—Es el trabajo más chapucero que he visto desde que salí de la Universidad —refunfuñó el jefe de ingenieros—. Pero es lo mejor que podemos hacer dado el tiempo de que disponemos.
La improvisada tubería se extendía, a través de cincuenta metros de roca deslumbrante y con incrustaciones de compuestos químicos, hasta alcanzar el ahora inactivo respiradero del Old Faithful. El Sol acababa de aparecer sobre las colinas, y ya el suelo había empezado a temblar ligeramente cuando los depósitos subterráneos —o subhalleanos— sintieron el primer toque de calor.
Mientras miraba desde la sala de observación, Heywood Floyd apenas podía creer que hubiesen ocurrido tantas cosas en tan sólo veinticuatro horas. Ante todo, la nave se había dividido en dos facciones rivales: una dirigida por el capitán, la otra, por fuerza, encabezada por Heywood. Habían sido fríamente corteses el uno con el otro, y no hubo un intercambio real de golpes, pero Floyd sabía que algunos grupos se regocijaban aplicándole el apodo de «Suicidio Floyd». No era un honor por el que Heywood sintiera especial aprecio.
Y no obstante, nadie podía hallar error fundamental alguno en la Maniobra Floyd-Jolson. (Ese nombre también era injusto, ya que Floyd había insistido en que Jolson recibiera todo el mérito, pero nadie le había escuchado. Y Mijáilovich le había preguntado: «¿No estás preparado para compartir la culpa?»).
El primer ensayo tendría lugar veinte minutos después de que el Old Faithful, con bastante retraso, saludara el amanecer. Pero incluso si eso funcionaba y los tanques de propulsor se empezaran a llenar con chispeante agua pura —en vez de la suspensión lodosa que había predicho el capitán Smith—, el camino a Europa todavía no estaba abierto.
Un factor de menor cuantía, pero no exento de importancia, era el de los deseos de los distinguidos pasajeros, quienes habían previsto volver a casa al cabo de dos semanas; ahora, ante su sorpresa —y, en algunos casos, consternación—, se enfrentaban con la perspectiva de realizar una misión peligrosa en mitad del Sistema Solar… y, aunque esa misión tuviera éxito, no había una fecha fija para el regreso a la Tierra.
Willis estaba muy turbado; todos sus cronogramas quedarían totalmente desbaratados. Iba de un lado a otro, mascullando acerca de entablar demandas, pero nadie expresaba la más leve conmiseración.
Greenberg, por el contrario, estaba entusiasmado; ¡ahora, de verdad volvería a estar en la actividad espacial! Y Mijáilovich —que pasaba mucho tiempo componiendo, de manera ruidosa, en su cabina, que estaba lejos de estar a prueba de sonidos— mostraba casi la misma alegría. Estaba seguro de que la desviación del curso le inspiraría y le permitiría alcanzar nuevas cimas de creatividad.
Maggie M adoptó una actitud filosófica:
—Si esto puede salvar muchas vidas —decía, mirando con mordacidad a Willis—, ¿cómo puede alguien poner reparos?
En cuanto a Yva Merlin, Floyd hizo un esfuerzo especial por explicarle las cosas, y descubrió que la ex actriz entendía la situación bastante bien. Y fue Yva, ante el asombro de Floyd, quien formuló la pregunta a la que nadie más parecía haber prestado mucha atención:
—¿Y si los europeanos no quieren que descendamos… ni siquiera para rescatar a nuestros amigos?
Floyd la miró con expresión de sincera sorpresa. Aún ahora, le seguía siendo difícil aceptarla como un verdadero ser humano, y nunca sabía cuándo Yva saldría con algún pensamiento brillante o con una reverenda estupidez.
—Ésa es una muy acertada pregunta Yva. Créeme: estoy trabajando en ello.
Estaba diciendo la verdad; nunca le podría mentir a Yva Merlin, porque, de alguna manera, ello sería un sacrilegio.
Los primeros chorros de vapor estaban apareciendo sobre la boca del géiser. Se disparaban hacia arriba, se alejaban de sus antinaturales trayectorias en el vacío, y a toda velocidad se evaporaban en la furiosa luz del Sol.
Old Faithful volvió a toser y se aclaró la garganta. Blanca como la nieve y sorprendentemente compacta, una columna de cristales de hielo y gotitas de agua trepó con celeridad hacia el cielo. Todos los instintos propios de un terrestre esperaban que esa columna se inclinara y cayera, pero, por supuesto, no lo hizo; continuó hacia delante y hacia lo alto y se dispersó levemente hasta que se fusionó con la vasta y fulgurante cola del cometa todavía en expansión. Floyd observó con satisfacción que la tubería se estaba empezando a sacudir, mientras el fluido ingresaba en ella con violencia.
Diez minutos más tarde hubo un consejo de guerra en el puente. El capitán Smith, todavía enfadado, reconoció la presencia de Floyd con una ligera inclinación de cabeza; su número dos, un poco turbado, fue quien habló todo el tiempo.
—Bueno, funciona sorprendentemente bien. A esta velocidad, podemos llenar nuestros tanques en veinticuatro horas… aunque puede ser que tengamos que salir y anclar la tubería de forma más segura.
—¿Qué pasa con las impurezas? —preguntó alguien.
El segundo oficial sostuvo en alto una pera transparente de succión que contenía un líquido incoloro:
—Los filtros se deshicieron de todo lo que tuviera un tamaño menor de unos pocos micrones. Para incrementar el margen de seguridad volveremos a pasar el agua por ellos una segunda vez haciendo que circule de un tanque a otro. No habrá piscina, me temo, hasta que pasemos Marte.
Eso despertó una muy necesaria carcajada e incluso el capitán se relajó un poco.
—Haremos funcionar las máquinas con fuerza mínima para comprobar que no haya anomalías operativas con el H2O de Halley. Si las hay, nos olvidaremos de todo el asunto y regresaremos a casa, valiéndonos de la buena y conocida agua de la Luna, FOB Aristarco.
Se produjo uno de esos «silencios en medio de la fiesta», durante el cual todo el mundo a la vez aguarda que algún otro hable. Entonces el capitán Smith rompió el embarazoso silencio.
—Como todos ustedes saben —dijo—, estoy muy descontento con toda la idea. En verdad… —alteró con brusquedad el curso de lo que iba a decir, pues era igualmente bien sabido que había pensado en enviarle su renuncia a Sir Lawrence, pese a que, dadas las circunstancias, ése habría sido un gesto un tanto fútil—. Durante estas últimas horas han sucedido dos cosas: el propietario está de acuerdo con el proyecto, si no surgen objeciones fundamentales en nuestros ensayos. Y la gran sorpresa —aunque no sé más sobre el asunto que lo que conocen ustedes— es que el Consejo Mundial del Espacio no sólo ha dado su aprobación, sino que ha solicitado que efectuemos la desviación de curso, y ha dicho que se hará cargo de todos los gastos que sea preciso hacer. Las conjeturas de ustedes son tan válidas como las mías.
»Pero todavía me queda una preocupación. —Miró con desconfianza el pequeño globo lleno de agua que Heywood Floyd ahora sostenía a la luz y agitaba con suavidad—. Soy ingeniero, no un maldito químico. Esa agua parece estar limpia… pero, ¿qué le hará al revestimiento de los tanques?
Floyd nunca entendió del todo por qué actuó como lo hizo; tal precipitación no le era en absoluto característica. Quizá sencillamente toda esa polémica le había impacientado y quería seguir adelante con el trabajo. O tal vez sintió que el capitán necesitaba un poco de endurecimiento de sus fibras morales; con un rápido movimiento, sacó la espita e introdujo alrededor de veinte centímetros cúbicos de cometa Halley en su garganta.
—Ahí tiene la respuesta, capitán —dijo cuando hubo terminado de tragar.
—Y ésa fue una de las exhibiciones más necias que yo haya visto —dijo el médico de la nave, media hora más tarde—. ¿No sabe que hay cianuros y cianógenos y sólo Dios sabe qué más, en ese líquido?
—Claro que lo sé —rió Floyd—. He visto los análisis; pero las proporciones son ínfimas. No hay nada de que preocuparse. Aunque sí he tenido una sorpresa —agregó, con aire apesadumbrado.
—¿Cuál?
—Si se pudiese mandar esta agua a la Tierra se podría hacer una fortuna vendiéndola como Purgante Patentado del Halley.