51. EL FANTASMA

Ni aun en sus pesadillas más horribles, el doctor Van der Berg había jamás imaginado que alguna vez se encontraría varado en un mundo hostil, dentro de una diminuta cápsula espacial, y con la sola compañía de un demente. Pero por lo menos Chris Floyd no parecía ser violento; quizá, con tacto, lo podría convencer de que volviera a despegar y que los llevara de vuelta de manera segura, a la Galaxy

Todavía seguía con la mirada fija en la nada y, de vez en cuando, sus labios se movían, como si estuviera manteniendo una conversación silenciosa. La ciudad europeana continuaba completamente desierta, y casi se podía imaginar que había estado abandonada durante siglos. Al cabo de poco, sin embargo, Van der Berg observó algunas señales reveladoras de la presencia reciente de habitantes. Aunque los cohetes del Bill T habían hecho desaparecer la delgada capa de nieve en una zona inmediatamente circundante a la nave, el resto de la pequeña plaza todavía estaba ligeramente cubierto de polvo. Era como una página arrancada de un libro, cubierta de signos y jeroglíficos… algunos de los cuales el geólogo pudo descifrar.

Habían arrastrado un objeto pesado en aquella dirección… o bien algo se había abierto camino en forma desmañada, desplazándose por sí mismo. Desde la ahora cerrada entrada de uno de los iglúes, salía la inconfundible huella de un vehículo con ruedas. A una distancia demasiado grande como para discernir detalles había un objeto pequeño, que pudo haber sido un recipiente desechado; a lo mejor, los europeanos eran, a veces, tan descuidados como los seres humanos…

La presencia de vida era inconfundible, avasalladora. Van der Berg sentía que lo observaban mil ojos —u otros órganos sensoriales— y que no había manera de saber si las mentes que había tras esos ojos eran amistosas u hostiles. Hasta podrían ser indiferentes, y que simplemente esperaran que los intrusos se fueran para poder continuar con su interrumpida y misteriosa actividad.

En ese momento, Chris habló, una vez más, al vacío:

—Adiós, abuelo —dijo con calma y con un leve dejo de tristeza. Se volvió hacia Van der Berg, agregó en un tono normal de conversación—: Dice que es hora de que nos vayamos. Supongo que usted debe creer que estoy loco.

Van der Berg consideró que lo más sensato era no mostrarse de acuerdo. Sea como fuere, pronto tendría algo más de que preocuparse.

Ahora Floyd contemplaba con ansiedad las lecturas que le estaba suministrando la computadora del Bill T. Al cabo de un rato dijo en un comprensible tono de disculpa:

—Lamento lo sucedido, Van. Ese descenso ha consumido más combustible que el que yo me proponía usar, así que tendremos que alterar el perfil de la misión.

Van der Berg pensó con pesimismo que ésa era una forma bastante indirecta de decirle que no podían regresar a la Galaxy. Con dificultad, se las arregló para reprimir un «¡Mal rayo lo parta a tu abuelo!», y se limitó a preguntar:

—Entonces, ¿qué haremos?

Floyd estaba estudiando la carta de navegación, e introduciendo más números a la computadora.

—No podemos quedarnos aquí —(«¿Por qué no?, pensó Van der Berg. Si vamos a morir de todos modos, podríamos emplear nuestro tiempo aprendiendo todo cuanto podamos.»)—, así que deberíamos encontrar un sitio en el que el transbordador de la Universe nos pueda recoger con facilidad.

Van der Berg lanzó un enorme suspiro mental de alivio. ¡Qué estúpido había sido al no haber pensado en eso! Se sentía como un condenado a muerte que hubiese recibido el indulto justo cuando era llevado al patíbulo. La Universe debía de llegar a Europa en menos de cuatro días, y aunque las comodidades del Bill T difícilmente podrían ser calificadas de sibaríticas, eran mil veces preferibles a la mayoría de las alternativas que Van der Berg podía imaginar.

—Lejos de este clima inmundo, en una superficie estable y plana y más cerca de la Galaxy (aunque no estoy seguro de que eso sirva de mucho), no debe de constituir problema alguno. Tenemos suficiente para recorrer quinientos kilómetros… Sólo que no podemos arriesgarnos a cruzar el mar.

Durante unos instantes, Van der Berg pensó con avidez en el monte Zeus. ¡Había tanto que se podía hacer allá! Pero las perturbaciones sísmicas —que estaban empeorando sin cesar, a medida que Ío se alineaba con Lucifer— lo descartaban por completo. Van der Berg se preguntaba si sus instrumentos seguirían funcionando. Los revisaría otra vez, no bien hubiesen abordado el problema inmediato.

—Volaré bajando por la costa, hasta el Ecuador. Es el mejor sitio, de todos modos, para hacer un descenso con el transbordador. El mapa de radar mostró algunas zonas lisas casi tierra adentro, aproximadamente a los sesenta oeste.

—Ya sé: la meseta Masada.

«Y quizá la posibilidad de explorar un poco más. Nunca hay que perder una oportunidad inesperada…». Agregó Van der Berg para sus adentros.

—Será la meseta, pues. Adiós, Venecia. Adiós, abuelo…

Cuando el sordo rugido de los cohetes de frenado se hubo extinguido, Chris Floyd puso los circuitos de disparo en estado de seguridad, por última vez, se soltó el cinturón de seguridad y estiró los brazos y las piernas cuanto pudo, dado el reducido espacio del Bill T.

—No es un mal paisaje… para ser Europa —dijo con alegría—. Ahora tenemos cuatro días para descubrir si las raciones del transbordador son tan malas como afirman. Así que… ¿cuál de los dos empieza a hablar primero?