32. MANIOBRA DE DISTRACCIÓN

—La última noticia —dijo el capitán Smith a sus pasajeros reunidos— es que la Galaxy está a flote y totalmente en buenas condiciones. Un miembro de la tripulación —una azafata— ha muerto. Desconozco los detalles, pero todos los demás están sanos y salvos.

»Todos los sistemas de la nave están funcionando; hay unas pocas filtraciones de agua, pero han sido controladas. El capitán Laplace dice que no hay peligro inmediato, aunque el viento predominante los está empujando cada vez más lejos de tierra firme, hacia el centro del Lado Diurno. Eso no constituye un problema grave, pues existen varias islas grandes a las que están prácticamente seguros de poder llegar. En estos momentos se encuentran a noventa kilómetros de la tierra más próxima. Han visto algunos animales marinos grandes, pero no dan señal de ser hostiles.

»Si se excluyen ulteriores accidentes, los ocupantes de la Galaxy deben de poder sobrevivir varios meses, hasta que se les acabe la comida… que, desde luego, ahora se está racionando de forma estricta. Pero, según el capitán Laplace, la moral sigue estando alta.

»Y aquí es donde entramos nosotros. Si regresamos a la Tierra de inmediato, recargamos combustible y nos reaprovisionamos, podremos llegar a Europa, describiendo una órbita de impulso retrógrado, dentro de ochenta y cinco días. La Universe es la única nave actualmente en servicio activo que puede descender allá y despegar con una razonable carga útil. Los transbordadores de Ganímedes pueden tener la capacidad de dejar caer suministros, pero eso es todo… si bien eso puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.

»Lamento, damas y caballeros, que nuestra visita haya sido interrumpida, pero creo que coincidirán conmigo en que les hemos mostrado todo lo que prometimos. Y estoy seguro de que darán su aprobación a nuestra nueva misión… aun cuando las probabilidades de éxito sean con franqueza, bastante escasas. Eso es todo por ahora. Doctor Floyd, ¿podría hablar con usted?

Mientras los demás abandonaban el salón principal —escenario de tantas reuniones de instrucción menos solemnes— desplazándose con lentitud, sin rumbo fijo y meditabundos, el capitán recorrió con la vista un tablero portátil, cuyo broche de resorte apretaba muchos mensajes. Todavía había ocasiones en que las palabras impresas en papel eran el medio más conveniente de comunicación; pero incluso en esto la tecnología había dejado su huella: las hojas que el capitán estaba leyendo estaban hechas con el material multifacsimilar que se podía volver a utilizar de forma indefinida y que tanto había hecho por reducir la carga de la humilde papelera.

Acabadas las formalidades, el capitán se dirigió a Heywood.

—Como se puede imaginar, los circuitos están que arden. Y están pasando muchas cosas que no entiendo.

—Lo mismo digo —repuso Floyd—. ¿Todavía no se sabe nada de Chris?

—No, pero Ganímedes transmitió el mensaje que usted envió, así que Chris ya debe de haberlo recibido. Hay un orden de prioridades impuesto sobre las comunicaciones privadas, como se puede usted imaginar… pero, desde luego, su nombre pasó por encima de todo.

—Gracias, capitán. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?

—A decir verdad, no. Se lo haré saber.

Casi fue esta la última vez, durante un tiempo considerable, que se dirigieron la palabra. Al cabo de unas pocas horas el doctor Heywood Floyd se convertiría en «¡Ese viejo loco!», y el breve «Motín de la Universe» habría comenzado… dirigido por el capitán.

De hecho, no fue idea de Heywood Floyd; él sólo deseaba que lo hubiese sido…

El segundo oficial Roy Jolson era «Estrellas», el oficial de navegación; Floyd apenas sí lo conocía de vista y nunca había tenido ocasión de decirle algo más que «Buenos días». Quedó sumamente sorprendido, en consecuencia, por la tímida manera en que el astronauta llamó a la puerta de la cabina.

Jolson llevaba consigo un conjunto de cartas de navegación y parecía sentirse un poco incómodo. No podía estar intimidado por la presencia de Floyd —a aquellas alturas todos los que estaban a bordo tomaban como algo natural la presencia del centenario ingeniero—, así que tenía que existir alguna otra razón.

La voz del astronauta tenía tal tono de ansiedad que trajo a la memoria de Floyd la imagen de un vendedor cuyo futuro depende de la concreción de la venta siguiente.

—Doctor Floyd, necesito su consejo… y su ayuda.

—Por supuesto… pero, ¿qué puedo hacer?

Jolson desenrolló la carta que mostraba la posición de todos los planetas que estaban dentro de la órbita de Lucifer.

—Su antiguo ardid de acoplar la Leonov y la Discovery para escapar de Júpiter antes de que estallara me dio la idea.

—No fue mío. Se le ocurrió a Walter Curnow.

—Oh… no sabía eso. Desde luego, aquí no tenemos otra nave que nos dé el impulso necesario de traslación… pero tenemos algo mucho mejor.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Floyd desconcertado por completo.

—No se ría. ¿Por qué volver a la Tierra para cargar propulsor… cuando el Old Faithful está expeliendo toneladas a cada segundo, a un par de centenares de metros de nosotros? Si nos surtiéramos con eso, podríamos llegar a Europa no dentro de tres meses sino dentro de tres semanas.

El concepto era tan obvio y, aun así, tan osado, que dejó a Floyd sin aliento. Al instante pudo ver media docena de objeciones, pero ninguna de ellas parecía ser insalvable.

—¿Qué piensa el capitán de la idea?

—No se la he expuesto. Ésa es la razón por la que necesito que usted me ayude. Me gustaría que revisara mis cálculos… y después le presentase la idea al capitán. A mí me la rechazaría —estoy completamente seguro— y no lo culpo; si yo fuese capitán, creo que también lo haría…

Se produjo un prolongado silencio en la pequeña cabina. Después Heywood Floyd dijo lentamente:

—Permítame que le dé todas las razones por las que no se puede hacer. Después, usted podrá decirme por qué estoy equivocado.

El segundo oficial Jolson conocía a su superior en el mando; el capitán Smith nunca había oído una sugerencia tan disparatada en toda su vida…

Todas sus objeciones estaban bien fundadas y exhibían pocos vestigios —si es que mostraba alguno, en primer lugar— del síndrome «No inventado aquí».

—Oh, funcionaría en teoría —admitió— pero, ¡piense en los problemas prácticos, hombre! ¿Cómo metería esa agua en los tanques?

—He hablado con los ingenieros. Llevaríamos la nave hasta el borde del cráter… es bastante seguro acercarse hasta cincuenta metros. En una de las secciones hay tuberías que podríamos desmontar… Después, tenderíamos una línea hacia el Old Faithful y esperaríamos a que empiece a brotar. Ya sabe usted cuán formal y bien educado es.

—¡Pero nuestras bombas no pueden operar en condiciones que prácticamente son de vacío!

—No las precisamos: podemos confiar en la propia velocidad del géiser para que nos dé una entrada de al menos cien kilos por segundo. Old Faithful hará todo el trabajo.

—Tan sólo dará cristales de hielo y vapor de agua, no agua líquida.

—Se condensará cuando llegue a bordo.

—En verdad ha planeado esto con todo detalle, ¿no? —dijo el capitán, con admiración expresada de mala gana—. Pero, en realidad no creo que sea posible. En primer lugar, ¿es el agua suficientemente pura? ¿Qué pasa con los contaminantes, en especial las partículas de carbono?

Floyd no pudo evitar sonreír. En el capitán Smith se estaba desarrollando una obsesión con el hollín.

—Podemos filtrar las partículas grandes; el resto no afectará a la reacción. Ah, sí… la relación de isótopos de hidrógeno aquí parece ser mejor que en la Tierra, así que hasta puede ser que se obtenga algo de impulso adicional.

—¿Qué piensan sus colegas de la idea? Si fuésemos en línea recta hacia Lucifer, podrían pasar meses antes de que puedan volver a casa.

—No he hablado con ellos. ¿Pero importa eso, cuando hay en juego tantas vidas? ¡Podemos llegar a la Galaxy setenta días antes de la fecha fijada! ¡Setenta días! ¡Piense en lo que podría acontecer en Europa en ese tiempo!

—Estoy perfectamente al tanto del factor tiempo —replicó el capitán—. Eso rige también para nosotros. Es posible que no tengamos provisiones para un viaje tan prolongado.

«Ahora está buscando los tres pies al gato —pensó Floyd—, y seguro que sabe que lo sé. Será mejor que proceda con tacto…».

—¿Un par adicional de semanas? No puedo creer que tengamos un margen tan estrecho. Ustedes nos han estado alimentando demasiado bien, de todos modos. A algunos de nosotros nos hará bien tener la comida racionada durante algún tiempo.

El capitán se las arregló para esbozar una gélida sonrisa.

—Le puede decir eso a Willis y Mijáilovich. Pero me temo que toda la idea es una locura.

—Por lo menos, intentémoslo con los propietarios. Me gustaría hablar con Sir Lawrence.

—No puedo impedir que lo haga, por supuesto —dijo el capitán Smith, en un tono que sugería que hubiera deseado poder hacerlo—. Pero sé con exactitud qué es lo que él dirá.

Estaba completamente equivocado.

Sir Lawrence Tsung no había hecho una apuesta desde hacía treinta años; eso ya no estaba a la altura de la augusta posición que él ocupaba en el mundo del comercio. Pero de joven a menudo había disfrutado haciendo alguna pequeña apuesta en la Pista de Carreras de Hong Kong, antes de que una administración puritana la hubiese clausurado en un exceso de moralidad pública. Era típico de la vida, pensaba a veces Sir Lawrence con nostalgia, que cuando él podía apostar, no tuviera dinero… y ahora no podía hacerlo porque el hombre más rico del mundo tenía que dar buen ejemplo.

Y sin embargo, nadie sabía mejor que el propio Tsung que toda su carrera en el mundo de los negocios había sido un solo y largo juego de azar. Había hecho todo lo posible para controlar las ventajas, reuniendo la mejor información y escuchando a los expertos, quienes, según su corazonada, le brindarían el mejor asesoramiento. En general se había retirado a tiempo cuando esos expertos estaban equivocados, pero siempre había existido un elemento de riesgo.

Ahora, mientras leía el memorando enviado por Heywood Floyd, volvió a sentir el antiguo estremecimiento que no había conocido desde que viera a los caballos a galope tendido doblar el codo para iniciar la recta final. Aquí había una auténtica apuesta —quizá la última y más grande de la carrera de Lawrence Tsung—, aunque nunca se atrevería a decírselo a su junta directiva. Y menos todavía a Lady Jasmine.

—Bill, ¿qué piensas? —preguntó.

Su hijo (juicioso y razonable, pero carente de esa chispa vital que tal vez no se precisara en esta generación) le dio la respuesta que esperaba:

—La teoría es completamente lógica. La Universe lo puede hacer… en teoría. Pero ya hemos perdido una nave. Estaremos arriesgando otra.

—Va en dirección a Júpiter-Lucifer, de todos modos.

—Sí…, pero después de una revisión completa en órbita terrestre. ¿Te das cuenta de lo que habrá de entrañar esta misión directa que se propone? La nave hará pedazos todos los récords de velocidad… ¡desplazándose a más de mil kilómetros por segundo en la Inversión de Posición!

Fue lo peor que pudo decir: una vez más, el estruendo de los cascos retumbó en los oídos de su padre.

Pero Sir Lawrence se limitó a decir:

—No les vendrá mal efectuar algunas pruebas, si bien el capitán Smith está luchando a brazo partido contra la idea; hasta amenaza con renunciar. De momento se limita a estudiar la situación con el Lloyds, ya que es posible que tengamos que dar marcha atrás en nuestra reclamación de la Galaxy.

«En especial —pudo haber agregado—, si vamos a poner sobre la mesa a la Universe, en calidad de ficha de valor aún mayor».

Y estaba preocupado por el capitán Smith. Ahora que Laplace estaba varado en Europa, Smith era el mejor comandante que le quedaba.