—Es mejor que se apuren —había aconsejado la Central de Ganímedes—. La próxima conjunción va a ser mala; vamos a desencadenar movimientos sísmicos, del mismo modo que lo hará Ío. Y no queremos asustarles, pero a menos que nuestro radar se haya vuelto loco, la montaña de ustedes se ha hundido otros cien metros desde la última vez que fue observada.
«A esa velocidad —pensó Van der Berg—, Europa volverá a ser plana en un lapso de diez años». ¡Cuánto más de prisa que en la Tierra sucedían aquí las cosas! Ésa era una de las razones por la que este lugar gozaba de tanta popularidad entre los geólogos.
Ahora que su correaje lo mantenía sujeto en la posición número dos, inmediatamente detrás de Floyd y rodeado por consolas de su propio equipo, Van der Berg sintió una curiosa mezcla de excitación y pesar. Dentro de unas horas, la gran aventura intelectual de su vida habría culminado… de una forma o de otra. Ya nada de lo que alguna vez le volviera a ocurrir se podría comparar siquiera.
No tenía el menor asomo de temor; su confianza, tanto en el hombre como en la máquina, era absoluta. Una emoción inesperada fue una irónica sensación de gratitud hacia la difunta Rose McMahon; de no haber sido por ella, él nunca habría tenido esta oportunidad, y habría muerto sumido aún en la incertidumbre.
El excesivamente cargado Bill T a duras penas podía habérselas con un décimo de la gravedad en el momento del despegue; no había sido diseñado para esta clase de trabajo, pero se desenvolvería mucho mejor en el trayecto de regreso, cuando hubiera depositado su carga. Pareció que tardaba una eternidad en trepar y alejarse de la Galaxy, y los expedicionarios tuvieron tiempo más que suficiente para observar los daños sufridos por el casco, así como las señales de corrosión producida por las ocasionales lluvias, levemente ácidas. Al tiempo que Floyd se concentraba en el despegue, Van der Berg transmitía un rápido informe sobre el estado de la nave espacial desde el punto de mira de un observador privilegiado. Le parecía que hacer eso era lo correcto, aun cuando, con suerte, las aptitudes de la Galaxy para navegar por el espacio pronto dejarían de ser motivo de preocupación para todos.
Ahora podían ver todo Refugio, que se extendía por debajo de ellos, y Van der Berg se dio cuenta del brillante trabajo que había realizado el capitán interino Li cuando hizo encallar la nave. Sólo había unos pocos sitios donde la Galaxy podía haber varado de forma segura; aunque también había intervenido una buena dosis de suerte, Li había aprovechado al máximo los vientos y el ancla de manga cónica.
Las brumas se cerraban en torno a ellos; el Bill T estaba ascendiendo según una trayectoria semibalística para hacer mínimo el efecto de retención, y durante veinte minutos no habría nada para ver salvo nubes. «Es una lástima —pensó Van der Berg—. Estoy seguro de que aquí abajo tienen que estar nadando algunos seres interesantes, y es posible que nadie más llegue a tener la oportunidad de verlos…».
—Me preparo para apagar motor —dijo Floyd—. Todo nominal.
—Muy bien, Bill T. No hay ningún informe de tráfico a su altura. Sigue siendo todavía el número uno en la pista de aterrizaje.
—¿Quién es ese bromista? —preguntó Van der Berg.
—Ronnie Lim. Aunque no lo crea, eso de «número uno en la pista» se remonta a la Apolo.
Van der Berg pudo entender el porqué, pues no había nada como un toque ocasional de humor —siempre y cuando no se cometieran excesos— para aliviar la tensión cuando los hombres se concentraban en la realización de alguna empresa compleja y quizás arriesgada.
—Quince minutos antes de que empecemos a reducir velocidad —dijo Floyd—, veamos quién más está en el aire.
Puso en actividad el explorador automático, y en la pequeña cabina resonó una sucesión de sonidos cortos y secos y de silbidos, separados por breves silencios que se producían cuando el sintonizador los rechazaba uno tras otro, en su veloz ascenso por el espectro de ondas radiales.
—Tus transmisiones de datos y radiobalizas locales —dijo Floyd—. Estaba esperando… ¡Ah, aquí está!
No era más que un débil tono musical que subía y bajaba con rapidez, como el trémolo de una soprano demente. Floyd lanzó una mirada al medidor de frecuencias.
—Casi ha desaparecido el corrimiento Doppler… se está reduciendo con rapidez.
—¿Qué es… texto?
—Imagen de vídeo lenta, creo. Están transmitiendo mucho material a la Tierra, mediante la gran antena de plato de Ganímedes, cuando se encuentra en la posición correcta. Las emisoras de radio aúllan reclamando noticias.
Escucharon el sonido hipnótico pero carente de significado durante unos minutos; después, Floyd lo apagó. Pese a que era incomprensible para sus sentidos desprovistos de la ayuda de equipo especial, la transmisión que se hacía desde la Universe sí comunicaba el único mensaje que tenía importancia. La ayuda estaba en camino y pronto estaría allí.
En parte para romper el silencio, pero también porque estaba genuinamente interesado, Van der Berg preguntó en tono casual:
—¿Ha hablado con su abuelo recientemente?
«Ha hablado» era, por supuesto, un término incorrecto cuando de distancias interplanetarias se trataba; pero a nadie se le había ocurrido una alternativa admisible. El oralgrama, el audiocorreo y la verbotarjeta habían florecido durante un breve espacio de tiempo para desvanecerse luego en el limbo. Aun ahora, la mayoría de los seres humanos probablemente no creía que la conversación en tiempo real fuese imposible en la tremenda vastedad del Sistema Solar, y de vez en cuando se oían protestas indignadas: «Por qué ustedes los científicos, no pueden hacer algo al respecto?».
—Sí —respondió Floyd—. Se mantiene muy bien, y aguardo con gusto el encuentro con él.
Había una ligera tensión en su voz. «Me gustaría saber —pensó Van der Berg— cuándo se vieron por última vez». Pero se dio cuenta de que preguntar eso sería una falta de tacto. En lugar de hacerlo, pasó los diez minutos siguientes ensayando con Floyd los procedimientos de descarga y montaje del equipo, de modo que no hubiese innecesarias confusiones cuando tocaran tierra.
La alarma que indicaba «comienzo de disminución de velocidad» empezó a sonar apenas una fracción de segundos después de que Floyd hubiera puesto en marcha el dispositivo que establecía el orden de ejecución del programa. «Estoy en buenas manos —pensó Van der Berg—. Puedo descansar y concentrarme en mi trabajo. ¿Dónde está esa cámara? No me digas que otra vez se ha ido flotando…».
Las nubes se estaban disipando. Aunque el radar había mostrado con exactitud lo que había debajo del transbordador, con una imagen tan buena como la que podía brindar la visión normal, seguía causando conmoción ver el frente de la montaña que se alzaba apenas a unos kilómetros por delante de ellos.
—¡Mire! —gritó Floyd de repente—. ¡Hacia la izquierda… al lado de esa cima doble…! ¡Le doy una oportunidad para adivinar!
—Estoy seguro de que usted tiene razón. No creo que hayamos hecho daño alguno… Simplemente, salpicó. Me pregunto dónde dio la otra…
—Altura mil. ¿Qué lugar de descenso? El Alfa no se ve tan bien desde aquí.
—Tiene razón… Pruebe en Gamma. Está más cerca de la montaña, de todos modos.
—Quinientos. Gamma ha de ser. Haré vuelo estacionario durante veinte minutos. Si no le gusta, cambiamos por Beta. Cuatrocientos… Trescientos… Doscientos…
—Buena suerte, Bill T —dijo la Galaxy brevemente.
»Gracias, Ronnie… Ciento cincuenta… Cien… Cincuenta… ¿Qué le parece? Nada más que unas pocas rocas pequeñas y… Eso es peculiar… Parecen ser cristales rotos, esparcidos por todo el lugar. Alguien ha celebrado una orgía aquí… Cincuenta… Cincuenta… ¿Sigue todo bien?
—Perfecto… Descienda.
—Cuarenta… Treinta… Veinte… Diez… ¿Seguro que no quiere cambiar de opinión…? Diez… Levantamos un poco de polvo, como dijo Neil en aquella ocasión… ¿o fue Buzz?[13] Cinco… ¡Contacto! Fácil, ¿no? No sé por qué se molestan en pagarme.