35. A LA DERIVA

La inesperada noticia de que su nave gemela, la Universe, estaba en camino y que podría llegar mucho antes de lo que nadie se habría atrevido a soñar, produjo sobre la moral de la tripulación de la Galaxy un efecto que podía calificarse más que de eufórico. El hecho puro y simple de que estuviesen yendo irremediablemente a la deriva, en un océano extraño y rodeados por monstruos desconocidos, de pronto pareció tener poca importancia.

Dichos monstruos sólo hacían apariciones ocasionales. Los «tiburones» gigantes fueron avistados algunas veces, pero nunca se acercaban a la nave, ni siquiera cuando se arrojaban desperdicios por la borda. Esto de verdad era sorprendente; sugería que esas enormes bestias —a diferencia de sus equivalentes terrestres— poseían un buen sistema de comunicación. Tal vez estuvieran más íntimamente relacionadas con los delfines que con los tiburones.

Había muchos cardúmenes de peces más pequeños a los que nadie echaría una segunda ojeada en un mercado de la Tierra. Después de varios intentos, uno de los oficiales —un astuto pescador con caña— se las arregló para capturar uno de esos peces mediante un anzuelo sin carnada. No lo pasó a través de la esclusa de aire —el capitán no lo habría permitido, de todos modos— sino que lo midió y fotografió con todo detalle antes de devolverlo al mar.

Sin embargo, el ufano deportista tuvo que pagar su precio por el trofeo: el traje espacial de presión parcial que había llevado durante el ejercicio despedía el característico hedor a huevos podridos del sulfuro de hidrógeno cuando el oficial lo llevó de vuelta a la nave, lo que hizo que el hombre se convirtiera en blanco de innumerables bromas. Era, no obstante, otro recordatorio de aquella bioquímica, distinta de todo lo conocido en la Tierra… e implacablemente hostil.

A pesar de las súplicas de los científicos, no se permitió más la pesca. Podían observar y registrar especímenes, pero no recogerlos. Y de todos modos —se les recordó—, eran geólogos planetarios, no naturalistas. Nadie había pensado en traer formol… que, probablemente no les hubiera servido de nada aquí.

En una ocasión la nave se deslizó durante varias horas a través de extensas marañas o láminas flotantes de una sustancia verde brillante que formaba óvalos de unos dos metros de ancho y todos del mismo tamaño, más o menos. La Galaxy los surcaba sin encontrar resistencia y, con rapidez, los óvalos recobraban su forma detrás de la nave. Se conjeturó que era alguna clase de colonias de organismos.

Hasta que una mañana el vigía quedó pasmado cuando un periscopio emergió del agua y el oficial se encontró a sí mismo mirando fijamente un manso ojo azul que, según dijo ese oficial después de que se hubo recuperado, parecía el ojo de una vaca enferma, que lo había mirado con tristeza durante unos instantes, sin aparentar mucho interés; después, y con lentitud, había regresado al océano.

Nada parecía moverse muy de prisa aquí. El motivo era obvio: éste seguía siendo un mundo provisto de poca energía, nada había del oxígeno libre que permitía que los animales de la Tierra vivieran según una serie de explosiones continuas, desde el instante en que comenzaban a respirar, al nacer. Sólo el «tiburón» del primer encuentro había exhibido alguna señal de actividad violenta… en su último, agónico, espasmo.

Quizás esa fuera una buena noticia para los seres humanos: incluso si sus movimientos se hallaban obstaculizados por el traje espacial, era probable que nada hubiera en Europa que los pudiera atrapar… incluso si lo quisiera hacer.

Para el capitán Laplace fue un amargo trance transferirle la operación de su nave al sobrecargo. Se preguntaba si esta situación sería única en los anales del espacio y del mar.

No es que hubiese gran cosa que Mr. Lee pudiera hacer. La Galaxy estaba flotando en posición vertical, un tercio fuera del agua, ligeramente escorada por un viento que la impulsaba a una velocidad constante de cinco nudos. Había sólo unas pocas filtraciones por debajo de la línea de flotación y podían ser controladas con facilidad. Y lo que era igualmente importante, el casco seguía conservándose hermético.

Aunque la mayor parte del equipo de navegación era inútil, sus miembros sabían con exactitud dónde se hallaban, pues cada hora Ganímedes les enviaba una triangulación precisa, con su correspondiente radiobaliza de emergencia, y si la Galaxy se mantenía en su curso actual, recalaría en una isla grande en el curso de los tres días siguientes. Si no llegaba a esa isla, se dirigiría a mar abierto y, con el tiempo, llegaría a la zona de tibia ebullición, que estaba inmediatamente por debajo de Lucifer. Si bien eso no era necesariamente catastrófico, sí constituía un porvenir casi desprovisto de atractivos. El capitán interino Li pasaba gran parte de su tiempo pensando en las maneras de evitarlo.

Aunque contaban con material y aparejos adecuados, las velas ejercerían muy poca influencia sobre el curso que llevaba la nave. Li había hecho bajar anclas improvisadas hasta una profundidad de quinientos metros en busca de corrientes que pudieran ser de utilidad, y no había encontrado corriente alguna. Tampoco había encontrado el fondo, que se hallaba a incontables kilómetros, mucho más abajo.

Tal vez fuera mejor así, pues eso los protegía contra los maremotos que sin cesar demolían ese océano nuevo. A veces la Galaxy se sacudía como si hubiese sido golpeada por un gigantesco martillo cuando una onda de choque pasaba a toda velocidad. Pocas horas después, un tsunami[12] de docenas de metros de alto iba a estrellarse sobre alguna orilla europeana; pero aquí, en alta mar, las letales olas eran poco más que ondas.

Varias veces se observaron a cierta distancia súbitos vórtices que aparentaban ser bastante peligrosos. Eran remolinos que hasta podrían haberse tragado la Galaxy y haberla arrastrado hasta profundidades desconocidas; pero, por fortuna, estaban demasiado lejos como para producir un efecto mayor que el de hacer que la nave girara unas cuantas veces sobre su eje principal.

Y sólo en una ocasión una enorme burbuja de gas ascendió y estalló apenas a un centenar de metros. Fue muy impresionante y todo el mundo apoyó el comentario del médico:

—Gracias a Dios que no lo podemos oler.

Resulta sorprendente comprobar con cuánta rapidez la situación más extravagante puede volverse rutinaria. Al cabo de unos cuantos días, la vida a bordo de la Galaxy se había adaptado a las nuevas condiciones y se había convertido en una rutina constante; el principal problema del capitán Laplace consistía en mantener ocupada a la tripulación. Para el estado de ánimo no había cosa peor que el ocio, y Laplace se preguntaba cómo los patrones de los antiguos buques de vela habían mantenido a sus hombres ocupados durante esos interminables viajes; no era posible que hubieran pasado todo el tiempo trepando por las jarcias o limpiando las cubiertas.

Con los científicos, en cambio, el problema era el opuesto, ya que ellos no cesaban de proponer nuevos ensayos y experimentos, que debían ser considerados con detenimiento antes de ser aprobados. Y si Laplace lo hubiera permitido habrían monopolizado los canales de comunicación de la nave.

En estos momentos el complejo principal de antenas estaba siendo golpeado alrededor de la línea de flotación y la Galaxy ya no podía hablar con la Tierra de forma directa. Todo se tenía que transmitir a través de Ganímedes, en cinta de unos pocos miserables megahercios. Un único canal de vídeo en vivo tenía prioridad sobre todo lo demás, y Laplace había tenido que resistir el clamor de las redes terrestres. No era que desde la Galaxy hubiese gran cosa que mostrar al público telespectador, salvo mar abierto, los interiores estrechos e incómodos de la nave, y una tripulación que, si bien con buen estado de ánimo, se estaba volviendo más hosca.

Una cantidad inusitada de tráfico parecía estar dirigida al segundo oficial Floyd, cuyas respuestas cifradas eran tan breves, que no podían contener mucha información. Finalmente, Laplace decidió mantener una charla con el joven.

—Señor Floyd —le dijo, en la intimidad de su cabina—, apreciaría que me ilustrase sobre sus ocupaciones de tiempo parcial.

Floyd parecía turbado. Se agarró a la mesa cuando la nave se balanceó levemente debido a un repentino sobreviento.

—Ojalá pudiera, señor, pero no me está permitido hacerlo.

—¿Quién se lo impide, si lo puedo preguntar?

—Con franqueza, no estoy seguro.

Eso era absolutamente cierto: sospechaba que se trataba de la ASTROPOL, pero los dos caballeros —de una calma impresionante— que le habían dado instrucciones en Ganímedes no le habían suministrado esa información.

—Como capitán de esta nave (y sobre todo en las circunstancias actuales), me gustaría saber qué está pasando aquí. Si llegamos a salir de ésta, voy a pasarme los próximos años de mi vida en Tribunales de Investigación. Y es probable que usted deba hacer lo mismo.

Floyd logró esbozar una sonrisa amarga:

—Apenas sí vale la pena que se nos rescate, ¿no es así, señor? Todo lo que sé es que algún organismo de alto nivel preveía problemas serios en esta misión, pero no sabía qué forma habrían de asumir. Tan sólo se me dijo que mantuviera los ojos abiertos. Temo que no hice muy bien las cosas, pero me imagino que yo era la única persona calificada que pudieron encontrar con tiempo.

—No creo que usted se pueda culpar. ¿Quién habría imaginado que Rosie…?

El capitán se detuvo, paralizado por un súbito pensamiento.

—¿Sospecha de alguien más? —tuvo la intención de añadir: «¿De mí, por ejemplo?», pero la situación ya era bastante paranoica.

Floyd pensó un momento; después, pareció llegar a una decisión:

—Quizá debía haber hablado con usted antes, señor, pero sé cuán ocupado ha estado. Estoy seguro de que el doctor Van der Berg está involucrado de alguna manera; es medo, por supuesto; es gente extraña y de hecho no la entiendo. —«Y tampoco me gustan», debió haber agregado—. Demasiado tribales, en realidad, no demasiado amistosos con los de fuera. Y aun así, resulta difícil culparlos, pues todos los pioneros que trataban de domeñar un nuevo mundo probablemente se parecían mucho.

—Van der Berg… hummm… ¿Qué puede decirme de los otros científicos?

—Han sido revisados sus antecedentes, claro está. Todo es perfectamente legítimo y no hay nada inusitado, en ninguno de ellos.

Eso no era del todo cierto. El doctor Simpson tenía más esposas de lo estrictamente legal, por lo menos en la misma época, y el doctor Higgins tenía una enorme colección de libros muy curiosos. El segundo oficial Floyd no estaba muy seguro del porqué se le hubiera dicho todo esto; quizá sus mentores tan sólo quisieron impresionarlo con su omnisciencia. Consideró que trabajar para ASTROPOL (o quienquiera que fuese) reportaba algunos entretenidos beneficios adicionales.

—Muy bien —dijo el capitán al agente aficionado—. Pero, por favor, manténgame informado si descubre cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, que pudiera afectar a la seguridad de la nave.

En las actuales circunstancias, resultaba difícil imaginar qué podría ser eso. Cualquier riesgo posterior parecía ser más bien superfluo.