22. CARGA PELIGROSA

No es fácil administrar una línea de navegación entre destinos que no sólo cambian de posición millones de kilómetros cada pocos días, sino que también oscilan con una velocidad comprendida en el orden de las decenas de kilómetros por segundo. Ni pensar en algo así como un horario regular; hay ocasiones en las que se tiene que olvidar todo el asunto y permanecer en puerto —o, por lo menos, en órbita— a la espera que el Sistema Solar se reordene de una manera conveniente para la especie humana.

Por fortuna, estos períodos se conocen con años de antelación, por lo que es posible aprovecharlos al máximo para revisar los equipos e introducir modificaciones retroactivas y para dar licencia en el planeta a la tripulación. Y, de vez en cuando, con buena suerte y un enérgico despliegue de recursos para vender, se puede arreglar algún fletamiento local, aunque no sea más que el equivalente del viaje en lancha «para recorrer la playa de punta a punta» que se hacía antaño.

El capitán Eric Laplace estaba encantado porque la permanencia de tres meses frente a Ganímedes no sería una completa pérdida. Una subvención anónima e inesperada, hecha a la Fundación de Ciencia Planetaria financiaría una exploración previa del sistema joviano de satélites (incluso ahora, nadie lo llamaba jamás «luciferino»), durante la cual se prestaría especial atención a una docena de las desdeñadas lunas menores, algunas de las cuales nunca se habían estudiado de manera apropiada y, mucho menos, visitado.

No bien hubo oído hablar sobre la misión, Rolf van der Berg llamó al agente consignatario de las naves Tsung, e hizo algunas discretas indagaciones.

—Sí, primero volaremos directamente a Ío; después, haremos un vuelo de circunvalación de Europa…

—¿Sólo un vuelo de circunvalación? ¿A qué distancia?

—Un momento, por favor… ¡Qué raro! El plan de vuelo no brinda detalles. Pero, por supuesto, la nave no entrará en la Zona de Prohibición.

—Esa zona se redujo a diez mil kilómetros, como consecuencia del último fallo… hace quince años. Sea como fuere, querría ofrecerme como voluntario, en calidad de planetólogo de la misión. Enviaré mis antecedentes…

—No es necesario, doctor Van der Berg, pues ya han solicitado que usted vaya.

Siempre resulta fácil predecir el lunes cuál es el caballo que ganó el domingo anterior. Cuando el capitán Laplace pensó en lo sucedido (tuvo mucho tiempo para eso, después), recordó varios aspectos curiosos de este viaje especialmente contratado: dos miembros de la tripulación enfermaron de forma repentina, y fueron remplazados con poco tiempo de aviso; él se alegró tanto de contar con suplentes, que no les revisó los papeles con toda la atención con que debería haberlo hecho. (Y aunque lo hubiese hecho, habría descubierto que se encontraban en perfecto orden).

Luego vino el problema con la carga. En su condición de capitán, Laplace tenía derecho a inspeccionar cualquier cosa que se subiese a bordo de la nave. Por supuesto, resultaba imposible revisar cada artículo, pero él nunca vacilaba en investigar si tenía buenos motivos para hacerlo. Las tripulaciones espaciales eran, en general, grupos de hombres sumamente responsables; pero las misiones prolongadas podían llegar a ser muy aburridas, de modo que, para aliviar el tedio, existían estimulantes químicos cuyo empleo, si bien era por completo legal en la Tierra, debía ser desaprobado fuera de ella.

Cuando el segundo oficial Chris Floyd expuso sus sospechas, el capitán supuso que el sabueso cromatográfico de la nave había descubierto otro cargamento oculto del opio de alta calidad que la tripulación, mayoritariamente constituida por chinos, consumía con regularidad. Esta vez, sin embargo, el asunto era serio, muy serio.

—Bodega de Carga Tres, Artículo 2/456, capitán. La nota dice: «Aparatos científicos», pero contiene explosivos.

—¡Qué!

—No hay duda al respecto, señor. Aquí está el electrograma.

—Me basta con su palabra, señor Floyd. ¿Ha inspeccionado el artículo?

—No, señor. Está en una caja sellada, de medio metro por uno por cinco, más o menos. Es uno de los bultos más grandes que el equipo de científicos trajo a bordo. Lleva el rótulo FRÁGIL-MANIPULAR CON CUIDADO; pero todo es frágil, por supuesto.

Meditativo, el capitán Laplace tamborileó con los dedos sobre la «madera» plástica de su escritorio, la que imitaba las vetas de la madera legítima. (Laplace odiaba ese diseño y se proponía deshacerse de él en el próximo reequipamiento de la nave). Incluso esa leve actividad hizo que se empezara a elevar de su asiento y de forma automática colocó el pie alrededor de una pata de la silla para «anclarse».

Aunque el capitán no dudó ni por un instante del informe de Floyd —su nuevo segundo oficial era muy competente y al capitán le complacía que nunca hubiera mencionado el tema de su famoso abuelo—, podía haber una explicación inocente. Al sabueso podían haberlo confundido otros compuestos químicos que tuviesen nerviosos enlaces moleculares.

Podían descender a la bodega y abrir el bulto por la fuerza. No, eso podría ser peligroso y también ocasionar problemas jurídicos.

Lo mejor sería ir directamente al grano; de todos modos, antes o después tendría que hacerlo.

—Por favor, vaya a buscar al doctor Anderson… y no hable de esto con nadie más.

—Muy bien, señor.

Chris Floyd hizo un saludo respetuoso pero del todo innecesario, y abandonó la habitación con suavidad y ligereza.

El jefe del equipo de científicos no estaba acostumbrado a la gravedad cero y su ingreso fue bastante torpe. Su obvia y genuina indignación no ayudaba, y se tuvo que aferrar al escritorio del capitán varias veces en una actitud desprovista de dignidad.

—¡Explosivos! ¡Claro que no! Déjeme ver la nota… 2/456…

El doctor Anderson tecleó la referencia en su teclado portátil, y leyó despacio:

—«Penetrómetros Mark V, cantidad, tres». Por supuesto: no hay problema.

—¿Y exactamente qué es un penetrómetro? —preguntó el capitán. Éste, a pesar de su preocupación, apenas si pudo contener una sonrisa; el nombre sonaba un poco obsceno.

—Es un dispositivo de uso corriente para la extracción de muestras planetarias. Se deja caer y, con suerte, tomará una muestra columnar de diez metros de largo, incluso en roca dura. Después devuelve un análisis químico completo. Es la única manera segura de estudiar sitios como el Lado Diurno de Mercurio, o de Ío, donde dejaremos caer el primero.

—Doctor Anderson —dijo el capitán, tratando de dominarse—. Usted podrá ser un excelente geólogo, pero no sabe mucho sobre mecánica celeste. No se pueden dejar caer cosas así como así, cuando se está en órbita…

La acusación de ignorancia carecía de todo fundamento, como lo demostró la reacción del científico:

—¡Esos idiotas! —exclamó—. Claro, usted debió haber sido notificado.

—Exacto. Los cohetes con combustible sólido son considerados carga peligrosa. Quiero el visto bueno de la compañía aseguradora y su promesa formal, la suya, de que los sistemas de seguridad son adecuados. En caso contrario, los tiraremos por la borda. Ahora, ¿hay alguna otra pequeña sorpresa? ¿Estaba planeando hacer prospecciones sísmicas? Creo que, en general, esas exploraciones implican el empleo de explosivos…

Al cabo de algunas horas el algo apaciguado científico admitía que también había encontrado dos botellas de flúor en estado elemental, que se empleaba para suministrar energía a los rayos láser que podían acertar a cuerpos celestes que pasaran a distancias de tiro de mil kilómetros, con el fin de tomar muestras para espectrografía. Como el flúor puro era la sustancia más ferozmente incontrolable que conocía el ser humano, figuraba en la lista de materiales prohibidos… pero, al igual que los cohetes que impulsaban los penetrómetros hacia su blanco, resultaba esencial para la misión.

Cuando hubo quedado satisfecho, en cuanto al hecho de que se habían tomado todas las precauciones necesarias, el capitán Laplace aceptó las disculpas del científico, junto con su promesa formal de que el descuido se debía de manera exclusiva a la prisa con que se había organizado la expedición.

Estaba seguro de que el doctor Anderson estaba diciendo la verdad, pero aun así, sentía que había algo extraño en lo referente a la misión.

Tan extraño como jamás se habría podido imaginar.