31. EL MAR DE GALILEA

«Nunca he conseguido entender cómo un hombre se puede convertir en médico, o en sepulturero —pensó el capitán Laplace—. Son dos trabajos realmente repugnantes…».

—Bueno, ¿han encontrado algo?

—No, capitán. Por supuesto, no tengo la clase de equipo adecuada. Existen algunas implantaciones que solamente se podrían localizar a través de un microscopio… al menos, eso me han dicho. Sólo podrían ser de muy corto alcance, de todos modos.

—Quizá hasta un radiotransmisor colocado en alguna parte de la nave… Floyd ha sugerido que hagamos una investigación. Usted ha tomado huellas digitales y… ¿algunos otros elementos de identidad?

—Sí… Cuando nos pongamos en contacto con Ganímedes los transmitiremos junto con los documentos de Rosie. Pero dudo que alguna vez lleguemos a saber quién era o para quién estaba operando. O por qué lo hizo, por el amor de Dios.

—Al menos ha demostrado tener instintos humanos —dijo Laplace, meditativo—. Ha debido comprender que había fallado cuando Chang ha tirado de la palanca de aborto de secuencia. Ella podría haberle disparado, en lugar de permitirle que descendiera.

—Eso no nos sirve de mucho, me temo. Permítame decirle algo que ha ocurrido cuando Jenkins y yo hemos lanzado el cadáver a través del vertedero de desechos.

El médico frunció los labios, en una mueca de disgusto.

—Usted tenía razón, claro está: era lo único que se podía hacer. Bueno, no nos hemos molestado en atarle ningún lastre y el cuerpo ha flotado durante algunos minutos. Lo estábamos contemplando para ver si se alejaba de la nave, y entonces…

El médico parecía estar luchando por hallar las palabras adecuadas.

—¿Qué ha pasado, maldita sea?

—Algo ha salido del agua… Algo parecido al pico de un loro, pero unas cien veces más grande. Ha cogido a Rosie de un solo bocado, y ha desaparecido. Estamos en excelente compañía aquí… Aunque pudiéramos respirar en el exterior, lo cierto es que yo no recomendaría a nadie practicar la natación.

—Puente al capitán —dijo el oficial de servicio—. Gran perturbación en el agua. Cámara tres… le daré la imagen.

—¡Eso es lo que he visto! —aulló el médico. Sintió un súbito escalofrío ante el pensamiento inevitable y siniestro: «Espero que no haya vuelto por más».

De pronto un inmenso bulto emergió con violencia a través de la superficie del océano y se arqueó en el cielo. Por un instante, toda la forma monstruosa quedó suspendida entre el aire y el agua.

Lo familiar puede resultar tan conmocionante como lo extraño… cuando está en el sitio inadecuado: el capitán y el médico exclamaron a la vez:

—¡Es un tiburón!

Apenas hubo tiempo para observar algunas diferencias sutiles —además del monstruoso pico de loro—, antes de que el gigante se volviera a estrellar contra el mar: vieron un par adicional de aletas, y no parecía tener agallas. Ni tenía ojos, pero a cada lado del pico poseía extrañas protuberancias que podrían haber sido otros órganos sensorios.

—Evolución convergente, por supuesto —dijo el médico—. Para los mismos problemas, las mismas soluciones, en cualquier planeta. Considere la Tierra: tiburones, delfines, ictiosaurios… todos los predadores oceánicos tienen que contar con el mismo diseño básico. Sin embargo, ese pico de loro me deja perplejo…

—¿Qué está haciendo ahora?

El ser había vuelto a salir a la superficie, pero ahora se estaba moviendo con mucha lentitud, como si ese solo salto gigantesco lo hubiera agotado. En verdad, parecía encontrarse en dificultades… Tal vez estuviera agonizando, pues agitaba la cola contra el mar, sin intentar desplazarse en ninguna dirección definida.

De repente vomitó su última comida, dio una vuelta de campana y quedó tendido sin vida, con el vientre hacia arriba, al tiempo que el suave oleaje lo movía.

—¡Oh, Dios mío! —susurró el capitán, con la voz impregnada por una súbita sensación de asco—. Creo que ya sé qué ha ocurrido.

—Bioquímicas totalmente incompatibles —dijo el médico. También él parecía haberse estremecido ante el espectáculo—. Rosie ha conseguido una víctima, después de todo.

El Mar de Galilea fue llamado así por el hombre que había descubierto Europa… Y ese hombre, a su vez, había tomado ese nombre de un mar mucho más pequeño, que estaba en otro mundo.

Éste era un mar muy joven, dado que tenía menos de cincuenta años de antigüedad; y al igual que la mayoría de los niños recién nacidos, podía ser bastante turbulento. Si bien la atmósfera de Europa todavía era demasiado tenue como para generar verdaderos huracanes, un viento constante soplaba desde la tierra circundante en dirección a la zona tropical, en el punto por encima del cual se encontraba Lucifer. Aquí, en el punto de mediodía perpetuo, el agua hervía sin interrupción, aunque en esta tenue atmósfera su temperatura era apenas la bastante elevada como para hacer una buena taza de té.

Por fortuna la región turbulenta y humeante de vapor de agua, que estaba inmediatamente debajo de Lucifer, se hallaba a mil kilómetros de distancia; la Galaxy había descendido en una zona de relativa calma, a menos de cien kilómetros de la tierra más próxima. A velocidad máxima la nave podía cubrir esa distancia en una fracción de segundo, pero ahora, mientras planeaba por debajo de las nubes bajas del cielo permanentemente cubierto de Europa, la parte de la tierra parecía estar tan lejana como el más remoto cuásar. Para empeorar aún más las cosas —si es que eso era posible—, el eterno viento que soplaba desde la costa hacia fuera estaba llevando a la Galaxy cada vez más hacia mar adentro. E incluso si la nave se las hubiera podido arreglar para encallar en alguna playa virgen de este nuevo mundo, podría no encontrarse en mejores circunstancias que aquéllas en las que se hallaba ahora.

No obstante, estaría en mejor situación; las cosmonaves, si bien están dotadas de admirable impermeabilidad, pocas veces tienen buenas condiciones para navegar. La Galaxy estaba flotando en posición vertical, subiendo y bajando con oscilaciones suaves pero perturbadoras: la mitad de la tripulación ya estaba mareada.

Una vez el capitán Laplace hubo terminado de leer los informes referentes a los daños, su primer acto consistió en convocar a quienquiera que tuviese experiencia en el manejo de barcos de cualquier tamaño o forma. Parecía razonable suponer que entre treinta ingenieros en astronáutica y científicos espaciales habría una considerable cantidad de talentos para viajar por el mar. Enseguida localizó a cinco navegantes aficionados e incluso a un profesional, el comisario de la cosmonave Frank Li, que había comenzado su carrera con las líneas navieras Tsung y después había optado por el espacio.

Aunque los comisarios que iban a bordo estaban más habituados a manejar máquinas de calcular (a menudo, en el caso de Frank Li, un ábaco de marfil, de doscientos años de antigüedad) que instrumentos de navegación, debían seguir aprobando exámenes sobre elementos básicos de marinería. Li no había puesto a prueba sus aptitudes marítimas: ahora, a mil millones de kilómetros del Mar del Sur de China, su momento había llegado.

—Debemos inundar los tanques del propulsor —le dijo al capitán—. Entonces bajaremos el centro de gravedad y ya no seguiremos subiendo y bajando de este modo.

Parecía disparatado permitir que todavía ingresara más agua en la nave y el capitán vaciló.

—¿Y si encallamos?

Nadie hizo el obvio comentario: «¿Cuál sería la diferencia?», pues sin discusión seria alguna, se había dado por sentado que estarían mejor en tierra firme… si es que alguna vez podían alcanzarla.

—Siempre será posible volver a vaciar los tanques con aire. Tendremos que hacerlo de todos modos, cuando lleguemos a la costa, para poner la nave en posición horizontal. Gracias a Dios, tenemos energía…

La voz de Li perdió intensidad; todos sabían lo que quería decir. Sin el reactor auxiliar que estaba haciendo funcionar los sistemas para mantenimiento de la vida, todos morirían en cuestión de horas. Ahora —salvo que se produjera una avería del reactor— la nave los podía mantener por tiempo indefinido.

En última instancia, por supuesto, morirían de hambre: acababan de efectuar la espectacular comprobación de que en los mares de Europa no había alimento sino tan sólo veneno.

Por lo menos habían entrado en contacto con Ganímedes, de modo que en ese momento, toda la especie humana conocía ya la difícil situación en que se hallaban. Ahora los mejores cerebros del Sistema Solar estarían tratando de salvarlos. Si fracasaban, los pasajeros y la tripulación de la Galaxy tendrían el consuelo de morir iluminados con todo el fulgor de la publicidad.