25. EL MUNDO OCULTO

Durante la década posterior a la ignición de Júpiter y a la diseminación del Gran Descongelamiento a través del sistema de satélites del ex planeta, Europa había sido dejada en la más estricta soledad. Después los chinos habían llevado a cabo un rápido vuelo de circunvalación y habían sondeado las nubes con radar en un intento por localizar los restos de la Tsien. No habían tenido éxito, pero los mapas que hicieron del Lado Diurno fueron los primeros en mostrar los nuevos continentes que surgían ahora, cuando se fundía la cubierta de hielo.

También habían descubierto una formación perfectamente recta, de dos kilómetros de largo, cuyo aspecto era tan artificial que pronto se le impuso el nombre de «La Gran Muralla». Debido a su forma y tamaño se supuso que era el Monolito… o un monolito, ya que millones de ellos se habían reproducido en las horas previas a la creación de Lucifer.

No obstante no se había producido ninguna reacción o indicio de señal inteligente procedentes de la parte inferior de las nubes, que se iban espesando de forma continua y regular. De ahí que algunos años más tarde se colocaran en órbita permanente satélites de reconocimiento y que se dejaran caer en la atmósfera globos sonda para grandes alturas, con el fin de estudiar el patrón que seguían los vientos; los meteorólogos terrestres opinaban que esos vientos tenían un interés absorbente porque Europa —con un océano central y un sol que nunca se ponía— ofrecía un modelo, bellamente simplificado, para los libros de texto.

De esta manera había comenzado el juego de la «Ruleta Europeana», como solían denominarlo los administradores cada vez que los científicos proponían acercarse más al satélite. Tras cincuenta años sin peripecia alguna, eso se había vuelto algo tedioso. El capitán Laplace tenía la esperanza de que se mantuviera de esa manera, y había exigido una considerable reafirmación de que todo iría bien por parte del doctor Anderson.

—Personalmente —le había dicho al científico—, consideraría un acto poco amistoso el hecho de hacer que una tonelada de hierros capaces de perforar un blindaje se dejen caer sobre mí a mil kilómetros por hora. Estoy bastante sorprendido de que el Consejo Mundial le haya concedido el permiso.

El doctor Anderson también estaba un poco sorprendido, aunque no lo hubiera estado de haber sabido que el proyecto era el último punto de una larga agenda de un Subcomité de Ciencias que se había reunido un viernes por la tarde. Con pequeñeces así se escribe la Historia.

—Coincido con usted, capitán. Pero estamos operando bajo limitaciones muy estrictas y no hay posibilidad de interferir con los europeanos, quienesquiera que sean. Estamos apuntando a un blanco que se encuentra a cinco kilómetros por encima del nivel del mar.

—Eso tengo entendido. ¿Qué es lo que resulta tan interesante del monte Zeus?

—Es un total misterio, ya que ni siquiera estaba ahí hace unos años. Así que ya se puede imaginar por qué vuelve locos a los geólogos.

—Y su aparatito lo analizará cuando se meta en el satélite.

—Exacto. En realidad, no debería estar diciendo esto, pero se me pidió que mantenga en secreto los resultados, y que los envíe de vuelta a la Tierra expresados en clave. Es obvio que alguien está sobre la pista de un gran descubrimiento y que tomen la delantera en la publicación. ¿Habría creído que los científicos podían ser tan mezquinos?

Al capitán Laplace no le costaba mucho creerlo, pero no quiso desilusionar al doctor Anderson, cuya ingenuidad resultaba conmovedora. Fuera lo que fuere lo que estaba ocurriendo —y al capitán ya no le quedaba ninguna duda de que en esta misión había mucho más de lo que se podía ver—, Anderson no sabía nada al respecto.

—Sólo me queda la esperanza, doctor, de que a los europeanos no les dé por el alpinismo. Odiaría tener que interrumpir cualquier intento de colocar una bandera en su Everest local.

Se produjo una sensación de desacostumbrada excitación a bordo de la Galaxy cuando se lanzó el penetrómetro; incluso dejaron de hacerse las consabidas bromas. Durante las dos horas que duró la larga caída de la sonda hacia Europa la práctica totalidad de los miembros de la tripulación encontró alguna excusa, perfectamente legítima, para visitar el puente y contemplar la operación de guía. Cincuenta minutos antes del impacto el capitán Laplace declaró el puente zona prohibida para todos los visitantes menos para la nueva azafata de la nave, Rosie, sin cuyo ininterrumpido suministro de peras elásticas llenas de excelente café la operación no habría podido continuar.

Todo iba a la perfección. Poco después del ingreso en la atmósfera se extendieron los frenos para aire, que frenaron el penetrómetro hasta darle una aceptable velocidad de impacto. La imagen del blanco recibida a través del radar —sin detalles distintivos, sin indicación de escala de referencia— crecía constantemente en la pantalla. A la hora del impacto menos un segundo todos los grabadores automáticamente pasaron a velocidad de registro…

Pero no hubo nada en absoluto que registrar.

—Ahora sé —dijo el doctor Anderson, con tristeza— qué es exactamente lo que sintieron en el Laboratorio de Propulsión a Chorro cuando aquellos primeros Ranger chocaron con la Luna, con sus cámaras ciegas.