Después de salir de la guarida de M, Bond recorrió el pasillo. Saludó a una asiática vestida con elegancia que tecleaba diestramente ante un ordenador de grandes dimensiones y atravesó la puerta por detrás de ella.
—Te han colgado el muerto —dijo al hombre encorvado sobre un escritorio, tan invadido de papeles y de carpetas como vacío estaba el de M.
—Ya lo creo. —Bill Tanner levantó la vista—. Acomódate, James. Ahora soy el jefe supremo del Incidente Veinte. —Señaló con un cabeceo una silla vacía, o mejor dicho, la silla vacía. Había varias en el despacho, pero las demás servían de puestos de avanzada para más carpetas—. Lo más importante —preguntó el director ejecutivo del QDG cuando Bond se sentó—, ¿anoche te ofrecieron un vino decente y una cena de gourmet en el vuelo del SAS?
Un helicóptero Apache, cortesía del Special Air Service, había recogido a Bond en un campo situado al sur del Danubio para trasladarlo a una base de la OTAN en Alemania, donde un Hercules cargado con piezas de camionetas emprendería vuelo a Londres.
—Por lo visto, se olvidaron de aprovisionar la cocina.
Tanner rió. El oficial del ejército retirado, exteniente coronel, era un hombre corpulento de unos cincuenta años, de complexión sanguínea y honrado a carta cabal. Iba vestido con su uniforme habitual: pantalones oscuros y camisa azul claro con las mangas subidas. El trabajo de Tanner, dirigir las operaciones cotidianas del OGD, era duro, y por ello debería tener escaso sentido del humor, pero lo poseía en abundancia. Había sido mentor de Bond cuando el joven agente ingresó en la organización, y ahora era su amigo más íntimo dentro de ella. A Tanner le encantaba jugar al golf, y cada pocas semanas Bond y él intentaban escaparse a alguno de los campos más difíciles, como Royal Cinque Ports, Royal St George’s o, si había poco tiempo, Sunningdale, cerca de Windsor.
Tanner, por supuesto, estaba enterado del Incidente Veinte y de la búsqueda de Noah, pero Bond le puso al corriente, y explicó su exiguo papel en la operación inglesa.
El jefe de personal lanzó una carcajada de pésame.
—Así que carta gris, ¿eh? Debo decir que te lo estás tomando bastante bien.
—No tenía mucha elección —confesó Bond—. ¿Whitehall sigue convencido de que la amenaza parte de Afganistán?
—Digamos que alberga esa esperanza —dijo Tanner en voz baja—. Por varios motivos. Es muy probable que los adivines tú solito.
Se refería a política, por supuesto.
Señaló con un cabeceo la oficina de M.
—¿Te dio su opinión sobre esa conferencia de seguridad a la que se ve obligado a ir esta semana?
—No me dejó mucho margen para la interpretación. Tanner lanzó una risita.
Bond consultó su reloj y se levantó.
—Debo encontrarme con un hombre de la División Tres. Osborne-Smith. ¿Sabes algo de él?
—Ah, Percy. —Bill Tanner enarcó una críptica ceja y sonrió—. Buena suerte, James. Será mejor que lo dejemos aquí.
( ( (
La Rama O ocupaba casi toda la cuarta planta.
Era una zona amplia y despejada, con despachos para los agentes en la periferia. En el centro había terminales de trabajo para secretarios y otros empleados de apoyo. Podría haber sido el departamento de ventas de una gran superficie, de no ser por el hecho de que todas las puertas de los despachos disponían de un escáner de iris y una cerradura con teclado. Había muchos ordenadores de pantalla plana en el centro, pero ninguno de aquellos monitores gigantescos que parecían de rigor en las organizaciones de espionaje que aparecían en la televisión y en las películas.
Bond atravesó esta zona ajetreada y saludó con la cabeza a una rubia de unos veinticinco años, inclinada hacia delante en su silla y que presidía un espacio de trabajo ordenado. Si Mary Goodnight hubiera trabajado en otro departamento, tal vez Bond la habría invitado a cenar, con el fin de ver qué surgía de aquello. Pero no trabajaba en otro departamento. Se hallaba a cuatro metros de su despacho y era su agenda humana, su rastrillo y puente levadizo, y era capaz de repeler a las visitas inesperadas con firmeza y, lo más importante en el servicio gubernamental, con tacto inmejorable. Aunque no había ninguna a la vista, Goodnight recibía en ocasiones (de compañeros de oficina, amigos y ligues) tarjetas de recuerdo inspiradas en la película Titanic, por lo mucho que se parecía a Kate Winslet.
—Buenos días, Goodnight.
Aquel juego de palabras, y otros por el estilo, hacía mucho tiempo que habían virado del flirteo al afecto. Habían desarrollado un cariño similar al de unos esposos, casi automático y nunca aburrido.
Goodnight repasó sus compromisos del día, pero Bond le dijo que cancelara todo. Iba a reunirse con un hombre de División Tres, procedente de la sede del MI5 en Thames House, y después tal vez tuviera que marcharse casi enseguida.
—¿Retengo también los mensajes? —preguntó la joven. Bond meditó unos instantes.
—Supongo que les echaré un vistazo ahora. En cualquier caso, debería despejar mi escritorio. Si tuviera que marcharme, no quiero regresar y tener que leer todo lo recibido durante la semana.
Mary le entregó las carpetas a rayas verdes de alto secreto. Con la aprobación de la cerradura de teclado y el escáner de iris, Bond entró en su despacho y encendió la luz. El espacio no era pequeño según los parámetros londinenses, cinco por cinco más o menos, pero bastante soso. El escritorio era algo más grande, pero del mismo color, que su escritorio en Inteligencia de Defensa. Las cuatro librerías de madera estaban atestadas de volúmenes y revistas que le habían ayudado, o podrían ayudarle, en diversos temas, desde las últimas técnicas de piratería informática utilizadas por los búlgaros hasta una guía para recargar cartuchos de fusil Lapua 338, pasando por un compendio de modismos tailandeses. Pocos objetos de naturaleza personal alegraban la habitación. El único objeto que habría podido exhibir, la Cruz por la Valentía Demostrada, concedida por su trabajo en Afganistán, estaba escondida en el último cajón del escritorio. Había aceptado la distinción con mucho gusto, pero para Bond la valentía no era más que otra herramienta más de un soldado, y le parecía tan absurdo exhibir indicaciones de su uso anterior como colgar en la pared una libreta de códigos caducados.
Bond se sentó en su silla y empezó a leer los mensajes, informes de inteligencia enviados por Necesidades, del MI6, convenientemente pulidos y organizados. El primero era de la Sección Rusa. Su estación R había logrado introducirse en un servidor gubernamental de Moscú y apoderarse de algunos documentos secretos. Bond, quien poseía una facilidad innata para los idiomas y había estudiado ruso en Fort Monckton, se saltó la sinopsis inglesa y fue directo a los datos.
Llegó a un párrafo de la farragosa prosa, cuando dos palabras le pararon en seco.
cManbHoi riaMpofi.
Significaban «Cartucho de acero» en ruso.
La frase resonó en su interior, al igual que el sonar de un submarino capta un blanco lejano pero definitivo.
Por lo visto, Cartucho de Acero era el nombre en clave de una «medida activa», el término soviético que describía una operación táctica. Había ocasionado «algunas muertes».
HeKomopbte CMPMU
Pero no había nada concreto sobre los detalles de la operación.
Bond se reclinó en la silla y contempló el techo. Oyó voces femeninas al otro lado de la puerta y alzó la vista. Philly, que sostenía varias carpetas, estaba conversando con Mary Goodnight. Bond cabeceó, y la agente de Seis se sentó al otro lado del escritorio en una silla de madera.
—¿Qué has descubierto, Philly?
Ésta se inclinó hacia delante, cruzó las piernas, y Bond creyó oír el crujido seductor del nailon.
—En primer lugar, las fotos te salieron bien, James, pero no había bastante luz. No conseguí una resolución de la cara del irlandés lo suficientemente alta como para efectuar un reconocimiento. Tampoco había huellas en la factura del pub ni en la otra nota, salvo una parcial de ti. Así pues, el hombre continuaría en el anonimato, de momento.
—Pero las huellas de las gafas eran buenas. El local era Aldo Karic, serbio. Vivía en Belgrado y trabajaba para los ferrocarriles nacionales. —Frunció los labios, frustrada, cosa que resalió aún más el delicioso hoyuelo—. Pero obtener más detalles nos llevará más tiempo del que esperaba. Lo mismo digo de la sustancia peligrosa del tren. Nadie dice ni pío. Tenías razón: Belgrado no está de humor para colaborar.
»En cuanto a los papeles que encontraste en el coche incendiado, tengo una posible localización.
Bond se fijó en las fotocopias que sacaba de una carpeta. Eran planos engalanados con el alegre logo de MapQuest, el servicio de localización de direcciones en línea.
—¿Tenéis problemas presupuestarios en Seis? Si quieres, será un placer llamar a Hacienda.
Ella rió, un sonido entrecortado.
—He utilizado servidores de acceso, por supuesto. Sólo quería hacerme una idea de en qué terreno estábamos jugando. —Dio unos golpecitos con el dedo sobre uno de los papeles—. En cuanto a la factura, el pub está aquí.
Se hallaba nada más salir de la autovía, cerca de Cambridge.
Bond contempló el plano. ¿Quién había comido allí? ¿El irlandés? ¿Noah? ¿Otros cómplices? ¿O alguien había alquilado el coche la semana anterior, y no guardaba la menor relación con el Incidente Veinte?
—¿Y el otro trozo de papel? El que llevaba una frase escrita. «Boots - 17. Marzo. No más tarde».
Sacó una larga lista.
—Intenté pensar en todas las combinaciones posibles de lo que podía significar. Fechas, calzado, puntos geográficos, la farmacia. —Volvió a cerrar la boca con fuerza. Estaba disgustada por el fracaso de sus esfuerzos—. Nada evidente, me temo.
Bond se levantó y bajó varios planos del Servicio Oficial de Cartografía de la estantería. Abrió uno y lo examinó con detenimiento. Mary Goodnight apareció en la puerta.
—James, hay alguien abajo que quiere verte. Dice que es de la División Tres. Percy Osborne-Smith.
Philly debió de fijarse en el cambio de expresión de Bond.
—Voy a esfumarme, James. Seguiré dando la paliza a los serbios. Cederán, te lo aseguro.
—Ah, una cosa más, Philly. —Bond le dio un mensaje que acababa de leer—. Necesito que reúnas toda la información posible sobre una operación soviética o rusa llamada Cartucho de Acero. Aquí tienes algo, pero es poca cosa.
La joven miró la hoja impresa.
—Siento no haberlo traducido —dijo Bond—, pero es probable que…
—Ya govoryupo russki.
Bond exhibió una incipiente sonrisa.
—Y tu acento es mucho mejor que el mío.
Se dijo que nunca más la subestimaría.
Philly examinó la hoja con detenimiento.
—Esto fue pirateado de una fuente en línea. ¿Quién tiene el archivo original?
—Uno de los nuestros. Llegó de la Estación R.
—Me pondré en contacto con la Sección Rusa. Quiero echar un vistazo a los metadatos codificados en el archivo. Contendrán la fecha en que fue creado, quién fue el autor, tal vez referencias a otras fuentes. —Guardó el documento ruso en una carpeta de papel manday utilizó un bolígrafo para tildar una de las casillas de delante—. ¿Cómo quieres que lo clasifique?
Bond meditó un momento.
—Sólo para nuestros ojos.
—¿«Nuestros»? —preguntó ella. Ese posesivo no había sido utilizado nunca en la clasificación de documentos oficiales.
—Los tuyos y los míos —dijo él en voz baja—. Nadie más.
Una breve vacilación, y después, con su delicada letra, la joven escribió arriba: Únicos ojos. Agente Maidenstone SIS. Agente James Bond ODG.
—¿Prioridad? —preguntó en voz alta.
Bond no vaciló.
—Urgente.