Sólo el tiempo es universal; el día y la noche no son más que costumbres locales exquisitamente arcaicas que se encuentran en aquellos planetas a los que las fuerzas de marea todavía no les ha arrebatado la rotación. Pero sea cual sea la distancia que recorran desde su mundo nativo, los seres humanos nunca pueden huir del ritmo diurno, impuesto desde tiempo inmemorial por su ciclo de luz y oscuridad.
Por esta razón a la una y cinco minutos, tiempo universal, el segundo oficial Chang estaba solo en el puente mientras toda la nave dormía a su alrededor. Tampoco había verdadera necesidad de que Chang estuviese despierto, ya que los sensores electrónicos de la Galaxy descubrirían cualquier falla de funcionamiento mucho antes de lo que jamás podría hacer el hombre. Pero un siglo de cibernética había demostrado que los seres humanos seguían siendo ligeramente superiores a las máquinas para habérselas con lo inesperado, y más pronto o más tarde lo inesperado siempre ocurría.
«¿Dónde estará mi café?», pensó Chang de mal humor. No era propio de Rosie llegar tarde. Se preguntaba si la azafata se habría visto afectada por la misma indisposición que afligía por igual a científicos y tripulantes, después de los desastres de las veinticuatro horas pasadas.
Con posterioridad al fracaso del primer penetrómetro, se había convocado una apresurada reunión para deliberar y decidir cuál sería el siguiente paso. Quedaba una de las unidades, y aunque se había pensado emplearla en Calisto, podría ser usada igualmente bien aquí.
—Y de todos modos —había argumentado el doctor Anderson—, ya hemos descendido en Calisto y hemos verificado que no hay nada allí, salvo variedades de hielo agrietado.
No había habido desacuerdo. Después de una demora de doce horas para hacer modificaciones y pruebas, el penetrómetro número tres fue lanzado hacia el paisaje europeano, siguiendo la invisible huella de su precursor.
Esta vez los grabadores de la nave sí obtuvieron algunos datos… durante cerca de medio milisegundo. El medidor de aceleración de la sonda —que estaba calibrado para operar bajo una gravedad de hasta veinte mil g— emitió una sola pulsación breve antes de salir de escala. Todo tuvo que haberse destruido en menos de un abrir y cerrar de ojos.
Tras un segundo y aun más lúgubre informe de necroscopia se decidió informar a la Tierra y, en órbita elevada en torno a Europa, aguardar la llegada de más instrucciones antes de proseguir el vuelo a Calisto y las lunas exteriores.
—Lamento llegar tarde, señor —dijo Rosie McMahon (uno nunca supondría, por su nombre, que Rosie era ligeramente más oscura que el café que servía)—. Debo de haber puesto mal el despertador de mi reloj.
—Es una suerte —dijo el oficial de guardia, con una risita ahogada— que usted no esté dirigiendo esta nave.
—No entiendo cómo alguien puede dirigirla —respondió Rosie—. Todo parece ser tan complicado…
—Ah, no es tan feroz como aparenta —dijo Chang—. ¿Y no les imparten algo de teoría espacial básica, en su curso de entrenamiento?
—Bueno… sí. Pero nunca lo entendí mucho. Órbitas y todas esas tonterías.
El segundo oficial Chang estaba aburrido, de modo que consideró que sería una delicadeza por su parte aclarar las dudas de su público. Y si bien Rosie no era exactamente su tipo, saltaba a la vista que era atractiva; un pequeño esfuerzo ahora podría significar una inversión valiosa. En ningún momento se le ocurrió pensar que, después de haber cumplido su trabajo, era muy posible que Rosie quisiera seguir durmiendo.
Veinte minutos más tarde el segundo oficial Chang señaló, con un amplio movimiento de la mano, la consola de navegación, y concluyó de forma expansiva:
—Así que, como puede ver, en realidad es casi automático. Sólo se necesita ingresar unos números por el teclado y la nave se encarga del resto.
Rosie parecía que empezaba a cansarse; no dejaba de mirar su reloj.
—Lo siento —dijo Chang, súbitamente contrito—. No debería haberla mantenido despierta.
—Oh, no… es sumamente interesante. Por favor, continúe.
—Claro que no. Quizás en otra ocasión. Buenas noches, Rosie… y gracias por el café.
—Buenas noches, señor.
La azafata de tercera clase Rosie McMahon se dirigió (no con demasiada destreza) hacia la puerta aún abierta. Chang no se molestó en mirar hacia atrás cuando oyó que la puerta se cerraba.
Por eso fue un considerable choque emocional oír que, pocos segundos después, una voz femenina, en absoluto familiar, lo llamaba.
—Señor Chang, no se moleste en apretar el botón de alarma porque está desconectado. Aquí están las coordenadas de descenso. Haga bajar la nave.
Poco a poco y mientras se preguntaba si se había quedado dormido y se trataba de una pesadilla, Chang giró su silla.
La persona que había sido Rosie McMahon estaba flotando al lado de la escotilla oval y se mantenía inmóvil debido a que se había cogido a la palanca que cerraba la puerta. Todo en ella parecía haber cambiado; en un instante, se habían invertido los papeles del hombre y la mujer: la tímida azafata que nunca había mirado a Chang a los ojos ahora lo observaba de hito en hito, con una mirada impía, fría, que hacía que el segundo oficial se sintiera como un conejo hipnotizado por una serpiente. La pistola —pequeña pero de aspecto letal— que sostenía la mano libre de la mujer parecía un ornamento innecesario: Chang no tenía la menor duda de que Rosie lo podría matar con suma eficiencia sin necesidad de usar el arma.
No obstante, tanto la autoestima de Chang como su orgullo profesional exigían que no se rindiera sin alguna especie de lucha. Al menos tal vez lograra ganar tiempo.
—Rosie —dijo. Y en ese momento, sus labios tuvieron dificultad para formar un nombre que, de repente, se había vuelto inadecuado—. Esto es totalmente ridículo. Lo que le acabo de decir… sencillamente, no es cierto; tomaría horas computar la órbita correcta, y yo precisaría de alguien que me ayudara. Un copiloto, por lo menos.
La pistola no tembló.
—No soy tonta, señor Chang. Esta nave no tiene limitaciones de energía como los antiguos cohetes impulsados por combustible químico. La velocidad de liberación de Europa es tan sólo de tres kilómetros por segundo. Parte del entrenamiento que usted recibió consistía en hacer un aterrizaje de emergencia, estando la computadora principal fuera de servicio. Ahora puede poner esos conocimientos en práctica. La ventana correspondiente a un contacto óptimo con la tierra, en las coordenadas que le di, se abrirá dentro de cinco minutos.
—Ese tipo de operación —dijo Chang, que ahora estaba empezando a transpirar con abundancia— tiene un índice estimado de fallo del veinticinco por ciento. —La cifra verdadera era del diez por ciento, pero dadas las circunstancias, el segundo oficial consideró que quedaba justificada su exageración—. Además, han pasado años desde que hice la prueba de efectuar ese tipo de descenso.
—En ese caso —replicó Rosie McMahon—, tendré que eliminarlo a usted y solicitar al capitán que me envíe a alguien más cualificado. Lo que será molesto, porque perderemos esta ventana y tendremos que esperar un par de horas hasta la siguiente. Quedan cuatro minutos.
El segundo oficial Chang sabía cuándo era vencido; por lo menos, lo había intentado.
—Déme esas coordenadas —dijo.