El segundo oficial Chang había estado luchando con todas sus fuerzas con el problema, desde que la Galaxy —lo cual le sorprendió y al mismo tiempo le alivió— se había introducido con éxito en una órbita de transferencia. Durante las dos horas siguientes la nave iba a estar en las manos de Dios o, por lo menos, de Sir Isaac Newton. No se podía hacer nada en absoluto salvo esperar hasta la realización de la última maniobra de frenado y descenso.
Durante un breve lapso, Chang pensó en tratar de engañar a Rosie, aplicando a la nave un vector inverso en el instante de máxima aproximación y, de ese modo, volviendo a llevarla al espacio. En ese momento volvería a estar en una órbita estable y, con el tiempo, se podría organizar una partida de rescate desde Ganímedes. Pero había una objeción fundamental a esta treta: sin lugar a dudas, él no estaría vivo en el momento del rescate. Aunque Chang no era cobarde, había preferido no convertirse en héroe póstumo de las rutas espaciales.
De todas formas, sus oportunidades de sobrevivir durante la siguiente hora parecían ser remotas. Se le había ordenado que hiciera descender, sin ayuda alguna, una nave de tres mil toneladas, en territorio totalmente desconocido. Ésta era una hazaña que ni siquiera se atrevería a intentar en la familiar superficie de la Luna.
—¿Cuántos minutos faltan para que empiece a frenar? —preguntó Rosie. Parecía más una orden que una pregunta; era evidente que la mujer conocía los principios esenciales de la astronáutica, y Chang abandonó sus últimas alocadas fantasías de engañarla con tretas.
—Cinco —respondió con renuencia—. ¿Puedo avisar al resto de los ocupantes de la nave para que se preparen?
—Yo lo haré. Déme el micrófono… ÉSTE ES EL PUENTE. EMPEZAMOS A FRENAR DENTRO DE CINCO MINUTOS. REPITO: CINCO MINUTOS. FUERA.
Para los científicos y oficiales congregados en la sala de oficiales el mensaje no fue en absoluto inesperado. Habían tenido suerte en un punto: no se habían hecho apagar los monitores externos de televisión. Tal vez Rosie se había olvidado de ellos; aunque lo más probable era que ni se hubiera preocupado de ellos. Así que ahora, en su calidad de espectadores indefensos —en un sentido estrictamente literal, en su calidad de espectadores que no podían dejar de presenciar el programa—, podían contemplar cómo se iba desarrollando su propia destrucción.
La nublada media luna de Europa ocupaba ya todo el campo visual de la cámara posterior. No había solución de continuidad en ninguna parte del compacto cielo, cubierto de nubes de vapor de agua que se volvía a condensar mientras regresaba al Lado Nocturno. Eso no era importante, ya que el descenso se controlaría por radar hasta el último momento. Pero prolongaría la agonía de los observadores que tuviesen que depender de la luz visible.
Nadie fijaba la vista con más atención en el mundo que se acercaba que el hombre que lo había estudiado con tanta frustración durante casi una década. Rolf van der Berg, sentado en una de las endebles sillas de poca gravedad, con el cinturón de contención levemente ajustado, apenas sí se dio cuenta de la primera aparición del peso, cuando empezó a disminuir la velocidad.
En un lapso de cinco segundos alcanzaron pleno impulso. Todos los oficiales hacían rápidos cálculos en sus comsets; sin acceso a Navegación sólo podían hacer conjeturas y el capitán Laplace aguardó a que hubiera consenso.
—Once minutos —anunció al cabo de unos instantes—, suponiendo que no vaya a detenerlo en el aire, a diez kilómetros, justo por encima del manto de nubes, y que después vaya en línea recta. Eso podría durar otros cinco minutos.
No fue preciso que añadiera que el último segundo de esos cinco minutos sería el más crítico.
Europa parecía decidida a conservar sus secretos hasta el último momento. Cuando la Galaxy estuvo en vuelo estacionario, inmóvil, exactamente por encima del paisaje de nubes, todavía no se recibió señal alguna de que hubiera tierra firme —ni mar— abajo. Después, durante unos segundos angustiosos, las pantallas quedaron completamente en blanco… excepto por una fugaz visión del ahora extendido y muy raramente empleado tren de aterrizaje. El ruido de su salida, unos minutos antes, había producido una breve agitación entre los pasajeros; ahora, sólo podían confiar en que ese dispositivo cumpliera con su deber.
«¿Qué espesor tendrá esta maldita capa de nubes? —se preguntó Van der Berg—. ¿Llegará hasta bien abajo…?».
No, se estaba deshaciendo, se hacía más delgada, hasta transformarse en un conjunto de plumas y mechones… y allí estaba la nueva Europa, extendida, según parecía, a apenas unos miles de metros por debajo de la nave espacial.
En realidad, era nueva; no era preciso ser geólogo para darse cuenta. Cuatro mil millones de años atrás, la Tierra, en su infancia, quizás había tenido este aspecto, cuando la tierra y el mar se preparaban para comenzar su eterno conflicto.
Hasta hacía cincuenta años aquí no había habido ni tierra ni mar; sólo hielo. Pero ahora el hielo se había fundido en el hemisferio que miraba a Lucifer y el agua que había resultado de esa fusión había hervido hacia las alturas… y se había depositado en el Lado Nocturno, que de forma constante tenía temperaturas bajo cero. El traslado de miles de millones de toneladas de líquido de un hemisferio a otro había sacado a la superficie antiguos lechos marinos que nunca antes habían conocido la luz, ni siquiera la pálida luz del muy lejano Sol.
Tal vez algún día estos retorcidos paisajes serían suavizados y amansados por un manto de vegetación que se extendería sobre ellos; ahora, eran estériles coladas de lava y fangosos llanos que humeaban de modo apacible interrumpidos, de vez en cuando, por masas de rocas que tenían estratos inclinados en extraños ángulos. Era evidente que ésta había sido una zona en la que habían tenido lugar grandes perturbaciones tectónicas, lo que apenas podía sorprender, teniendo en cuenta que había sido testigo del nacimiento reciente de una montaña del tamaño del Everest.
Y ahí estaba, alzándose sobre el extrañamente cercano horizonte. Rolf van der Berg sintió una opresión en el pecho y un hormigueo en la nuca. Ya no a través de los distantes sentidos impersonales de los instrumentos sino con sus propios ojos, estaba contemplando la montaña de sus sueños.
Como muy bien sabía, la montaña tenía la forma aproximada de un tetraedro, inclinado de tal modo, que una de las caras era casi vertical. (Ése sería un atractivo desafío para los escaladores, incluso con esta gravedad, en especial porque no podrían hincar los pitones…). La cumbre estaba escondida entre las nubes, y gran parte de la suave ladera que daba donde estaban ellos se hallaba cubierta de nieve.
—¿Es por eso por lo que se ha armado todo este alboroto? —refunfuñó alguien—. A mí me parece que es una montaña perfectamente normal. Pienso que una vez se ha visto una… —Se le obligó a callar con un airado «¡silencio!».
En ese momento, la Galaxy estaba descendiendo lentamente hacia el monte Zeus, mientras Chang buscaba un buen sitio para aterrizar. La nave tenía muy poco control lateral, pues el noventa por ciento de ese control lateral se tenía que usar tan sólo para sostenerla. Había propulsor suficiente para seguir en vuelo estacionario durante unos cinco minutos; después, Chang todavía podría posar la nave de forma segura… pero nunca podría volver a despegar.
Neil Armstrong se había enfrentado al mismo dilema, casi cien años atrás. Pero no había estado pilotando con un arma apuntándole a la cabeza.
Y sin embargo, durante los últimos cinco minutos, Chang se había olvidado por completo tanto del arma como de Rosie. Todos sus sentidos estaban concentrados en la tarea que lo aguardaba; virtualmente, el segundo oficial formaba parte de la gran máquina a la que estaba controlando. La única emoción humana que le quedaba no era el miedo sino el júbilo. Éste era el trabajo para cuya realización había sido entrenado; éste era el momento descollante de su carrera profesional… aun cuando pudiera ser la escena final.
Y era hacia eso hacia lo que parecía estar abocándose, pues ahora el pie de la montaña estaba a menos de un kilómetro de distancia… y Chang todavía no encontraba un sitio para descender. El terreno era increíblemente escabroso y estaba desgarrado por cañones y salpicado por bloques gigantescos. El segundo oficial no había visto una sola superficie horizontal que fuese más grande que una cancha de tenis, y la línea roja del medidor de propulsor estaba tan sólo a treinta segundos de distancia.
Pero por fin, a lo lejos, Chang divisó una superficie lisa, muchísimo más lisa que cualquier otra que hubiera visto. Era su única oportunidad, dado el margen de tiempo de que disponía.
Como si fuera un malabarista, Chang mantuvo con delicadeza el equilibrio del gigantesco e inestable cilindro, y lo llevó hacia la zona de terreno horizontal… que parecía estar cubierto de nieve… Sí, lo estaba… el chorro del escape estaba haciendo volar la nieve… pero, ¿qué había debajo…? Parecía ser hielo… debía ser un lago congelado… ¿Qué espesor tendría? ¿QUÉ ESPESOR…?
Con un mazazo, las quinientas toneladas de las toberas principales de la Galaxy golpearon la traidora superficie: una telaraña de líneas que salían en todas direcciones, desde el punto de incidencia del chorro de la nave, se extendió a toda velocidad de punta a punta de esa congelada superficie; el hielo se agrietó y grandes láminas empezaron a darse vuelta. Olas concéntricas de agua en ebullición se lanzaron hacia fuera, mientras la furia del chorro impulsor soplaba dentro del lago, súbitamente expuesto.
Gracias a la pericia que le daba el ser un oficial bien entrenado, Chang reaccionó en el acto, sin las fatales vacilaciones del pensamiento: su mano izquierda arrancó con violencia la barra del cerrojo de seguridad, y la derecha aferró la palanca roja protegida de dicho cerrojo, y tiró de ella hasta llevarla a la posición de «abierto».
El programa ABORTAR, que dormía pacíficamente desde el momento mismo del lanzamiento de la Galaxy, asumió el control y arrojó la nave de regreso hacia el cielo.