes, James, mi currículo. —La sonrisa y la untuosidad desaparecieron—. Me fogueé interrogando a prisioneros. En Irlanda del Norte. Y Belmarsh.
La tristemente célebre «Cárcel de Terroristas» de Londres.
—También me he curtido en Cuba —continuó—. Guantánamo. Sí, en efecto. La gente acaba hablando conmigo, James. Después de tratarlos durante unos cuantos días, me dicen la dirección donde se esconden sus hermanos. O sus hijos. O sus hijas. Oh, la gente habla cuando le pregunto… con toda educación. Bond no se rindió.
—Pero si Noah tiene cómplices y averiguan que lo hemos detectado, tal vez aceleren sus planes para el viernes. O desaparezcan…, y los perdamos hasta que vuelvan a atacar dentro de seis u ocho meses, cuando todas las pistas se hayan enfriado. Estoy seguro de que el irlandés habrá planificado una contingencia similar.
La nariz fofa se arrugó en señal de pesar.
—Es que, bien, si estuviéramos en el Continente o paseando por la plaza Roja, me encantaría verte jugar a tu aire, pero resulta que aquí jugamos en casa.
El encontronazo era inevitable, por supuesto. Bond decidió que era inútil discutir. El títere acicalado tenía nervios de acero. También ostentaba la máxima autoridad y, si así lo deseaba, podía excluir a Bond por completo.
—Tú decides, por supuesto —dijo éste en tono plácido—. Bien, supongo que el primer paso es localizarlos. Voy a enseñarte las pistas.
Le entregó una copia de la factura del pub y la nota que rezaba «Boots - 17. Marzo. No más tarde».
Osborne-Smith frunció la frente mientras examinaba las hojas.
—¿Qué deduces de todo esto? —preguntó.
—Nada muy sexy. El pub está a las afueras de Cambridge. La nota es un poco misteriosa.
—¿«17 Marzo»? ¿Un recordatorio de ir a la farmacia?
—Quizá —dijo Bond con escepticismo—. Estaba pensando que quizá se trate de un código. —Empujó hacia delante la hoja impresa de MapQuest que Philly le había facilitado—. Si quieres saber mi opinión, es posible que el pub carezca de importancia. No he encontrado nada particular en él. No está cerca de nada importante. Saliendo de la MI 1, cerca de Wimpole Road. —Tocó la hoja—. Una pérdida de tiempo, probablemente, pero tal vez valdría la pena investigarlo ¿Por qué no me ocupo yo? Me acercaré y echaré un vistazo a los alrededores de Cambridge. Tal vez podrías pasar la nota a los criptoanalistas de Cinco y ver qué dicen sus ordenadores. Creo que eso encierra la clave.
—Lo haré, pero si no te importa, James, tal vez sea mejor que yo me ocupe del pub. Conozco bien la zona. Fui a Cambridge: Magdalene. —El plano y la factura del pub desaparecieron en el maletín de Osborne-Smith, junto con una copia de la nota sobre Marzo. Después, sacó otra hoja de papel—. ¿Puedes llamar a esa chica?
Bond arqueó una ceja.
—¿Cuál?
—La guapa de ahí fuera. Soltera, por lo que he visto.
—Te refieres a mi secretaria —dijo Bond con sequedad. Se levantó y se dirigió hacia la puerta—. Señorita Goodnight, ¿quiere entrar, por favor?
Ella obedeció, con el ceño fruncido.
—Nuestro amigo Percy quiere hablar con usted. Osborne-Smith no captó la ironía de la elección de nombre de Bond y le entregó la hoja de papel.
—Hágame una fotocopia, por favor.
La joven asintió, no sin lanzar una mirada a Bond, cogió el documento y fue a la fotocopiadora. Osborne-Smith la llamó:
—Por ambos lados, claro está. El derroche concede ventaja al enemigo, ¿no es así?
Goodnight regresó un momento después. Osborne-Smith guardó el original en su maletín y dio la copia a Bond.
—¿Va alguna vez al campo de tiro?
—De vez en cuando —contestó Bond. No añadió que lo hacía seis horas a la semana, religiosamente, allí dentro con armas cortas y al aire libre con todo el equipo en Bisley. Y cada quince días practicaba en el FATS de Scotland Yard, el simulador de entrenamiento de tiro informatizado de alta definición, en el cual te colocaban un electrodo en la espalda. Si el terrorista te disparaba antes que él a ti, acababas de rodillas presa de un dolor tremendo.
—¿Debemos observar las formalidades, verdad? —Osborne-Smith señaló la hoja que sostenía Bond—. Solicitud de ir armado temporalmente.
Tan sólo unos cuantos agentes del orden podían portar armas en Inglaterra.
—Tal vez no sea buena idea utilizar mi nombre en eso —indicó Bond.
Dio la impresión de que Osborne-Smith no había pensado en aquel detalle.
—Puede que tengas razón. Bien, utiliza una tapadera extraoficial, ¿de acuerdo? John Smith bastará. Rellena el formulario y contesta a las preguntas de atrás. Política sobre armas y todo eso. Si te la pegas con una banda sonora, llámame. Yo te sacaré del apuro
—Pongo manos a la obra.
—Buen chico. Me alegro de que todo esté arreglado. Ya nos coordinaremos más adelante…, después de nuestras respectivas misiones secretas. —Dio unas palmaditas sobre su maletín—. Me voy a Cambridge.
Dio media vuelta y salió tan en tromba como había llegado.
—Qué individuo tan espantoso —susurró Goodnight.
Bond lanzó una breve carcajada. Levantó la chaqueta del respaldo de la silla y se la puso, al tiempo que cogía el plano.
—Voy a la armería a recoger mi arma, y después me ausentaré durante tres o cuatro horas.
—¿Y el formulario, James?
—Ah. —Lo levantó, lo rompió en pulcras tiras y las introdujo en el plano a modo de puntos—. ¿Para qué desperdiciar post-its? Concede ventaja al enemigo, ya sabes.