Con la mano sobre la palanca de seguridad, el maquinista de la diesel de Ferrocarriles Serbios experimentó la emoción que siempre le embargaba en ese tramo concreto de la vía férrea, cuando salía de Belgrado en dirección norte y se acercaba a Novi Sad.
Era la ruta del famoso Arlberg Orient Express, que partía de Grecia, atravesaba Belgrado y se dirigía a otros puntos del norte entre los años treinta y los sesenta, Por supuesto, no conducía una reluciente locomotora de vapor Pacific 231, que arrastraba elegantes vagones restaurante de caoba y latón, suites y coches-cama, donde los pasajeros flotaban en vapores de lujo e ilusión. Conducía un trasto abollado procedente de los Estados Unidos que tiraba de una ristra de material móvil más o menos fiable, atestado de cargamento prosaico.
Pero el maquinista todavía sentía la emoción de la historia en cada panorámica que el viaje ofrecía, sobre todo cuando se acercaban al río, su río.
Y no obstante, estaba intranquilo.
Entre los vagones que se dirigían a Budapest, llenos de carbón, chatarra, productos de consumo y madera, había uno que le preocupaba sobremanera: iba cargado de bidones de MIC (isocianato de metilo), que se utilizaría en Hungría en la fabricación de caucho.
El maquinista, un hombre calvo y rechoncho, vestido con una gorra raída y un mono manchado, había sido informado con detalle acerca de aquel producto químico letal. Se lo había comentado su revisor y un idiota del Ministerio de Supervisión de la Seguridad y el Bienestar en el Transporte. Unos años antes, aquella sustancia había matado a ocho mil personas en Bhopal en la India unos días después de que se produjera una fuga en una fábrica de pesticidas.
Había reconocido el peligro que representaba el cargamento, pero, como veterano ferroviario y sindicalista, había preguntado:
—¿Qué significa esto con respecto al viaje a Budapest… en concreto?
El jefe y el burócrata habían intercambiado una mirada de funcionarios importantes y, al cabo de una pausa, se habían contentado con responder:
—Limítese a ir con mucho cuidado.
Las luces de Novi Sad, la segunda ciudad más poblada de Serbia, empezaron a difuminarse en la distancia, y más adelante, a las puertas de la noche, el Danubio apareció como una pálida franja. El río había sido ensalzado por la historia y la música. En realidad, era un marrón y ordinario hogar de barcazas y buques cisterna, y no había ni rastro de barcos iluminados con velas repletos de amantes y orquestas vienesas. No allí, al menos. De todos modos, era el Danubio, un ícono del orgullo balcánico, y el pecho del ferroviario siempre se henchía cuando conducía su tren sobre el puente.
Su río…
Miró a través del parabrisas manchado e inspeccionó la vía a la luz del faro de la Diesel General Electric. No había nada de qué preocuparse.
El regulador de velocidad tenía ocho posiciones, y la número uno era la mínima. En ese momento corría con la cinco, y pasó a la tres para disminuir la velocidad del tren cuando entró en una serie de curvas. El motor de cuatro mil caballos de vapor se calmó cuando derivó el voltaje a los motores de tracción.
Cuando los vagones entraron en la sección recta del puente, el conductor pasó de nuevo a la posición cinco, y después a la seis. El motor se aceleró y emitió un sonido más intenso, y atrás se oyeron una serie de chirridos metálicos. El conductor sabía que los ruidos se debían a los enganches de los vagones, que protestaban por el cambio de velocidad, una cacofonía de escasa importancia que había oído miles de veces en su trabajo. Pero su imaginación le decía que el ruido se debía a los contenedores metálicos del mortífero producto químico que se alojaba en el vagón número tres, que se empujaban mutuamente, aun a riesgo de vomitar su veneno.
«Tonterías» se dijo, y se concentró en mantener la velocidad constante. Después, por ningún motivo en concreto, salvo para sentirse mejor, tocó el silbato.