60. MEDIANOCHE EN LA PLAZA

El famoso edificio —que se erguía, con solitario esplendor, por encima del bosque de Manhattan Central— había cambiado poco en mil años. Era parte de la historia, y se había conservado con reverencia. Al igual que todos los monumentos históricos, hacía mucho que había sido recubierto con una delgada microcapa de diamante, y ahora era prácticamente insensible a los estragos del tiempo.

Quienquiera que hubiese asistido a la reunión de la primera Asamblea General, nunca habría podido imaginar que habían transcurrido más de nueve siglos. Sin embargo, tal vez se hubiera quedado perplejo al ver la losa negra, carente de detalles, que se alzaba en la plaza, y que casi era una imitación del edificio mismo de las Naciones Unidas. Si él o cualquier otra persona hubiese extendido la mano para tocar esa losa, habría quedado sorprendido ante la extraña manera en que los dedos se le deslizaban sobre esa superficie de color ébano.

Pero habría quedado mucho más perplejo —en realidad, completamente intimidado— ante la transformación de los cielos…

Los últimos turistas se habían ido hacía una hora, y la plaza estaba totalmente desierta. El cielo estaba despejado y unas cuantas de las estrellas más brillantes eran apenas visibles; las más tenues habían quedado eclipsadas por el diminuto sol que podía brillar a medianoche.

La luz de Lucifer no sólo centelleaba en los cristales negros del antiguo edificio, sino también sobre el estrecho arco iris plateado que se extendía de un extremo a otro del cielo meridional. Otras luces se desplazaban a lo largo y alrededor de él, con mucha lentitud, a medida que el comercio del Sistema Solar iba y venia entre los mundos de sus dos soles.

Y si se miraba con mucho cuidado, apenas era posible divisar la delgada hebra de la Torre de Panamá, uno de los seis cordones umbilicales de diamante que enlazaban la Tierra con sus dispersos hijos y se remontaba veintiséis mil kilómetros desde el Ecuador para reunirse con el Anillo que Rodea el Mundo.

De pronto, casi con la misma celeridad con que había nacido, Lucifer empezó a apagarse. La noche que los hombres no habían conocido durante treinta generaciones volvió a inundar el cielo. Las desterradas estrellas regresaron.

Y, por segunda vez en cuatro millones de años, el Monolito despertó.