23. INFIERNO

Antes de la detonación de Júpiter, Ío ocupaba el segundo puesto, precedido sólo por Venus, como lugar más cercano al Infierno, dentro del Sistema Solar. Pero ahora que la temperatura de la superficie de Lucifer se había elevado en otro par de centenares de grados, ni siquiera Venus podía competir.

Los volcanes de azufre y los géiseres habían multiplicado su actividad, y habían vuelto a moldear los rasgos del atormentado satélite en cuestión de años, en vez de décadas. Los planetólogos habían abandonado todo intento de hacer levantamientos cartográficos, y se contentaban con tomar —con intervalos de días— fotografías desde equipos puestos en órbita. A partir de tales fotografías habían compuesto películas cinematográficas con fotogramas tomados a intervalos prefijados y que inspiraban un temor reverencial.

El Lloyds de Londres había cobrado una muy elevada prima por este tramo de la misión, pero Ío no planteaba peligro alguno para la nave que hiciese un vuelo de circunvalación a una distancia mínima de diez mil kilómetros… y, por añadidura, por encima del relativamente tranquilo Lado Nocturno.

Mientras observaba el globo amarillo y anaranjado que se aproximaba —el objeto más improbablemente ostentoso de todo el Sistema Solar—, el segundo oficial Chris Floyd no pudo evitar que le volviera a la memoria la ocasión —había transcurrido medio siglo— en que su abuelo había llegado a estos lares; aquí la Leonov había efectuado su encuentro con la abandonada Discovery, y aquí el doctor Chandra había vuelto a despertar a la computadora HAL, que aguardaba en estado latente. Después ambas naves habían proseguido el vuelo para explorar el enorme monolito negro que se hallaba suspendido en el espacio, en Ll, el Punto Lagrange Interior, situado entre Ío y Júpiter.

Ahora el Monolito se había ido, y lo mismo había sucedido con Júpiter. El minisol que, como un Ave Fénix, había surgido de la implosión de Júpiter había convertido los satélites del gigantesco planeta en lo que de hecho era otro Sistema Solar, aunque sólo en Ganímedes y en Europa existían regiones con temperaturas parecidas a las de la Tierra. Durante cuánto tiempo seguiría siendo ése el caso, nadie lo sabía. Las estimaciones sobre la duración máxima de la vida de Lucifer oscilaban entre mil y un millón de años.

El equipo de científicos de la Galaxy observaba, anhelante, el punto Ll, pero en esos momentos era extremadamente peligroso acercarse a él. Siempre había existido un río de energía eléctrica —el «tubo de flujo» de Ío— que corría entre Júpiter y su satélite interior, y la creación de Lucifer había incrementado la fuerza de ese río varios centenares de veces. En ocasiones esa corriente de energía hasta se podía ver a simple vista, refulgiendo en amarillo, con la luz característica del sodio ionizado. Algunos ingenieros de Ganímedes habían hablado de aprovechar los gigawatios que se estaban desperdiciando ahí al lado, pero nadie había hallado una manera plausible de hacerlo.

Se lanzó el primer penetrómetro, acompañado por vulgares comentarios de la tripulación; dos horas más tarde, el instrumento se metió, como una aguja hipodérmica, en el ulcerado satélite; prosiguió operando durante casi cinco segundos —el décuplo de la vida útil para la que había sido diseñado— y transmitió, en frecuencia radial, miles de mediciones geológicas, físicas y químicas, antes de que Ío lo demoliera.

Los científicos estaban maravillados, pero Van der Berg simplemente se sentía satisfecho. Él había previsto que la sonda funcionaría; Ío era un blanco absurdamente fácil. Pero, si tenía razón con respecto a Europa, era seguro que el segundo penetrómetro iba a fallar.

Y, aun así, eso nada probaría, pues la sonda podría fallar por una docena de buenas razones. Y cuando lo hiciese, no quedaría otra alternativa que un descenso.

Lo que, por supuesto, estaba totalmente prohibido… y no sólo por las leyes del Hombre.