50. CIUDAD ABIERTA

«Qué sitio terrible —pensó Chris Floyd—. No hay otra cosa que una nevisca violenta, ráfagas de nieve y atisbos ocasionales de paisajes veteados de hielo… ¡Refugio era un paraíso tropical, comparado con esto!». Y sin embargo, Floyd sabía que en Lado Nocturno, tan sólo a unos centenares de kilómetros más sobre la curva de Europa, las condiciones eran todavía peores.

Ante su sorpresa, las condiciones climáticas mejoraron súbita y completamente, justo antes de que llegaran a su objetivo. Las nubes se elevaron… y allí delante vieron una muralla negra, inmensa, de casi un kilómetro de altura, que se extendía, de modo directo, a través de la trayectoria del vuelo del Bill T. Era tan enorme que resultaba obvio que estaba produciendo su propio microclima; los vientos predominantes se veían obligados a desviarse en torno a ella, y dejaban a sotavento una zona de calma local.

Al instante fue reconocible como el Monolito. Protegidas a sus pies, había centenares de estructuras semiesféricas que fulguraban con una luz de color blanco espectral, bajo los rayos del sol —situado no muy alto sobre el horizonte— que otrora había sido Júpiter. «Parecen exactamente colmenas de estilo antiguo, hechas con nieve», pensó Floyd. Algo en el aspecto de ellas evocó otros recuerdos de la Tierra. Van der Berg llevaba un salto de ventaja a Floyd.

—Iglúes —dijo—. Para el mismo problema, la misma solución. Por aquí no hay otro material de construcción, salvo roca, que sería mucho más difícil de trabajar. Y la poca gravedad tiene que ayudar: algunas de esas cúpulas son bastante grandes. Me pregunto quién vive en ellas…

Todavía estaban demasiado lejos como para ver cosa alguna que se moviera en las calles de esta pequeña ciudad, en el borde del mundo. A medida que se aproximaban, fueron viendo que no había calles.

—Es Venecia, hecha con hielo —dijo Floyd—. Sólo hay iglúes y canales.

—Anfibios —dijo Van der Berg—. Era de esperar. Me pregunto dónde están.

—Puede ser que los hayamos asustado. Bill T es mucho más ruidoso por fuera que por dentro.

Durante unos instantes, Van der Berg estuvo demasiado ocupado filmando e informando a la Galaxy, para responder. Después, dijo:

—No es posible que nos vayamos sin establecer algún contacto. Y usted tenía razón: esto es mucho más grandioso que el monte Zeus.

—Y podría ser más peligroso.

—No veo señal alguna de tecnología avanzada… ¡Corrección! Eso que está allí se parece al plato de un antiguo radar del siglo XX. ¿Se puede acercar más?

—¿Y que nos disparen? No, gracias. Además, estamos consumiendo nuestro tiempo de vuelo estático. Sólo otros diez minutos… si quiere que podamos regresar a casa.

—¿No podemos al menos descender y echar un vistazo a los alrededores? Hay un bloque de roca descubierta, por ahí. ¿Dónde diablos está toda la gente?

—Asustada, como yo. Nueve minutos. Haré un solo viaje a través de la ciudad. Filme todo lo que pueda. Sí, Galaxy, estamos bien. Sólo que muy ocupados, por el momento. Llamaremos más tarde.

—Me acabo de dar cuenta de que eso no es un radar sino algo casi igual de interesante. Está apuntando en línea recta hacia Lucifer… ¡Es un horno solar! Tiene muchísimo sentido en un sitio donde el sol nunca cambia de posición… y no se puede encender fuego.

—Ocho minutos. ¡Qué lástima que todos estén escondidos en sus casas!

—O que hayan vuelto a meterse en el agua. ¿Podemos examinar ese edificio grande, el que está rodeado por un espacio abierto? Creo que es el Ayuntamiento.

Van der Berg estaba señalando una estructura mucho más grande que todas las demás, y de diseño completamente distinto. Era un conjunto de cilindros verticales que parecían enormes tubos de órgano. Por añadidura, esa estructura no era de un blanco uniforme, como los iglúes, sino que sobre su superficie exhibía un complejo jaspeado.

—¡Arte europeano! —chilló Van der Berg—. ¡Ése es algún tipo de mural! ¡Más cerca, más cerca! ¡Tenemos que conseguir un registro!

Obediente, Floyd dejó que la nave cayera más bajo… más bajo… y más bajo. Parecía haberse olvidado por completo de todas sus reservas anteriores con respecto al tiempo de vuelo estático; y de pronto, preocupado e incrédulo, Van der Berg se dio cuenta de que iba a descender.

El científico levantó su mirada del suelo, que se les acercaba con rapidez, y contempló al piloto. Aunque era obvio que todavía seguía teniendo pleno control del Bill T, Floyd parecía estar hipnotizado; tenía la vista clavada en un punto fijo, justo al frente del descendente transbordador.

—¿Qué pasa, Chris? —gritó Van der Berg—. ¿Sabe lo que está haciendo?

—Por supuesto. ¿No alcanza a verlo?

—¿A quién?

—A ese hombre, al que está parado al lado del cilindro de mayor tamaño. ¡Ese hombre no lleva ningún equipo de respiración!

—¡No sea idiota, Chris! ¡No hay nadie ahí!

—Nos está mirando. Esta agitando la mano… Creo que lo reconozco… ¡Oh, Dios mío!

—¡No hay nadie… nadie! ¡Elevémonos!

Floyd lo ignoró por completo. Pero estaba absolutamente calmado y se comportó como un profesional cuando hizo que el Bill T descendiera de manera perfecta y cuando apagó el motor, en el instante preciso que precedió a la toma de contacto con tierra.

De forma muy concienzuda, revisó las lecturas que daban los instrumentos y encendió los interruptores de seguridad. Solo cuando hubo completado la secuencia de descenso volvió a mirar por la ventanilla de observación. Su rostro mostraba una expresión de perplejidad y felicidad al mismo tiempo.

—Hola, abuelo —dijo con dulzura a nadie a quien Van der Berg pudiese ver.