En un universo pequeño, encerrado en sí mismo, en el que todo el mundo se conoce, no puede existir mayor impacto emocional que encontrarse con un perfecto desconocido.
Heywood Floyd estaba flotando con suavidad por el pasillo en dirección a la sala de estar principal, cuando tuvo esta perturbadora experiencia. Asombrado por completo, clavó la mirada en el intruso, a la vez que se preguntaba cómo un polizón se las había arreglado, durante tanto tiempo, para evitar ser descubierto. El otro hombre le devolvió la mirada, en la que se combinaban la turbación y la baladronada, esperando, evidentemente, que Floyd hablara primero.
—¡Bueno, Victor! —dijo Floyd por fin—. Disculpa que no te haya reconocido. Así que has hecho el supremo sacrificio por la causa de la ciencia… ¿o debería decir «por tu público»?
—Sí —dijo Willis con un gruñido—. Me las he arreglado para estrujarme y entrar en uno de los cascos… pero los malditos pelos hacían un ruido tan áspero que nadie podía oír una palabra de lo que yo decía.
—¿Cuándo vas a salir?
—En cuanto regrese Cliff, que ha salido a explorar cuevas con Bill Chant.
Los primeros vuelos de circunvalación del cometa, realizados en 1986, habían sugerido que era considerablemente menos denso que el agua, lo que sólo podía significar, o que estaba constituido por un material muy poroso, o que estaba acribillado por cavidades. Ambas explicaciones resultaron ser correctas.
Al principio, el siempre precavido capitán Smith prohibió de manera rotunda toda exploración de cuevas; pero al final se ablandó cuando el doctor Pendrill le recordó que su ayudante principal, el doctor Chant, era un espeleólogo experimentado; de hecho, ésta era una de las razones precisas por las que había sido elegido para la misión.
—Los derrumbes son imposibles con esta gravedad tan baja —le había dicho Pendrill al renuente capitán—, así que no existe peligro de quedar atrapado.
—¿Y no podrían perderse?
—Chant tomaría esa sugerencia como un insulto a su profesionalidad. Se ha adentrado veinte kilómetros en la Cueva del Mamut. De todos modos, llevará consigo una línea de guía.
—¿Y con respecto a las comunicaciones?
—La línea tiene fibra óptica en su interior. Y la radio del traje probablemente funcionará la mayor parte del trayecto.
—Hmm… ¿Dónde quiere entrar?
—El mejor sitio es ese géiser extinguido, en la base del Etna Júnior. Está muerto desde hace mil años, por lo menos.
—Así que supongo que permanecerá tranquilo durante otro par de días. Muy bien. ¿Alguien más quiere ir?
—Cliff Greenberg se ha ofrecido como voluntario. Hizo muchas exploraciones de cuevas submarinas, en las Bahamas.
—Yo lo intenté una vez… y fue suficiente. Dígale a Cliff que él es demasiado valioso, así que puede entrar hasta una profundidad tal que le permita seguir viendo la entrada… y no más allá. Y si pierde contacto con Chant, no debe ir en su busca sin mi autorización. «Que yo sería muy reacio a dar» —añadió el capitán para sus adentros.
El doctor Chant conocía todas las bromas relativas a que los espeleólogos querían regresar al útero, y estaba seguro de poder refutarlas.
—Ése tiene que ser un sitio condenadamente ruidoso, con todos esos porrazos y topetazos y gorgoteos —solía decir—. Yo adoro las cavernas porque son pacíficas e intemporales. Uno sabe que nada ha cambiado en cien mil años, salvo que las estalactitas se han vuelto un poco más gruesas.
Pero ahora, mientras flotaba y descendía cada vez más hacia las profundidades del Halley, y a medida que iba desenrollando el hilo delgado pero irrompible que lo unía a Clifford Greenberg, se dio cuenta de que eso ya no era una verdad absoluta. Hasta el momento carecía de pruebas científicas, pero su instinto de geólogo le decía que este mundo subterráneo había nacido apenas ayer, en la escala cronológica del Universo. Era más reciente que algunas de las ciudades creadas por el hombre.
El túnel a través del cual planeaba dando saltos largos y poco profundos tenía unos cuatro metros de diámetro, y la casi total carencia de peso le traía intensos recuerdos del buceo en cavernas de la Tierra. La poca gravedad contribuía a la ilusión; la sensación exacta era la de estar llevando un peso ligeramente excesivo y, por eso seguía derivando con suavidad hacia el fondo. Sólo la falta de toda resistencia le hacía recordar que se estaba desplazando a través del vacío, no del agua.
—Estás empezando a desaparecer de mi campo visual —dijo Greenberg, que se encontraba a cincuenta metros de la entrada—. El enlace radial sigue muy bien. ¿Cómo es el paisaje?
—Es muy difícil decirlo. No puedo identificar las formaciones, así que carezco del vocabulario para describirlas. No es una clase común de roca: se desmenuza cuando la toco. Siento como si estuviera explorando un gigantesco queso gruyere…
—¿Quieres decir que es sustancia orgánica?
—Sí. Nada que ver con la vida, por supuesto… pero sí la perfecta materia prima para ella. Hay toda clase de hidrocarburos; los químicos estarán entretenidos con estas muestras. ¿Todavía puedes verme?
—Sólo el brillo de tu linterna, y se está desvaneciendo con rapidez.
—Ah, aquí hay roca genuina, que no parece pertenecer a este ambiente… Es probable que sea una intrusión. Ah… ¡he encontrado oro!
—¡Estás bromeando!
—Engañó a mucha gente, en el viejo Oeste. Es pirita de hierro. Es común en los satélites exteriores, desde luego, pero no me preguntes qué está haciendo aquí…
—Contacto visual perdido. Te has adentrado doscientos metros.
—Estoy pasando a través de un estrato distinto… Parece ser detrito meteorítico. Algo emocionante debió ocurrir en aquel entonces… Espero que lo podamos datar. ¡Uaahh!
—¡No me des estos sustos!
—Lo siento. Me ha dejado casi sin aliento. Hay una gran cámara adelante… Es lo último que pensaba encontrar. El Halley está lleno de sorpresas; hay estalactitas y estalagmitas.
—¿Qué tiene eso de sorprendente?
—No hay agua libre, no hay piedra caliza, claro está, y con tan poca gravedad… Parece como si fuera alguna especie de cera. Un momento, nada más, mientras obtengo un buen plano en videograbación. Veo formas fantásticas… la clase de formas que produce una vela al derretirse. Es extraño…
—¿Y ahora qué ocurre?
La voz del doctor Chant había experimentado una súbita alteración en el tono, que Greenberg, percibió al instante.
—Algunas de las columnas han sido rotas. Están esparcidas por el suelo. Es como si…
—¡Sigue!
—… como si algo hubiera tropezado con ellas.
—Eso es una locura. ¿Puede haberlas arrancado un terremoto?
—No hay terremotos aquí, sólo microseísmos causados por los géiseres. A lo mejor ha habido un gran escape de vapor en algún momento. Sea como fuere, ocurrió hace siglos. Sobre las columnas caídas hay una película de esta sustancia cerosa, una capa de varios milímetros de espesor.
Poco a poco, el doctor Chant iba recuperando la compostura. No era un hombre muy imaginativo —la exploración deportiva de cavernas elimina a esa gente con bastante rapidez—, pero la sensación táctil de aquel lugar había desencadenado en él algún recuerdo perturbador. Y el conjunto de todas esas columnas caídas se parecía demasiado a los barrotes de una jaula, rotos por algún monstruo en su intento por escapar…
Desde luego, todo eso era por completo absurdo… pero el doctor Chant había aprendido a no desdeñar jamás premonición alguna ni señal alguna de peligro hasta haberla rastreado hasta sus orígenes. Esta precaución le había salvado la vida en más de una ocasión; así, pues, no iría más allá de aquella cámara hasta que hubiese identificado la fuente de su miedo. Y era lo bastante honesto como para admitir que «miedo» era la palabra correcta.
—Bill, ¿estás bien? ¿Qué pasa?
—Todavía estoy filmando. Algunas de estas formas me recuerdan las esculturas de los templos hindúes. Son casi eróticas.
De forma deliberada estaba alejando su mente del enfrentamiento directo con sus miedos, con la esperanza de poder, de ese modo, atacarlos sin previo aviso, sin pensar en ellos, pero con una especie de visión mental no enfocada sobre el blanco. Mientras tanto los actos puramente mecánicos de registrar y recoger muestras ocupaban la mayor parte de su atención.
Se recordó a sí mismo que no había nada de malo en el miedo sano; sólo cuando alcanzaba la categoría de pánico, el miedo se convertía en asesino. Había conocido el pánico dos veces en su vida (una vez, en la ladera de una montaña; otra, bajo el agua) y todavía se estremecía al recordar su toque viscoso. No obstante —y estaba agradecido por eso—, ahora se hallaba lejos de aquella sensación por una razón incomprensible pero curiosamente reconfortante: había un elemento de comedia en la situación.
Y de pronto se echó a reír, no con histeria sino con alivio.
—¿Alguna vez has visto una de esas antiguas películas como La guerra de las galaxias? —le preguntó a Greenberg.
—Por supuesto; media docena de veces.
—Bueno, ya sé qué es lo que me preocupaba. En ésa había una secuencia en la que la astronave de Luke cae en picado sobre un asteroide… y se encuentra con un gigantesco ser con forma de serpiente que acecha dentro de las cavernas de ese asteroide.
—No era la cosmonave de Luke, sino el Halcón Milenario de Han Solo. Y siempre me he preguntado cómo se las arreglaba esa pobre bestia para proveerse el sustento. Tiene que haber padecido mucha hambre esperando el bocado exquisito que le cayera del espacio. Y la princesa Leia no habría sido más que un entremés, de todos modos.
—Para lo que, sin duda, no pretendo servir —dijo el doctor Chant, ya del todo relajado—. Aunque hubiera vida aquí —lo que sería maravilloso—, la cadena alimentaria sería muy corta. Por eso me sorprendería encontrar algo que fuese más grande que un ratón o más factible que un hongo… Ahora veamos hacia dónde vamos desde aquí… Hay dos salidas al otro lado de la cámara. La de la derecha es más grande. Iré por ese lado…
—¿Cuánta línea te queda?
—Oh, más de medio kilómetro. Allá vamos. Estoy en medio de la cámara… Maldición, he rebotado contra la pared. Ahora tengo un punto para asirme… meto la cabeza primero. Paredes suaves, roca auténtica para romper la monotonía… Es una lástima…
—¿Cuál es el problema?
—No puedo ir más allá… hay más estalactitas… demasiado juntas para que pueda pasar entre ellas… y demasiado gruesas para romperlas sin explosivos. Y eso sería una pena… los colores son hermosos. Son los primeros verdes y azules que veo en el Halley. Un minuto, nada más, mientras las videograbo…
El doctor Chant se afianzó contra la pared del estrecho túnel, y enfocó la cámara. Con los dedos enguantados palpó en busca del interruptor de alta intensidad, pero se equivocó y apagó por completo las luces principales.
«Diseño inmundo —masculló—. Es la tercera vez que me pasa esto».
No corrigió de inmediato su error porque siempre le habían encantado ese silencio y esa oscuridad total que únicamente se pueden experimentar en las cuevas más profundas, los suaves ruidos de fondo de su equipo de mantenimiento de vida impedían que el silencio fuera absoluto pero, por lo menos…
¿Qué era eso? Desde más allá de la empalizada de estalactitas que bloqueaba cualquier avance ulterior, Chant pudo distinguir un brillo tenue, como la primera luz del alba. A medida que sus ojos se adaptaban a la oscuridad, el brillo pareció aumentar de intensidad y el geólogo pudo discernir un matiz verde.
—¿Qué pasa? —preguntó Greenberg, angustiado.
—Nada. Sólo estoy observando.
Y pensando, pudo haber agregado. Había cuatro explicaciones posibles.
Tal vez la luz solar se estuviera filtrando a través de algún conducto natural de hielo, cristal o lo que fuese. Pero, ¿a esta profundidad? No era muy probable…
¿Radiactividad? Chant no se había molestado en llevar un contador; para todos los fines prácticos, allí no había elementos pesados. Pero valdría la pena volver para verificarlo.
Podría tratarse de algún material fosforescente; ésa era la posibilidad a la que concedía mayor peso. Pero había una cuarta… la más improbable y también la más emocionante de todas.
El doctor Chant nunca había olvidado una noche sin Luna —y sin Lucifer— a orillas del océano Índico, cuando había estado caminando bajo brillantes estrellas por una playa arenosa. Aunque el mar estaba muy tranquilo, de vez en cuando una ola lánguida se desplomaba a sus pies… y detonaba en una explosión de luz.
Había entrado caminando en los bajíos (todavía podía recordar la sensación del agua alrededor de los tobillos, como un baño tibio) y, a cada paso que daba, se producía otra descarga de luz. Incluso podía generarla golpeando las palmas cerca de la superficie.
¿Sería posible que organismos bioluminiscentes similares se hubieran desarrollado allí, en el corazón del cometa Halley? A Chant le encantaría creerlo. Sería lamentable tener que destruir algo tan exquisito como esa obra de arte de la Naturaleza —con ese fulgor detrás de ella, la barrera ahora le recordaba el retablo que una vez vio en alguna catedral— pero tendría que volver con explosivos. Mientras tanto, estaba el otro corredor…
—No puedo seguir adelante en esta dirección —le dijo a Greenberg—, así que intentaré ir por la otra. Regresaré a la bifurcación. Voy a rebobinar el carrete. —No mencionó el fulgor misterioso, que se desvaneció no bien hubo encendido sus luces otra vez.
Greenberg no respondió en el acto, lo que no era usual; probablemente estaba hablando con la nave. Chant no se preocupó; repetiría su mensaje tan pronto como se hubiera vuelto a poner en marcha. Tampoco se molestó, porque hubo un breve acuse de recibo por parte de Greenberg.
—Bien, Cliff, por un instante, creí que te había perdido. Regreso a la cámara… ahora entraré en el otro túnel. Ojalá no haya nada que lo bloquee.
Esta vez, Greenberg respondió enseguida.
—Lo lamento, Bill. Regresa a la nave. Hay una emergencia… No, no aquí; todo marcha bien en la Universe. Pero puede ser que tengamos que volver a la Tierra de inmediato.
El doctor Chant tardó pocas semanas en encontrar una explicación muy plausible para las columnas rotas: cuando el cometa despedía con violencia su sustancia hacia el espacio, en cada pasaje perihélico, la distribución de su masa se alteraba de manera continua. Y de esta forma, en intervalos de mil años, su rotación se volvía inestable, y eso variaba la dirección de su eje de modo bastante violento, como si se tratara de un trompo que está a punto de caer cuando pierde impulso.
Cuando eso ocurría, el movimiento telúrico que se producía en el cometa podía alcanzar un respetable 5 en la escala de Richter.
Pero Chant nunca resolvió el misterio del fulgor luminoso. Aunque el problema pronto quedó eclipsado por el drama que se estaba desarrollando, la sensación de haber perdido la oportunidad de resolverlo seguiría acosando al científico durante el resto de su vida.
Y si bien en varias ocasiones se sintió tentado de hacerlo, nunca mencionó el problema a ninguno de sus colegas. Lo que hizo fue dejar una nota para la próxima expedición. El sobre estaba lacrado, y tendría que ser abierto en 2133.