—Esto me recuerda algo —dijo el doctor Anderson—: el primer cohete de Goddard voló alrededor de cincuenta metros. Me pregunto si el señor Chang superará ese récord.
—Será mejor que lo haga… o todos tendremos problemas.
La mayor parte del equipo científico se había reunido en la sala de observación. Todo el mundo tenía la mirada ansiosamente clavada en la parte posterior, a lo largo del casco de la nave. Aunque la entrada del garaje no era visible desde ese ángulo, verían al Bill T muy pronto, cuando emergiera… si es que lo hacía.
No hubo cuenta regresiva; Chang se tomaba su tiempo haciendo todas las comprobaciones posibles, y dispararía los cohetes cuando le pareciera conveniente. El transbordador había sido desprovisto de equipo para dejarlo reducido a su masa mínima, y llevaba propulsor en cantidad apenas suficiente para efectuar cien segundos de vuelo. Si todo salía bien, esa cantidad sería bastante; en caso contrario, más propulsor no sólo sería superfluo sino peligroso.
—Ahí vamos —dijo Chang en tono casual.
Fue casi como un pase de prestidigitación; todo ocurrió tan de prisa que engañó la vista. Nadie vio al Bill T saltar fuera del garaje porque lo ocultó una nube de vapor. Cuando la nube se disipó el transbordador ya estaba descendiendo doscientos metros más allá.
Un gran «¡viva!» de alivio resonó por toda la sala.
—¡Lo ha logrado! —gritó el ex capitán interino Li—. ¡Ha batido el récord de Goddard, y lo ha hecho con toda facilidad!
Apoyado sobre sus cuatro gruesas patas, en el inhóspito paisaje europeano, el Bill T parecía una versión más grande y aun menos elegante de un módulo lunar Apolo. Ése no fue, sin embargo, el pensamiento que se le ocurrió al capitán Laplace mientras miraba desde el puente.
Le pareció que su nave se parecía más a una ballena inmovilizada que se las había arreglado para tener un parto difícil en un medio extraño. Laplace tenía la esperanza de que el nuevo ballenato sobreviviera.
Cuarenta y ocho muy activas horas después, el William Tsung había sido cargado y probado en un circuito de diez kilómetros sobre la isla… y ya estaba listo para partir. Todavía quedaba mucho tiempo para cumplir la misión, pues, según las estimaciones más optimistas, la Universe no podría llegar hasta al cabo de tres días, y el viaje al monte Zeus —incluso dando tiempo para el despliegue de la extensa colección de instrumentos del doctor Van der Berg— sólo duraría seis horas.
No bien el segundo oficial Chang hubo descendido, el capitán Laplace lo llamó a su cabina. Chang pensó que el capitán parecía estar algo intranquilo.
—Buen trabajo, Walter… pero, claro está, eso no es nada más que lo que esperamos que ocurra.
—Gracias, señor. Entonces, ¿cuál es el problema?
El capitán sonrió. En una tripulación bien integrada no podía haber secretos.
—La Central, como siempre. Odio decepcionarlo, pero he recibido órdenes de que únicamente el doctor Van der Berg y el segundo oficial Floyd realicen el viaje.
—Entiendo… —replicó Chang, con un deje de amargura—. ¿Qué les ha dicho usted?
—Nada aún. Ése es el motivo por el que deseaba hablar con usted. Estoy totalmente dispuesto a decirles que usted es el único piloto que puede hacer volar el transbordador.
—Ellos saben que eso es absurdo; Floyd puede hacer el trabajo tan bien como yo. No existe el más mínimo riesgo, salvo algún fallo en el funcionamiento, cosa que le podría ocurrir a cualquiera.
—Y yo sigo dispuesto a arriesgar el pellejo si usted insiste. Después de todo, nadie me puede detener, y todos seremos héroes cuando regresemos a la Tierra.
Era evidente que Chang estaba haciendo algunos cálculos intrincados. Pareció quedar bastante satisfecho con el resultado.
—Remplazar un par de centenares de kilos de carga útil por propulsor nos brinda una interesante nueva opción. Yo lo hubiera mencionado antes, pero no había modo alguno de que el Bill T se hubiera podido arreglar con todo ese equipo adicional y una tripulación completa…
—No me lo diga: la Gran Muralla.
—Por supuesto; podríamos hacer un reconocimiento completo en una sesión o dos y descubrir qué es en realidad.
—Creí que teníamos una idea muy buena, y no estoy seguro de que debamos acercarnos a ella. Eso podría significar que estamos abusando de nuestra suerte.
—Tal vez. Pero existe otro motivo que, para algunos de nosotros, es aún más importante que el otro…
—Prosiga.
—Tsien. Está sólo a diez kilómetros de la Muralla. Nos gustaría dejar caer una guirnalda allí.
Así que eso era lo que sus oficiales habían estado discutiendo con tanta solemnidad; no por primera vez, el capitán Laplace deseó haber sabido un poco más de chino mandarín.
—Comprendo —dijo con calma—. Tendré que pensarlo… y hablar con Van der Berg y Floyd, para ver si están de acuerdo.
—¿Y la Central?
—No, maldición. La decisión será mía.