El doctor Heywood Floyd prefería no hablar de su primera misión a Júpiter ni de la segunda a Lucifer, realizada diez años más tarde. Todo eso había ocurrido hacía demasiado tiempo, y no había cosa alguna que no hubiese dicho cien veces, ante comisiones del Congreso, juntas del Consejo Espacial y representantes de los medios de comunicación, como Victor Wallis.
No obstante, tenía un deber hacia sus compañeros de viaje, deber que no podía soslayar. En su condición de único hombre vivo que fue testigo del nacimiento de un nuevo sol —y un nuevo Sistema Solar—, todos esperaban que tuviese cierta comprensión especial de los mundos hacia los que ahora se estaban acercando con tanta rapidez. Era una suposición ingenua: Floyd les podía decir mucho menos, con respecto a los satélites galileanos, que los científicos e ingenieros que habían estado trabajando allí durante más de una generación. Cuando se le preguntaba: «¿Cómo son las cosas, en realidad, en Europa (o Ganímedes, o Ío, o Calisto…)?», era factible que remitiera al consultante, con bastante rudeza, a los voluminosos informes de que se disponía en la biblioteca de la nave.
Y sin embargo, había un solo campo en el que la experiencia de Floyd no tenía competidores: medio siglo después, aún se preguntaba a veces si realmente había ocurrido, o si se habría quedado dormido a bordo de la Discovery, cuando David Bowman se le había aparecido. Lo segundo era casi más fácil de creer que el que una nave espacial pudiera estar embrujada…
Pero no pudo haber estado soñando cuando las motas de polvo flotante se juntaron y formaron esa imagen espectral de un hombre que debió de haber estado muerto durante muchísimos años. Sin la advertencia que ese fantasma le había hecho (¡con cuánta claridad recordaba que los labios de la aparición estaban inmóviles, y que la voz había salido del altavoz de la consola!), la Leonov y todos los que estaban a bordo se habrían vaporizado en la detonación de Júpiter.
—¿Por qué lo hizo? —se preguntó Floyd durante una de las sesiones de sobremesa—. Me he devanado los sesos pensando en eso a lo largo de cincuenta años. Fuera lo que fuere aquello en lo que se convirtió después de salir en la góndola autónoma de la Discovery para investigar el monolito, tuvo que seguir conservando algunos lazos con la especie humana; no era por completo extraterrestre. Sabemos que Bowman regresó fugazmente a la Tierra, debido a aquel suceso con la bomba puesta en órbita. Y existen sólidas pruebas de que visitó tanto a su madre como a su antigua novia. Ésa no es la manera de actuar de un ente que haya descartado todas las emociones.
—¿Qué supone usted que él es ahora? —preguntó Willis—. Y en cuanto a eso, ¿dónde está?
—Quizás esa última pregunta carezca de sentido… incluso para los seres humanos. ¿Sabe usted dónde reside su conciencia?
—La metafísica me aburre. En alguna parte, en la superficie general de mi cerebro, donde fuere.
—Cuando yo era joven —suspiró Mijáilovich, que tenía especial talento para hacer que las discusiones más serias perdieran importancia—, la mía se hallaba alrededor de un metro más abajo.
—Supongamos que él esté en Europa; sabemos que hay un monolito allá y que no cabe duda de que Bowman estaba relacionado con él de alguna manera. Recuerden cómo transmitió esa advertencia.
—¿Cree usted que él también transmitió la segunda, en la que decía que nos mantuviéramos alejados?
—La que ahora vamos a pasar por alto…
—… en nombre de una buena causa…
Por lo general, el capitán Smith se contentaba con dejar que la discusión tomara el rumbo que se quisiera. Pero ahora hizo una de sus excepcionales intervenciones.
—Doctor Floyd —dijo, con expresión taciturna—, usted se encuentra en una posición singular y deberíamos aprovecharla. Bowman en una ocasión se desvió de su camino para ayudarle. Si es que todavía se encuentra por aquí, es posible que esté dispuesto a hacerlo de nuevo. Me preocupa mucho esa orden de que no se intenten aterrizajes en Europa. Si Bowman nos pudiera asegurar que fue, digamos, temporalmente suspendida, yo me sentiría mucho más tranquilo.
Hubo varios «sí, sí» alrededor de la mesa, antes de que Floyd contestara:
—Sí. He estado pensando en esos mismos términos. Ya le he dicho a la Galaxy que esté alerta ante cualquier… manifestación, en caso de que Bowman trate de entrar en contacto.
—Por supuesto —dijo Yva—, puede que esté muerto en estos momentos… si es que los fantasmas pueden morir.
Ni siquiera Mijáilovich tuvo un comentario adecuado para esa frase, y aunque Yva comprendió, sin duda, que nadie tenía una elevada opinión de la aportación que ella acababa de hacer, impertérrita, volvió a intervenir:
—Woody, querido, ¿por qué no le haces, sencillamente, una llamada por radio? Para eso está, ¿no?
La idea se le había pasado a Floyd por la cabeza, pero, le había parecido demasiado ingenua para tomarla en serio.
—Lo haré —dijo—. No creo que resulte perjudicial.