36. LA COSTA DEL OTRO MUNDO

Veinticuatro horas antes de que se avistara la isla, seguía sin saberse a ciencia cierta si la Galaxy la pasaría de largo y sería arrastrada hacia la vacuidad del océano central. Su posición, según el radar de Ganímedes, se representaba en una gran carta de navegación que todos los que estaban a bordo examinaban con ansiedad varias veces al día.

E incluso si la nave tocaba tierra, sus problemas apenas podrían estar comenzando, ya que podría hacerse pedazos contra una costa rocosa, en vez de detenerse con delicadeza en alguna conveniente playa de suave pendiente.

El capitán interino Li era consciente de todas estas posibilidades. Él mismo en una ocasión había naufragado, durante un crucero de placer; las máquinas del barco habían fallado en un momento crítico, frente a la isla de Bali. Había existido poco peligro, aunque sí una buena cantidad de teatralidad, y Li no tenía deseos de repetir la experiencia… en especial considerando que aquí no había guardacostas que vinieran a rescatarlos.

Había una verdadera ironía cósmica en el apuro en que se hallaban. Se hallaban a bordo de uno de los vehículos de transporte más evolucionados que jamás había construido el hombre —¡capaz de cruzar el Sistema Solar!—, y sin embargo en estos momentos no lo podían desviar de su curso más que unos pocos metros. No obstante, no estaban por completo desvalidos; Li aún tenía algunas cartas para jugar.

En este mundo que se curvaba con brusquedad la isla se hallaba a sólo cinco kilómetros de distancia cuando la avistaron por primera vez. Li sintió un gran alivio cuando supo que no había ningún acantilado de los que había temido encontrar. Por otra parte, tampoco había signo alguno de la playa que había tenido la esperanza de hallar. Los geólogos le habían advertido que había llegado con algunos millones de años de antelación para encontrar arena; dada la lentitud con que molían los molinos de Europa todavía no habían tenido tiempo de realizar su tarea.

No bien se tuvo la certeza de que tocarían tierra, Li dio órdenes para que se vaciaran los tanques principales de la Galaxy, que deliberadamente había inundado poco después de que la nave hubiera aterrizado. A continuación se sucedieron varias horas de mucha incomodidad, en el transcurso de las cuales un cuarto de la tripulación, como mínimo, dejó de preocuparse por los procedimientos.

La Galaxy se alzó cada vez más alto en el agua, oscilando de un modo cada vez más enloquecido… Después, se desplomó con un poderoso ruido de chapoteo, para quedar tendida sobre la superficie del mar como el cadáver de una ballena, en los malos y viejos tiempos en que los barcos balleneros les insuflaban aire para evitar que se hundieran. Cuando Li vio cómo quedaba la nave, volvió a ajustar la flotabilidad hasta que quedó con la popa levemente sumergida y el puente anterior apenas por encima de la superficie del agua.

Tal como esperaba, la Galaxy osciló hasta quedar con el costado hacia el viento. Otro cuarto de la tripulación quedó entonces incapacitada, pero a Li le quedaban suficientes auxiliares como para sacar el ancla de mar que había preparado para el acto final. Era apenas una balsa improvisada, hecha con cajas vacías amarradas entre sí, pero su arrastre hacía que la nave apuntara en dirección a la tierra que se aproximaba.

Ahora podían ver que se dirigían, con angustiosa lentitud, hacia un estrecho tramo de playa cubierto con pequeños cantos rodados. Si no se podía tener arena, ésta era la mejor alternativa…

El puente ya se encontraba sobre la playa cuando la Galaxy encalló, y Li jugó su última carta. Sólo había llevado a cabo una prueba muy simple, ya que no se había atrevido a efectuar más por si la maltratada maquinaria se estropeaba.

Por última vez, la Galaxy extendió el tren de aterrizaje. Se produjo el ruido de algo que se trituraba, así como un estremecimiento, cuando las planchuelas de aterrizaje, ubicadas en la parte inferior, se fueron hundiendo en la superficie de este nuevo mundo. Ahora, la nave estaba bien afianzada contra los vientos y olas de ese océano sin mareas.

No había duda de que la Galaxy había encontrado el sitio final donde reposar… y, de modo más que probable, también el de su tripulación.